Quo Vadis, Aida? Relato de la vergüenza.

¿Cómo puede una profesora enseñar para la paz a los hijos de los asesinos de su familia? Después de varios años de barbarie lo único que le queda de su marido e hijos es una bolsa con fotografías y recuerdos: también le han arrebatado su hogar. En Srebrenica el ejército serbio perpetró la mayor matanza de civiles en suelo europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En un proceso de limpieza étnica, se asesinó a ocho mil trescientas personas bajo la mirada impotente de las fuerzas de la ONU, entonces al mando del ejército holandés. Los hombres del general Mladic tomaron la ciudad y, a continuación, irrumpieron en las instalaciones de una fábrica abandonada —sede de las fuerzas de los cascos azules— bajo coacción y amenazas, obligando a la población a salir, subirse en autobuses separando a hombres de mujeres, para ser asesinados más tarde.

Pero, aunque este sea el brutal desenlace, no es lo que muestra la proyección. En ella vemos a Aida, una profesora del pueblo que domina la lengua inglesa, ejerciendo de intérprete para las fuerzas de protección. Desde la primera escena, una tensa entrevista entre el representante de la población asediada y el general encargado de protegerla, se pone de manifiesto la inutilidad de dichas fuerzas ante el avance de los serbios. Aquellos están determinados no solo a tomar la plaza, sino a acabar con sus habitantes. La entrada en la ciudad y la masacre posterior se desarrollan con el aire arrogante de quien se sabe intocable, de que toda reacción del mando internacional o la OTAN, trae sin cuidado a esas fuerzas invasoras, saltándose cualquier ultimátum de bombardeo aéreo o represión militar aliada.

En medio, los civiles: pobres, asediados, indefensos, hambrientos, impotentes y confiados en una protección que no se les brindó; a pesar de estar empeñada la palabra del Alto Representante de la UE para la Política Exterior y de Seguridad Común: el español, Javier Solana. En medio también, los militares: las fuerzas del ejército encargadas de la seguridad fueron ninguneadas, humilladas al no encontrar apoyo en los mandos aliados: todos estaban de vacaciones —los hechos ocurrieron durante el mes de julio del año 1995—, ilocalizables, o mirando hacia otro lado.


Aida, nombre de la intérprete de aquella brutalidad ficcionada, trata de sacar adelante su trabajo: ayudar a los holandeses para que presten ayuda a su pueblo frente a la tensión creciente que supone el avance del ejército serbio bosnio. Tanquetas, blindados y fuerzas de infantería fuertemente armadas, ante una masa de desharrapados que esperan por miles ante las alambradas de una factoría abandonada. Protegida por una endeble baliza de madera pintada en “disuasorio” rojiblanco; por unos niños-soldado en traje veraniego de campaña: pantalón corto y camisa de camuflaje, casco azul. Solo parecen necesitar crema de protección solar frente a unos serbios que se revelan feroces, expertos criminales después de cuatro años de guerra. En mitad de la contienda, desbordado por los acontecimientos, la demanda desesperada de ayuda del general aliado: solicita de sus superiores una fuerza de castigo, la ejecución de un ultimátum que detenga la tragedia. No lo consigue.


En un instante, queda claro que no se producirá ataque alguno. Comienza entonces la lucha desesperada de Aida por tratar de poner a salvo a los suyos. Superar el amargo conflicto interno que provoca tratar de favorecer a su familia; salvarlos de una muerte que se prevé inminente, a las puertas de una nave convertida en espacio dantesco. Los minutos pasan. Los autobuses atestados de civiles parten. Su mirada se cruza con la de los conductores: resignación. Los jóvenes del ejército serbio la reconocen: “profesora, salude a sus hijos". Terror ante lo que se avecina. Un lugar donde esconderse, donde proteger a los suyos. No existe. Los invasores acceden al interior. Registran a la población. La separan por sexos. La humillan. Los militares no hacen nada, nada pueden, salvo organizar la evacuación de sus tropas. Un baile de listas, acreditaciones, espacio. Se suceden los ruegos de la intérprete, la negociación, el intento de canje, la humillación. La despedida cruel, despiadada, inevitable.

Pasan los años, la guerra ha concluido. En su vivienda habitan la esposa y el niño del militar que irrumpió en la factoría. La mujer le ofrece café, algo de tarta; sentada a su propia mesa, a sus sillas, lo rechaza cortés. Solo se llevará la bolsa acordada, la que contiene sus efectos personales. En la escuela donde ha reanudado su trabajo los niños actúan para sus padres: se desarrolla el festival de fin de curso. Todos sonríen, Aida intenta una mueca. Horas más tarde, visita a la morgue: mujeres que caminan delante de los huesos de los cadáveres que las fosas comunes no dejan de vomitar. De pronto, allí están las ropas de los suyos, su calzado, sus restos. Rompe a llorar ante el silencio de las demás, que siguen caminando, buscando.

En aquel momento ni Ratko Mladic ni Radovan Karadzic, responsables del genocidio, han sido hallados aún, conducidos ante la justicia. Se ocultan en Belgrado, bajo la anuencia del gobierno serbio.

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