Toda la vida, un día

 Silvia Pérez Cruz presenta a un repleto auditorio Mar de Vigo, a la caída de una tórrida tarde de junio, su décimo disco en solitario. Con solvencia de artista enorme y arropada por cuatro multiinstrumentistas (principales: contrabajo, violín, violonchelo; secundarios, por decirlo de algún modo: trompetas, batería, programaciones y voces; además del saxo y guitarra que ella toca en varios temas), consigue transformar los noventa instrumentos que dice haber puesto en la grabación, en solvente presencia de una ambiciosa obra. Interpreta uno a uno los temas de su último álbum Toda la vida, un día. Sin prisas, sin aspavientos, sin vocación de estrella (podría, no es su medio; lo justifica, no el estrellato, sino el desinterés por este). Elegancia mayúscula de la puesta en escena: delicada, austera. Vestuario, iluminación, disposición de los músicos; actitud en la ejecución y rotación instrumental conforman un paisaje donde lo fundamental es la voz, las canciones y su interpretación. En cada composición se adivina mimo, tiempo, pasión incontinente para que el sentimiento cale en el público. Impecable proyección de matices vocales que, como volutas de humo perfumado, salen de su voz. Los coros, en algún caso acompañada de su violinista (ahora en función de vocalista exquisito), Carlos Monfort, dan al concierto la sutileza de un cristal a punto de romperse. La emoción vibra entre los palcos, salta de una butaca a otra. Se expresa en risas placenteras que salen sin rubor de las bocas de los vecinos de pasillo ante cada comentario introductorio de su autora. Silvia, verbo de sentimiento puro, desgrana por cada tema una perla, una ayuda para entenderlo mejor, contextualizarlo: el momento en que fue pensado, el aspecto que lo inspiró, los avatares que sufrió hasta llegar a crecer como canción. Cada pieza es parte esencial de los Movimientos que jalonan el disco. Jornadas de grabación en México junto a Natalia Lafourcade; colaboraciones con Carmen Linares, Pepe Habichuela o Diego Carrasco. O el viaje hacia la canción sin artificios en compañía de la músico porteña Liliana Herrero, a quien no conocía más que por haberla escuchado, y en cuya casa se planta (nos cuenta que compone para ella una canción que no le ofrecerá hasta el último momento, cuando intiman y la artista absorbe su consejo: “Niña …”, la llama al orden con gravedad, como el que dice, “vamos al lío”, y así surge Toda la vida, un día). Silvia se mueve por el mundo y sus sonoridades con naturalidad absoluta, por derecho, tal si acabase de salir de casa. Como una niña que jugase en el patio, en la playa. Allí donde va se empapa de ritmos y melodías nuevas que traslada a su terreno. O compone letras con que vestir lo que ha ido escuchando por ahí. Entre giras propias y colaboraciones ajenas (colabora mucho, versiona mucho también), sus influencias y préstamos resultan cosmopolitas, universales por apegados a la emoción. Ya sea en Calella de Palafrugell (su pueblo, el pueblo donde nació Mediterráneo: no el tema, ¡todo el álbum!), Montevideo o México, encuentra que lo que hace latir el corazón de la gente es en todas partes lo mismo.

El disco, decía, lo estructura en cuatro movimientos (acabarán siendo cinco, no entendí el porqué, aunque se desprenda del nombre de este) que se asocian a otras tantas etapas vitales de las personas: Mov. 1, Infancia (La flor); Mov. 2, Juventud (La inmensidad); Mov. 3, Madurez (Mi jardín); Mov. 4, Vejez (El peso); Mov. 5, Renacimiento. Aporta en cada uno de ellos su cosmovisión: una realidad en fuga, imposible de nombrar, mas no de cantar. Acaso sea esa la única forma que ha encontrado para detener el tiempo.

En Ayuda, delicadísimo movimiento de Mi jardín, se hace acompañar a dúo (y a capella) por Carlos Monfort, quien rasga cual guitarra su violín acompañando a la autora al canto: tan cerca el uno del otro, que al fundirse sus voces en el micrófono trasladan a quien escucha la sensación de compartir una sobremesa feliz: allí donde la comida, el licor y el arte elevan los espíritus de los comensales y este último se despliega en perfecta comunión. Excepto que, en realidad, es un auditorio entero el que no respira, porque comulga. El tema concluye con una lluvia de aplausos, el abrazo fraternal de los intérpretes y cientos de almas que levitan conmovidas.

