Tatuaje


Una chica entra en el metro. Alta, delgada, rasgos latinos, melena azabache, busto prominente: bella que se sabe bella. “Calza” vaquero negro y botas militares del mismo color;  un top a juego deja el ombligo al aire, permite ver la parte superior de sus pechos. La breve cazadora de piel, también negra, cubre sus brazos y espalda. Tan pronto queda libre el asiento de enfrente, ocupa el lugar. Cuando lo hace, me fijo en sus senos: en la parte superior del canalillo, un tatuaje. Se trata de un texto, tal vez cuatro letras —no sabría precisar; desde luego, no es un dibujo—. Lo percibe. De inmediato, encoge los hombros, cierra el telón, “se acabó la fiesta” parece indicar con el gesto. Me deja pensativo, “porfiar en el intento de lectura sería grosero, pero ¿legítimo?” No parece que esas letras —¿O símbolos? ¿En qué idioma? Desde luego, no es un dibujo— estén ahí para uso personal: no sería capaz de leerlas como no fuera bizqueando, o utilizando un espejo —entonces, habrían de estar escritas al revés—. Dado que son letras —recordemos, no se trata de un dibujo—, ha de ser un mensaje dirigido a otro ser humano con habilidades lectoras, pasajero (o pasajera, el genérico no alcanza) del vagón. Aunque, también es posible, esté concebido para su círculo íntimo (pareja, familia, amigos). De ser así ¿por qué lo exhibe ostentosa?: ubicación, top. O, quizás, no ocurra como pienso y ambos hechos no tengan relación en absoluto: sencillamente, esta mañana ha decidido vestir esa prenda y, cierto día, en el pasado, se tatuó entre las tetas. Claro que todo ocurre a principios de febrero, en Madrid: siete grados de temperatura en el exterior. En todo caso, no podría compartir con vosotros la leyenda —¿SPQR, ANTXON, R.I.P., CERDO, MARA, FUCK YOU?—, de haber sido un dibujo…


El tren me vomita —¿mi merecido de voyeur frustrado?— en CaixaForum Madrid (metro Estación del Arte, frente al Real Jardín Botánico, a un paso del Museo del Prado). El hermoso edificio rehabilitado por el estudio de arquitectura Herzog & De Meuron —central eléctrica en el pasado, es fácil de identificar: luce un vistoso jardín vertical en una pared aledaña. No hay intención de ocultación, por tanto—, ofrece estos días la exposición Tattoo, Arte bajo la piel. Siguiendo un recorrido estructurado, la muestra nos acerca a la evolución de un arte casi tan antiguo como el género humano. Hace milenios que grabamos sobre nuestros cuerpos textos o imágenes. Con distintos significados e intenciones. A lo ancho de todo el planeta hemos querido dejar constancia, visible o no, de los deseos, etnias, pertenencia a determinado grupo o clase social. Y lo hemos querido hacer de forma indeleble sobre la piel. De actividad proscrita, asociada a la marginalidad (yakuza en Japón, maras en El Salvador) ha pasado a demostrar estilo, distinción, sofisticada elegancia personal; donde modelos, autores y escuelas bien diferenciadas, resultan reconocibles por sus simpatizantes. Cuando a finales del siglo XVIII el capitán James Cook llega a las costas australes, se encuentra a una población aborigen cuyos cuerpos están ilustrados de pies a cabeza. Poco tiempo después pasarán a estar prohibidas tales señales de “barbarismo”, propias de tribus atrasadas, aún no bendecidas por la civilización británica. Hoy, los pueblos maoríes reivindican sus tatuajes a modo de orgullo, de pertenencia a una etnia con cultura propia, singular. Exportan, además, a otras partes del mundo imágenes y grafías relativas a su comunidad. Otro tanto ocurre en Filipinas o Japón, donde, en décadas pasadas, los tatuajes ocultos bajo la ropa conferían a sus propietarios un aura de oscura respetabilidad, de comunión con las prácticas del crimen organizado. Llego a prohibirse la entrada a balnearios públicos a los poseedores de esos grabados. En el mundo occidental, la práctica y difusión del tatuaje se circunscribe a marinos y viajeros fascinados por los lugares que visitan, a un aura de exotismo lejano; propio de borracheras, lupanares, vinculado a las apuestas; a demostraciones de virilidad exacerbada y, otra vez, sentido de pertenencia: los marineros de todo el mundo han contribuido a difundir lo que ya es más que moda en Occidente. Salones y escuelas proliferan por las ciudades compitiendo en creatividad y precisión. Hay quienes defienden la ortodoxia y solo practican la modalidad donde se emplean finos punzones de madera, metal o hueso, para llevar las tintas bajo la piel. Otros, se han dejado seducir por la tecnología y se sirven de instrumentos eléctricos o electrónicos. También han sido y son una manera de ganarse la vida. A principios del siglo XX los hombres, pero, sobre todo, las pocas mujeres que enseñaban sus cuerpos enteramente cubiertos de tatuajes, representaban fenómenos circenses que la gente pagaba por contemplar. En ciudades como Nueva York, Londres o Tokio se creaban clubes privados con aroma a sectarismo, donde los miembros se mostraban unos a otros sus “trofeos”. En cualquier ciudad o pueblo medianamente grande, no es extraño disponer de un taller de tatuaje con las últimas referencias. Lo que hace apenas unas décadas era marginal, hoy es tendencia.

Impresionan por su tamaño, por su descriptivo y desnudo blanco y negro, por su fatal determinación, las fotografías de la artista Isabel Muñoz tomadas en las cárceles salvadoreñas a las maras Salvatrucha y Barrio 18. Rostros tatuados hasta el último rincón, pertenecientes a bandas rivales, donde la mirada acerada de uno o los párpados cerrados del otro, se enfrentarían a muerte si se viesen. Son frío testimonio de que el tatuaje y sus consecuencias no son, en ocasiones, ninguna broma. Por seguir con la vía circunspecta, y aunque no formen parte de la exposición, vienen a mi memoria los pequeños puntos con que son tatuados los pacientes de cáncer para delimitar el área donde incidirá la máquina de radioterapia. También, aquellos cinco puntos que acostumbraba a tatuarse el delincuente común en las cárceles españolas durante la década de los ochenta. En el nacimiento de los dedos índice y pulgar, ese tosco motivo venía a decir “muerte a la policía y viva la golfería”. Cuatro puntos que encerraban a otro en su interior: la autoridad cercando al delincuente, las duras paredes del penal con este dentro. Y el tremendo peaje de eliminarlo con abrasiones —no había entonces otra posibilidad—, cuando se elegía el camino de la reinserción. Abundaba el dibujo del ying y el yang, la fina línea que separaba ambos mundos; o la cara de Jesús de Nazaret que, a pesar de la escasa creencia en él, lucían en brazos y espaldas los más osados del barrio por su parecido con Camarón de la Isla.


Por fin, Concha Piquer lo inmortalizo en una de las canciones más bellas escritas por Rafael de León. Vaya en homenaje a su hija, Concha Márquez Piquer, quién también lo interpretó. Falleció en Madrid el dieciocho de octubre pasado.

Así se salía a escena hace unos años: fumando, … y por derecho.


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