Festival de la lavanda




Ni llanuras bélicas, ni páramos de asceta, Don Antonio! Lo que esta fresca mañana de Julio se contempla desde lo alto de las colinas de Hita, en Guadalajara, tiene más que ver con el último verso escrito de su mano: “Estos días azules y este sol de la infancia…” Paseando sin prisa por el pueblo en las primeras horas de la mañana lo que vemos es, en efecto, un hermoso cielo raso donde golondrinas y vencejos llenan de trinos las empinadas cuestas del pueblo, el pitido estridente de la furgoneta del panadero y la cháchara animada de las vecinas en puertas y patios sobre un runrún de lavadoras al fondo, y olor a guisos lentos en cocinas umbrías. Los niños, tempraneros, reclaman atenciones o juegan al sol en patios y piscinas. Las fachadas de las casas y los muros de los patios se han cuajado de flores primorosas cuyos colores duelen al mirarlas sobre las paredes encaladas, recortadas contra el intenso azul del cielo. La mañana invita al amor y al regocijo Don Antonio y, por unos instantes, unas horas, e incluso unos días, a creernos mejores de lo que tal vez seamos.
















Pero a Hita nos ha traído ¡Oh, grata sorpresa! el Festival de la Lavanda en Brihuega. Es fácil adivinar porque estamos aquí y no allí. De cuatro años a esta parte el éxito del Festival es tal que el municipio se queda sin alojamiento y el viajero debe acomodarse a varios kilómetros a la redonda -27, en nuestro caso- pero, lo que en principio podría parecer un inconveniente no lo es en absoluto, porque de este modo tenemos ocasión de conocer el municipio de Hita y hacernos una idea de la comarca en el tránsito hacia Brihuega. Así, para ir de un sitio a otro nos vemos obligados a atravesar la autovía A2 que separa ambos municipios, mientras contemplamos el trigo dorándose en los campos mecido por la suave brisa del mediodía, antes de la inminente cosecha finalizado el mes de Julio. Dejamos atrás el valle que precede a la autovía ascendiendo una empinada y sinuosa sierra entre tupidos bosques de carrascos. Desde lo alto de los valles buitres y águilas otean el paisaje en busca de presas o carroña, planeando sin esfuerzo sobre las corrientes térmicas que ascienden desde el fondo con las primeras horas de calor. La velocidad ha de ser adecuada ya que, por estos parajes, la señalización de animales salvajes en la carretera no debe desdeñarse: frecuentemente la atraviesan corzos y jabalíes. Especialmente durante la noche hemos de ser precavidos, pues la presencia de un corzo o una liebre atravesando la carretera podrían sacarnos de la vía y ponernos en un serio apuro.
















Apenas entramos en la localidad de Brihuega comienzan a observarse macizos de lavanda en rotondas y campos próximos. El violeta intenso de sus flores y la disposición ordenada en largos surcos crea una corriente de bienestar y apacible orden en el observador. Ya una vez en el pueblo y tras ardua batalla por dejar el coche en algún lugar no prohibido – detalle a mejorar por la organización, la disposición de una zona acotada de aparcamiento para visitantes- comenzamos a caminar por las calles de la localidad engalanada. En arcos, calles, puestos y plazas puede apreciarse el sereno orgullo y la franca disposición de sus gentes para atender de manera diligente al viajero curioso. Tanto si uno se interesa por las virtudes medicinales de la lavanda, espliego o cantueso -que de las tres maneras es correcto nombrarla- como por la técnica para hacer jabones, esencias, saquitos aromáticos, o bellos adornos florales, las personas que exponen allí sus productos muestran abierta disposición a informar, respondiendo con cariño no exento de satisfacción al viajero. Se aprecia aún con agrado, que las cuatro ediciones que la fiesta lleva a sus espaldas no han hecho mella en la población y el carácter amable y servicial de los vecinos está intacto.






