Las chicas de la estación

 

son Jara, Alex y Miranda, tres jóvenes residentes en un hogar de menores de Palma de Mallorca. Aunque acogidas en este, como el título de la película señala, el lugar donde viven y socializan está en el entorno de la estación de autobuses de esa ciudad. Un lugar desalmado para crecer, y en el que se verán sometidas a vejaciones, prostitución, violencia física y abusos a una edad en la que la mayoría de jóvenes está cursando estudios secundarios, practicando deporte, teniendo los primeros escarceos amorosos o estirando la adolescencia en familia y amigos sin otra preocupación que las notas escolares o el eterno enfrentamiento generacional en busca de identidad. Estas tres jóvenes, en cambio, se ven obligadas a ser adultas mucho antes de lo que deberían. Su desarrollo afectivo y emocional se trunca antes de tiempo a causa de la degradada relación que mantienen con sus padres biológicos —tema que daría para una película aparte y del que en esta apenas se muestran turbios esbozos de padres/madres desentendidos de sus hijas por diversos motivos —, y que justifica plenamente la intervención de los servicios sociales al recogerlas en dicho centro. Un espacio modélico, por cierto, donde instalaciones, educadores, administración o relación con los potenciales padres de acogida son excelentes. Con todo, nada parece suficiente —el trato correcto y responsable, la educación física e intelectual, la salud, el deporte, o el derecho a espacios de intimidad— cuando la rebeldía propia de la edad y los anhelos adolescentes —la búsqueda de dinero para asistir a un concierto de trap y celebrar el cumpleaños de una de ellas—, derivada de la desafección que se evidencia en sus hogares, las lleva a relacionarse con prácticas delictivas extremadamente peligrosas.  

La historia es valiente por necesaria e incómoda. Nos interpela como sociedad y acerca a una realidad que, no por estar frente a nuestras narices es fácil de ver. Que la prostitución existe es un hecho evidente; que alcanza a personas expuestas a tanta fragilidad y en espacios públicos, resulta atroz. Por si eso fuera poco, las cantidades que se manejan en tales transacciones resultan ridículas: veinte, treinta euros por pasar la noche con un adulto o realizar una felación en un baño o en un coche; la cifra es injustificable en todo caso, pero, al ser tan ridícula, posibilita a cualquiera el acceso a la explotación sexual de otras personas: basta conocer a quien esté dispuesto a hacerlo y a cambio de qué o cuánto; después, todo consiste en ejercer la violencia adecuada. Sometidas a una realidad que a fuerza de experiencia termina por volverse cotidiana, el espectador sufre con esas mujeres el peligro que afrontan —que no el desamparo, pues están amparadas; los servicios sociales funcionan, como queda dicho, aunque parece no ser suficiente—, anticipa los peligros a los que se ven expuestas, percibe la manipulación y el engaño hasta desear gritar, ¡sal de ahí! No es posible. 

Allí donde las amigas lo son todo, en el filo de esa navaja que separa la vida de la muerte, lo ocasional de lo cotidiano, intuimos la deriva de unas mujeres a las que solo un golpe de fortuna o un esclarecido propósito —el proyecto de una de ellas consiste en cumplir dieciocho años, abandonar el centro y abrir un chiringuito de comidas en una playa canaria. Pero, ¿quién no ha soñado con algo similar a esa edad?—las puede salvar del desastre. 

Las interpretaciones de Julieta Tobio, Salua Hadra y María Steelman resultan extraordinarias por su franqueza y veracidad, por la rabia incontenida de que dotan a sus personajes o la fragilidad extrema que les aportan sin trasladar autocomplacencia ni derrota: los personajes, encarnados en estas magníficas actrices jóvenes, tratan de salir adelante, pero parece que no solo depende de ellas.

El drama que dirige con pulso decidido, verdad y coraje Juana Macías está basado en un hecho real, ocurrido en un centro similar de esa ciudad, en el año 2019.

Nota: no hace mucho tiempo se proyectó en esta misma sala la estremecedora Noemí, dice sí: el mismo hecho delictivo, otro país, los mismos clientes. Prostitución juvenil sin fronteras. 

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