Tumbledown, en el original; no pierdan el tiempo, en el subtítulo.

 

La última canción (o Tumbledown en el original), melodrama amable donde a uno le es mostrado el comienzo y a los dos minutos barrunta el final. Con todo, se puede ver. Tal vez sea porque los diálogos son razonablemente inteligentes, o porque los sobrecogedores paisajes de Maine dejan al público sin aliento. Por lo demás, previsible sin llegar al extremo de comedia-romántica-domingo-tarde: la gran virtud de aquella es que se puede dormir la siesta sin miedo a perder el desenlace; en esta, para su mal, durante algún tiempo albergamos la esperanza de que los protagonistas no se líen. No ocurre. El espectador —al menos este— se siente estafado.

Tirando del manido recurso del repaso de viejas fotos, y de una anécdota bizarra ocurrida en el seno de la pareja —“si tú atraviesas el lago a nado yo ordeno el trastero”— se cuenta la historia de Hunter, joven músico fallecido en la cumbre de la fama y cuya esposa se aferra a su legado: defenderá su memoria ante cualquier cazarrecompensas de la industria musical o editorial. El pueblo donde vive (y ha llevado a vivir a su talentoso chico) es entrañable y simple, a unas horas en coche de la febril Nueva York. Posee todo aquello que ambos hubieran querido para componer canciones y concebir docenas de hijos (al menos para lo segundo; por fortuna para el músico, muere antes de saber que allí no iba a ocurrírsele nada digno de ser cantado). Pero la parca se cruza en el camino dejándola a ella viuda, desolada y con una historia que es incapaz de contar: la de su marido, quien va camino de convertirse en leyenda sin nadie que conozca el verdadero contenido de su alma. Aquí es donde aparece Andrew —joven profesor universitario de la Gran Manzana, traje de tweed, gafas de pasta; harto de sus alumnos y en busca de un buen relato que llevarse al teclado—, para ponerse al servicio de la arisca viuda. Lo logra. También consigue ganar su corazón y alimentar el tópico: chica de sobra talentosa (doctora por alguna universidad menor), que se inmola al genio superior del varón e incapaz de romper con el pasado. Decidida a colgar su vida del clavo que él ha dejado en la pared antes de irse. Liberal, empoderada, solitaria y frustrada reportera de un triste periódico local, es capaz de hacerse respetar por los brutos del lugar. Comparte la vida con sus perros, aunque tiene un machaca fijo con atisbos de ternura que pone en orden su deseo, no así su corazón. Hasta que aparece él para disuadirla de su empeño. Este otro él es talentoso; dará forma a la leyenda del anterior y, además, le calentará cama y corazón sin dejar de ser afectuoso con los chuchos. Antes habrá de romper con su neoyorquina rubia del bote, pero eso es pan comido. Corolario: ambos se harán viejecitos en Maine (esto no se cuenta, pero también se intuye) y Hannah, no habrá hecho otra cosa en la vida que cruzar a nado el lago, parir hijos y poner un marco a su título de doctora. En resumen, Doctor en Alaska con trasfondo musical.

Los intérpretes —Rebbeca Hall, Hannah, y Jason Sudeikis, Andrew— se limitan a ser y estar monos. Al director, Sean Meashaw le agradecemos que nos muestre otro estilo de vida unas pocas millas al norte de la gran ciudad. 

 

 

 

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