El violeta y el blanco son los colores que inundan el pueblo en un intento claro de transmitir la belleza y serenidad que aporta la planta -no en vano una de sus múltiples propiedades es la de contribuir a relajar y conciliar el sueño – de manera que balcones, calles, comercios y plazas se engalanan con los más diversos motivos decorativos: paraguas, gasas y telas, macizos de flores, jardineras…etc. mientras un sinfín de visitantes y curiosos recorremos las calles sin prisa entre risas y alborozo, uniformados de blanco impoluto y tocados con gafas y sombrero para combatir el sol inclemente ¡Es hermoso sentirse parte de algo hermoso, Don Antonio! No creo equivocarme al pensar que le hubiera hecho feliz como a mí, el sentirse partícipe de una fiesta en honor a la naturaleza en esta España tan a menudo cruel y desdeñosa con ella.
















Descendemos buscando la sombra de los soportales hacia la plaza Mayor del pueblo donde están la oficina de turismo y el ayuntamiento. El acceso lo flanquean dos hermosas fuentes construidas en piedra con dos caños cada una y su abrevadero correspondiente, poniendo de manifiesto que antes transitaban esta plaza vacas y caballerías donde ahora aparcan coches por doquier - ¡ay, cuanto se echan de más! -. Cabe destacar la curiosa construcción de unas cuevas -antaño bodegas- propiedad del carnicero de la plaza que es quien las explota y mantiene. Merece la pena visitarlas por la gran extensión de estas, los pasillos sinuosos excavados en la pura roca arenisca y la disposición de enormes tinajas dedicadas a conservar vino y aceite en el pasado. Tienen la dimensión de una persona y algunas de ellas muestran todavía el sello de los alfareros que las construyeron. En el dédalo de pasillos y escaleras observaremos la construcción de una serie de arcos de época visigoda -formalmente etiquetados por el carnicero- anteriores a la ocupación árabe de la península ibérica. Pero sin duda lo más reseñable es el carácter, socarronería y amabilidad del propietario; si dispone de tiempo entre los quehaceres de la carnicería te contará los entresijos de estas cuevas árabes y mencionará que antaño todo el pueblo estaba horadado de pasadizos y cuevas para conservación del vino y eventual refugio durante las invasiones pero que, merced a las nuevas viviendas y excavaciones sucesivas, se han ido perdiendo y estas son las únicas que han resistido el paso del tiempo. A 2€ la entrada, me temo que la explotación de la carnicería es más bien testimonial.
















Si abandonamos la plaza por la calle de Nuestra Señora de la Peña llegaremos en unos minutos a la parroquia del mismo nombre y al castillo de la Peña Bermeja. Este último alberga parte de un curioso cementerio en cuyo interior los nichos permanecen a cubierto bajo las arcadas de un atrio, en cuyo centro, lápidas de diferentes estilos y riqueza muestran un estilo ciertamente armónico -si es que tal adjetivo le cabe a la muerte-. El suelo asimismo esta tapizado de lápidas más modestas pero igualmente interesantes, por donde caminar disfrutando del conjunto, provoca una sensación entre bella e irreverente. Pero morirse es una insana costumbre que acompaña al ser humano desde el principio de los tiempos, es por eso qué este recinto se ha quedado escaso y el cementerio continúa pasado un arco de medio punto, en un anexo del castillo, abriéndose a la hermosa vega del Arlanza, entre cipreses, pardos campos cosechados e invernaderos de plata entre hortalizas verdes.
















En la iglesia asistimos a la salida de la celebración de una boda donde, dispuesto con elegancia en la entrada, entre dos damajuanas con ramos y varios centros de flores se haya un cofre con saquitos violetas bajo un texto que reza: “Arroz para tirar al grito de, VIVAN LOS NOVIOS” (sic). ¡Sea en buena hora!
















Sin abandonar el recinto amurallado lo más significativo es, a mi entender, una tapia de piedra parda que precede a una casa con reja de forja en las ventanas, una puerta regia bajo una arco de piedra y muros color albero, en contraste con el azul intenso del cielo, donde una modesta placa de azulejo blanco permite leer: “plaza de Manu Leguineche”. Y es que aquí pasó los últimos años de su vida el gran periodista y viajero de origen vizcaíno; eligió Brihuega “por el silencio y porque siempre quise vivir en el campo”, en sus propias palabras. Es un bello gesto del ayuntamiento reconocer la figura de este maestro del periodismo que recorrió el mundo entero y nos lo contó, cuando no existían las líneas aéreas de bajo coste y la España de Franco no propiciaba el intento de conocer aquello que había más allá de lo Pirineos. Leguineche conoció el mundo, venció su timidez congénita, sació su curiosidad y despertó la nuestra, de modo que ante su puerta uno no puede por menos que descubrirse y decir para sus adentros: descanse en paz maestro.