Emociona hasta el llanto, Salir distinto. Sabia conjunción estelar de voces (en el disco, en el directo la de Cruz es suficiente) que atesora algún que otro haiku (si formalmente no lo es, lo parece); tientos que nos acompañan “desde Japón hasta Turquía, y una siesta en tu huerto de oro y hierro-negro”.

Algunos de ellos —no es preciso que tengan sentido o lógica para que evoquen imágenes, sentimientos, vivencias— encontrarán eco en cualquier persona que no tenga un corcho por corazón. Dicen así:

quiero salir distinto,

yo prefiero el desastre,

 y escucharte sin prejuicios

o, en voz de Diego Carrasco:

Sin sombrero y sin cigarro,

con paciencia y manos recias,

estamos vivos de milagro

Silvia remata esas voces que conducen al éxtasis:

Duele soñar tan profundo

y vivir a la par,

de ciudad a ciudad,

noble de viña y de bar.

Como el buen marinero

Ni arrastrar ni empujar.

De capital a la costa y en los pueblos sin mar.

Claro —me doy cuenta tan pronto lo tecleo—, el texto apenas dice nada una vez escrito. Pero si al escucharlo a uno no se le eriza la piel, es bien posible que su depósito emocional se encuentre bajo mínimos.

Y de nuevo Carrasco, a solicitud de Silvia, en el texto que sigue y ella comparte en anécdota memorable:

“ni a la altura del betún ni básico,

tú eres un clásico”

Consigue esta bellísima mujer —de continuo ha de escuchar cómo le dicen “guapa” otras mujeres desde el patio de butacas; me pregunto por qué los hombres nos cohibimos, pues es seguro que lo pensamos —, de voz prodigiosa y talento infinito, seducir al público; hacer copartícipe a cada garganta de la melodía y el sentimiento que dimana de estas. Consulto dimanar: dicho del agua, proceder o venir de sus manantiales. Manantial. El término se ajusta preciso a la voz de Pérez Cruz. Aunque nombrar sea imposible, aunque dejemos un universo fuera cuando le decimos al manantial, manantial. Y así nos vemos: cantando versos de Ana María Moix que —algunos— ni siquiera sabíamos por quién habían sido escritos. Pero hoy ya es ese mañana que ella pensó. Profecía que se cumple. No hay tanta muerte si no hay tanto olvido, recuerda la artista desde el escenario:

cuando yo muera, mañana, mañana, mañana,

Habrá cesado el miedo de sentir que ya siempre estaré sola

Nos pastorea desde el escenario como a un coro de tímidos gandules. Emplea para ello el cuerpo entero, el remolino incansable de sus brazos hasta hacer de nosotros una sola voz con que llenar el espacio. Nos invita a hacer nuestro el texto de Ana María porque, ay, también habremos de morir algún día.

Pone voz a otros poetas: Fernando Pessoa (“Finge tan completamente [el poeta] que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente”), Idea Vilariño (“Sin arriba, sin abajo, sin principio, sin fin. Sin este, sin oeste, sin lados, ni costados y sin centro…”), William Carlos Williams … Y deja para el final, por consejo de su hija, la nana que cierra el disco y nos habla del Renacimiento.

Cierro el escrito una tarde más tórrida aún que la del pasado sábado. La provoca una nube canadiense llegada de 5000 kilómetros de distancia. Viaja sobre las capas altas de la atmósfera. Merced a los vientos que fluyen por estas, los devastadores incendios que sufren allá se dejan sentir acá. El sol se ve difuminado, llega a ocultarse en un candente ocaso de tonos anaranjados. Desde la administración nos aseguran que la calidad del aire no se ha visto afectada. Sea.

En breve me calzaré las zapatillas y los auriculares para salir a caminar, para tratar de asimilar —todavía conmocionado— las canciones que abrasan mi cabeza desde el sábado pasado.

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