Cuando los músicos se sonríen


Sobre un escenario desnudo se presentó en Vigo Tony Zenet. Apenas unas luces de ambiente y un taburete sobre el que apoyar medio cuerpo y dar aire y presencia a sus canciones. Fue más que suficiente. En realidad se bastó y se sobró. No hizo falta más para cautivar al escaso público – el tiempo era espantoso; quiero pensar que el otro evento programado para esa tarde, el tan cacareado alumbrado navideño (!), es incompatible con su público- desde casi su primera canción: Un beso de esos, “que valen - ¡ay! – por toda la química de la farmacia”
Le acompañaba el  guitarrista José Taboada, frío al inicio  y cálido y cómplice a medida que la actuación avanzaba. Digo frío no porque se reservase o dejase de poner un ápice de emoción a su toque, sino porque me pareció percibir entre ellos el puro espíritu del directo: el tiempo necesario para que cantante y músico se encuentren, para que no haya  disonancias, para que Zenet no hubiese de llevarse la mano izquierda al oído cuando alguna nota le perturbaba. Esa escarcha inicial, imperceptible apenas, se fue fundiendo a medida que el tiempo pasaba y atacaban un tema - ¡Qué bonito este!, bromeaba Zenet dirigiéndose a Taboada - casi cada vez que avanzaba en la página de los previstos y recibía por parte del guitarrista guiños y sonrisas cómplices y una atención extrema, apuntalando con una nota, un acorde, o un silencio cada gesto del cantante.
¡Pero amigo! Desde el segundo tema apareció caminando entre la platea Raúl Márquez. Subió al escenario haciendo sonar su violín y todo el frío que la desapacible noche o el poco público quisieran hacer por mermar  el espectáculo quedó anulado. Márquez, excelente músico, pero sobre todo, compenetradísimo  intérprete, hacia de cada tema un prodigio; Estela, Las causas perdidas, Ella era mala, Sé que estás pensando en mí…y así hasta la apoteosis final con Soñar contigo, todas las canciones quedaban perfectamente vestidas con el mínimo número de recursos. El violinista percutía su instrumento, acariciaba las cuerdas con arco de seda o con briosa furia si así lo requería el tema; se marcaba un solo endiablado o punteaba con los dedos secundando al guitarrista hasta arrancar su sonrisa. ¡Y es que es hermoso ver a los músicos sonreír de placer en escena!
Pero el gran protagonista era Zenet. Prodigioso cantante con espíritu de crooner y actitud teatral. Puso sobre el escenario toda su alma y su cuerpo - ¡literal! – defendiendo todas y cada una de las canciones: desde la elaborada presentación (la teoría de la luz para Amaneció sin querer, ¡Acertadísimo!) hasta la mueca final. Haciendo percutir su pecho frente al micro, chasquear los dedos sobre este, utilizar su mano y su nariz a modo de sordina o susurrarle sincopadamente como si de unas escobillas se tratase; no llegó a echarse de menos la ausencia de percusión más que al principio, cuando al sentarse en la butaca y observar el escenario se veía tan vacío.
Como vocalista las melodías no tienen secretos para él. Se maneja sin fisuras entre el susurro y el grito desgarrado o el llanto melancólico (No lo dudes), pasando por la entonación canalla  o gutural a poco que la canción así lo requiera. Poniendo su instrumento al servicio de la melodía y haciendo un todo compacto con ella.
Histriónico cuando corresponde -magníficos pasos de baile al estilo Gene Kelly- socarrón cuando el público se presenta a deshora, o reivindicativo cuando este decide grabar la actuación con el móvil en vez de prestar la atención debida a un momento único, demuestra oficio de animal escénico al que aún le queda mucho éxito por disfrutar. 
¡Pero aún hay más! Y es que, aunque no esté presente se manifiesta en cada frase que sale por boca de Zenet, pintando en el alma de cada persona mundos increíbles, imaginarios donde uno se reconoce o, mejor aún, le gustaría reconocerse. Me refiero a las letras escritas por Javier Laguna. Universo único, extraordinario placer adulto rebosante de elegancia donde las cosas son sugeridas, no evidenciadas; donde en el guiño, la complicidad de una frase o la evocación de determinado momento nos sitúan en algún rincón sufrido o disfrutado de nuestras vidas, reales o imaginadas, ¡Qué más da! ¡¿O es que acaso no estamos más vivos cuando imaginamos?!
La mente se escabulle, se escapa de uno, se viste al modo pintón de Tony Zenet, se cala el sombrero, ajusta su pañuelo en el bolsillo superior de la americana  y se deja llevar por el viejo Madrid en busca de las aventuras sentimentales que nos sugiere Javier Laguna. Hasta que “amanezca otra vez, muera la flor, prenda su aroma…”


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