La promesa de Hasan
La película se abre con una hermosísima y poética escena bajo un árbol
solitario en medio de un campo. Una suave brisa agita las ramas y su gran copa
da sombra y cobijo a una madre que prepara el almuerzo sentada junto a un mantel
repleto de comida sencilla: chapati, fruta, verdura, embutidos… Las hormigas
corretean sobre la improvisada mesa cuando el plano se abre y vemos dirigirse
hacia el lugar a un chico que carga agua desde una fuente próxima. Se acerca a un
niño que sestea suspendido de un columpio que pende de las ramas del árbol. Algo
más lejos, un hombre labra la tierra con su arado. Los rayos del sol se filtran
entre las ramas e iluminan la cara del niño que descansa, despertándolo. La primera
imagen que este ve es la de su hermano, el que acudía con el agua, y que ahora
lo columpia suavemente. El espacio traslada una sensación de armonía familiar y
bucólica a la que el espectador querría sumarse de inmediato: una vida sencilla
donde lo importante —familia, sustento y terreno que cultivar— se encuentra
frente a ellos.
Es el único escenario donde veremos a esta familia bajo el árbol. El
tiempo avanza en una elipsis vertiginosa hacia un matrimonio —aún no sabemos cuál—,
que sufre las penurias vinculadas al campo y sus labores: un terreno muy productivo
se ve de pronto amenazado por la inminente instalación de una torre de alta
tensión; los campos de manzanas se llenan de parásitos
que es preciso sulfatar; la calidad y el precio de los productos oscila en un
mercado sujeto a los avatares de la exportación, o al consumo interno de un país,
Turquía, que los vende a mejor precio a la Unión Europea, aunque con más restricciones
sanitarias. A un vecino le va mal con la apuesta que ha hecho al plantar
melocotones: su demanda en el mercado ha descendido, la producción es ruinosa, y
se ve obligado a vender el terreno para hacer frente a la hipoteca que pesa
sobre este; pero Hasan, nuestro protagonista, por consejo de esposa, ha arrancado
los membrillos que cultivaba y plantado manzanas en su lugar. No sin dificultades,
el espectador va comprendiendo, poco a poco, que a Hasan y su familia les va mejor
que al resto de vecinos.
No hacen, en cambio, ostentación de su bienestar. Su vivienda no
es lujosa y las ropas son las propias del campesino que trabaja duro en los
campos; aunque taciturno, progresivamente apreciamos que Hasan dispone de cuadrillas
de trabajadores que le ayudan con la siembra, limpieza y recolección de los
frutos. Mas, el elemento que comienza a introducirse de forma sutil en el relato,
y que va tomando cuerpo a medida que este avanza, es el de los sueños. Estos
se sustancian en la intención del matrimonio —los hijos ya fuera del hogar, y el
amor gastado de quienes llevan largos años de convivencia— de realizar la
peregrinación a la Meca que prescribe el Corán. Para ello no basta con disponer
del dinero —mucho— o la suerte —anualmente se lleva a cabo un sorteo del que se
puede salir o no favorecido; nuestros personajes llevan aguardando tres años y,
finalmente, han resultado agraciados—, es necesario restaurar las ofensas,
agravios o deudas que el peregrino tenga o pueda haber causado a los demás. Al
lugar santo se ha de viajar con el espíritu purificado.
Asistimos entonces a la cara menos piadosa del matrimonio. Cada
uno por su lado, y sin que el otro tenga noticia plena de los actos e
intenciones de su pareja, actuarán de manera interesada, codiciosa y deshonesta,
trasladando a los demás una virtud de la que no son acreedores. Es entonces
cuando sus hechos, los del pasado —el reparto de las tierras familiares entre Hasan
y su hermano; las pequeñas deudas económicas y morales que ha infringido a sus convecinos;
el aprovechamiento de la desgracia ajena—, y los del inmediato presente —el engaño
indigno por parte de la esposa hacia una vecina a la que había hecho un encargo—
van informando al espectador de que no son merecedores de la piedad que ansían
para realizar el peregrinaje, algo a lo que toda la comunidad aspira y no está,
en cambio, a su alcance. Acompañamos a Hasan a través del proceso de expiación previo
al viaje que emprenderá junto a su mujer, a lo largo de una vida bastante menos
virtuosa de lo que nos ha dejado entrever. Deberá encarar las pequeñas y grandes
afrentas asociadas a esta, para terminar —en sueños, figuradamente— frente a aquel
árbol que plantó su abuelo, y dio cobijo a su madre y hermano cuando ambos eran
niños. En una amarga burla del destino será su hermano quien nos dé esa información
—aunque él ignore que el árbol ha sido talado para plantar la torre eléctrica proyectada en los
campos de Hasan, y que este ha maniobrado, una vez más de forma impía, hacia los campos que han correspondido al hermano y no labra—, y lleve al protagonista a darse de bruces con la realidad en
forma de cruel moraleja: los sueños no siempre se alcanzan de la manera que uno desea; o, en otra lectura de la trama, nadie es del todo quien dice o parece ser.
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