¿De veras?


Un hombre anciano —ochenta y cinco años—de posición acomodada, coleccionista de arte y que goza de buena salud, sufre un ictus que lo pone a las puertas de la muerte: paraliza la mitad de su cuerpo y se ve, desde entonces, necesitado de atención y cuidados. Separado de su esposa hace tiempo, es padre de dos hijas adultas con posiciones y vidas establecidas en el centro de París. Tras experimentar una leve mejoría el hombre reflexiona, decide que no quiere seguir viviendo de ese modo: incapacitado, dependiente. Considera que ha tenido una vida plena y se plantea acabar con ella de forma legal e indolora. El conflicto surge más por estas dos premisas que por la oposición de su propia familia, quienes, tras un corto período de incertidumbre y sorpresa, se ponen manos a la obra: deciden colaborar para cumplir la voluntad del padre. En Francia la eutanasia no es legal, de manera que la hija elegida para llevar adelante su deseo —con quien ha mantenido una tensa relación a lo largo de toda su vida, rayana en el desprecio o el maltrato síquico—, se ve obligada a contactar con una asociación suiza para llevar adelante “el trámite”. A pesar de todo, quiere a su progenitor.

Y a eso recuerda toda la narración, a un puro trámite burocrático. Apenas se deja sentir la probable tensión que se daría en el seno de cualquier familia, por acomodada que esta fuese, ante la idea de que uno de ellos decidiera quitarse de en medio. También se nos escatima la razonable disputa interior de la persona al abandonar, aunque sea de manera voluntaria, la única vida que conocemos. La aceptación de la enfermedad y sus consecuencias, pasan como un desagradable contratiempo al que se debe hacer frente y resolver sin contrariar al protagonista. Aunque, tal vez en él sí se perciba una exigua muestra de combate en forma de pataleta infantil, no por el hecho de que su proyecto no vaya tomando forma, sino por los inconvenientes que van surgiendo, y son resueltos. Debe insistirse: en Francia la eutanasia no es legal.

Es entonces cuando conocemos parte de su vida anterior. Un matrimonio fracasado a causa de una homosexualidad encubierta y practicante. Una esposa (encarnada por Charlotte Rampling por la que, ay, pasan los años), escultora de éxito, con quien ha tenido a pesar de las circunstancias, dos maravillosas hijas. En varias ocasiones se mencionará a unos odiados suegros: en principio no sabemos por qué los hace objeto de su odio, después, ya comprendemos. Sabremos, además, de alguno de sus amantes, de su exquisito círculo profesional y amistades en el mundo del arte y el coleccionismo. Incluso, conoceremos al yerno ideal (pareja de la hija que se encarga de llevar a cabo su última voluntad), quien se dedica a idéntica profesión con fortuna, mostrando cariño, empatía y respeto hacia él. Todo demasiado chic. Elegante. Civilizado. Hasta las profesiones de la familia al completo lo son: galerista, escultora, comisario artístico, sanitaria, escritora es la hija encargada de materializar “el asunto” (práctica, de hecho, boxeo, en lo que sugiere un alarde de liberalidad y empoderamiento femeninos). Todo lleva a una conclusión, probablemente precipitada: hasta la muerte ha de ser “una cosa” que se ha de saber abordar con elegancia, sin estridencias: la muerte, la incapacidad, “esa cosa de pobres”, que cuando sobreviene a los ricos aceptamos con charme, sin hacer de ello un drama. Incluso el contacto con la agencia dedicada a la puesta en práctica del desenlace, se sucede a través de una comprensiva, templada y bella magistrada jubilada, que pone su experiencia y su tiempo al servicio de las personas “necesitadas”. Personas que, como nuestro suicida —se le deja claro que habrá de ser él quien sujete y beba del vaso con veneno que le administrarán—, dispongan de veinte mil euros para ser incinerados fuera de Francia, y ser devueltos después en una urna de cristal: “me pregunto cómo harán los pobres”, es toda la inquietud que se plantea nuestro protagonista ante el trance. De hecho, el único conflicto que se vislumbra sucede en la frontera suiza, cuando los conductores de la ambulancia que lo traslada, caen en la cuenta de que viaja para morir. Uno es musulmán, el otro cristiano —“o eso le parece”—, los dos son jóvenes de raza negra; ambos se plantean si sus respectivas religiones les permiten “ayudar” (aun como simples conductores) a morir a otra persona. El musulmán desiste, se da la vuelta en la misma frontera. El cristiano continúa adelante. Ese es el mayor conflicto de toda la cinta: el proyecto ha estado a punto de irse al traste por una asunto burocrático.

La pregunta que surge de modo natural es, ¿yo, qué haría? En todos y cada uno de los roles que se presentan en este relato: el de hija agraviada, pero amante de su padre; el de hija relegada, el de esposa engañada, el de amante todavía, el de hijo político, el de sujeto afectado. ¿Cómo reaccionaría uno ante alguno de esos papeles? ¿Es probable que, en el hipotético caso de verse concernido, todo transcurriese de forma tan aséptica y natural como el director —François Ozon— y sus actrices (mayoría) nos dan a entender? No lo sé, pero cuesta verlo con esa desafección, esa falta absoluta de desapasionamiento.

Lo que sí queda manifiestamente claro, es la estupidez institucional de negar a una persona un derecho (el de disponer de su vida como le plazca si está capacitado para hacerlo y así lo dispone, o ha dispuesto en el pasado, antes de sucumbir a la enfermedad) que puede obtener en un país fronterizo (Bélgica, Suiza), siempre que se disponga del dinero para hacerlo. En España, desde hace algunos meses, por expreso deseo del afectado y con ayuda médica, se puede. Gratis. Valorémoslo.

Excelentes las interpretaciones de Sophie Marceau (bellísima), Geraldine Pailhas y André Dussollier en los papeles de hijas y padre respectivos.

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