El sol comienza a desvanecerse lentamente en éste hermoso pueblo que es puerta de la Alcarria, famoso antaño por su miel y su real fábrica de tapices y que comienza ya a ser conocido como la Provenza del sur, tal es la enorme extensión de campos de cultivo que han dejado a un lado el cereal y se han pasado a la explotación intensiva de la lavanda.


Fruto del éxito de dicho cultivo y con carácter divulgativo de sus propiedades, comenzaron a realizarse hace ya cuatro años veladas y conciertos en mitad de los campos. Aquella idea que nació como una forma bella de celebrar la cosecha, con la intención casi de acción de gracias a la Tierra por ofrecer a nuestros ojos la imagen hermosísima de los campos violáceos y el aroma sutil de sus flores, se ha ido transformando en cita obligada en el mes de Julio. Y es que, da la impresión de que a los productores les resultase amargo desprenderse de la planta para transformarla en esencias y destilados, tal es la hermosura con que luce en el campo una vez madura. De modo que cuando el sol declina y comienza a dorar los campos y aportar volumen, contraste y sombras a las cosas, un nutrido grupo de personas nos dirigimos a estos, pulcramente vestidos de blanco -protocolo sugiere, que no obliga- gafas de sol y sombrero en su mayoría, y con un gin-tonic en la mano, los más. Entre larguísimas hileras de cultivo se hayan dispuestas sillas de tijera y la recomendación encarecida de recoger las colillas de nuestros cigarrillos. Se respira un ambiente de incredulidad por el atavío de la mayoría de nosotros -alguien ajeno al espectáculo nos calificaría de secta, y con razón- y camaradería, por sabernos partícipes de tal singularidad. Mientras en el escenario prueban el tono de los instrumentos y ajustan con la mesa el sonido de las voces, los asistentes disparamos nuestros móviles en infinidad de selfis o solicitamos a las personas próximas nos tomen una foto junto a nuestras parejas o amigos, muchas de las cuales intercambiamos de inmediato a través de las redes sociales para compartir con nuestros grupos la belleza del momento.
















Las abejas que sobrevuelan estos campos durante el día se han ido ya a su colmena y en su lugar zumba sobre nuestras cabezas la presencia, ya casi familiar, de un dron avanzando adelante y atrás a lo largo del público que ha comenzado ya a sentarse, dará testimonio de este espectáculo que aúna música y naturaleza. Lo que no podrá recoger es el aroma que a todos nos embriaga mientras el sol se oculta tras los pinos y un inmenso cielo raso nos muestra Venus junto a un delicado gajo de luna. Un murmullo expectante recorre esta extraña simbiosis que conformamos público y plantas, mientras libamos de nuestras copas entre risas relajadas.


Se hace al fin de noche y el escenario se llena de luces, que bañan con sus tonos a un público cautivado de antemano a los artistas que en esta ocasión nos regalan su arte. Es preciso decir que el regalo nos costará 25€ por persona, aún a sabiendas de que el espectáculo merece la pena. A los primeros acordes de los músicos, convenientemente ataviados de blanco, respondemos con aplausos y coros que crean una comunión especial entre todos, como si esta noche no hubiera espacio para otra cosa que no fuera la armonía. Así, mientras escucho la música y contempló los campos y me embriago con su aroma, y observó a la gente feliz a mi alrededor, u observó el firmamento que comienza a tapizarse de estrellas, o la nuca blanca de la mujer que me acompaña, pienso que tal vez, “sí pueda ser por estas tierras, el bíblico jardín”, Don Antonio.






Notas:






Durante las sucesivas ediciones del festival han actuado los músicos, Tony Zenet, Estrella Morente, Diego el cigala, y café Quijano.






El texto bebe de la fuente inagotable de Antonio Machado. En particular de su poema Por tierras de España, incluido en Campos de Castilla.
























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