Palmeras de Brindisi



Brindisi. Cuando se pronuncia la imaginación se colma evocando lecturas febriles, sarampión y cuarto infantil con olor a sudor y convalecencia; a Grandes Novelas Ilustradas, a puerto al que amarraban barcos atestados de gloriosos luchadores por la fe donde, en la algarabía de sus muelles, sería usual escuchar voces normandas, longobardas, catalanas, aragonesas o castellanas. Al otro lado de los embarcaderos, donde la bahía en forma de cornamenta de ciervo se estrecha hacia el mar, aguardarían los sarracenos. Los enemigos del Dios de Occidente. Una vez a bordo de aquellas naves no habría vuelta atrás: al otro lado de esas aguas esperaría la muerte para la mayoría de aquellos hombres, la gloria para unos pocos, que habrían de encontrarla andando el tiempo, en la siguiente Cruzada.

Unos siglos antes, la Vía Apia: partiendo de Roma llegaba hasta el pie de esta misma costa tras recorrer media Italia. Hoy todavía hunde su escalinata en el agua —al otro lado del Lungomare, (ampulosa denominación de paseo marítimo en este país), Regina Margheritta—, vestigio mudo de su esplendor pasado. Sentado en sus escalones, ante la silueta anaranjada del castillo aragonés que guarda el acceso a la ensenada, es fácil hacerse idea de la importancia que tuvo este puerto en la antigüedad: ruta natural hacia Grecia, Anatolia, Oriente Medio, Egipto o Cartago. También de su valor estratégico para someter a sus fundadores (cretenses), a los esclavos sublevados (Espartaco el tracio); a quienes disputasen al imperio el control del Mediterráneo. Ahora, sus atestados pantalanes y fondeaderos encauzan millones de toneladas de bienes de consumo que llegan o parten de aquí. Los ferris repletos de pasajeros y camiones de mercancías surcan el Adriático, salen al Egeo o atraviesan el mar Jónico. Brindisi es un activo muelle donde la fe se compra en euros, dólares, o yuanes. Durante dos siglos y nueve cruzadas los barcos llenaron sus bodegas de guerreros, hoy desplazan contenedores sobre las cubiertas, hidrocarburos y graneles en sus colosales panzas, turistas ávidos de sol.

 

En lo alto de la escalera que conduce al mar, un vecino indica la casa del poeta Virgilio a mi espalda, tal si el autor de La Eneida acabara de cerrarla anteayer; me anima a visitar el Museo Arqueológico Provincial de Brindisi —«qui accanto»—, en la plaza del Duomo. Se aprecia en el hombre un vivo deseo por compartir con el curioso el orgullo de pertenecer a una ciudad que fue legendaria. El museo, bien dispuesto, mejor dotado y, gratuito, atesora una enorme colección de estatuaria en bronce, piedra o mármol de orígenes griego y romano; todo tipo de ánforas, envases de vidrio, barro y terracota con magníficas decoraciones —las mismas que provocaban, ay, sonoros bostezos durante las oscuras proyecciones de diapositivas en las clases de Historia del Arte del lejano bachillerato: aparecen de nuevo ante nosotros en todo su esplendor, vivas. Entonces no sabíamos qué era un sátiro o nos importaba un bledo Dioniso. Hoy nos fascina la imagen del dios haciendo una libación ante una ménade mientras el sátiro orina, displicente, a su espalda. Es el tiempo, que pasa, logrando que las cosas encajen, cobrando el sentido que, tal vez, tenían cuando se concibieron hace más de dos milenios—. Y aunque todos estos museos de la Hélade —sur de Italia y Sicilia: Grecia fuera de Grecia—, parezcan mostrar las mismas cosas, en cada uno encontramos, al menos, una pieza fascinante. En este, una humilde palmatoria de barro rojo cocido, rota en un lado del cuello. En relieve, sobre el pocillo donde se vierte el aceite que la alimenta, una pareja hace el amor sobre un triclinio. La mujer ofrece al hombre las nalgas mientras apoya los codos sobre un cojín; el varón afirma su brazo derecho sobre el asiento para tomar impulso, al tiempo que se sujeta con el otro a su cintura. Se advierten a la perfección un pecho y el recogido de ella sobre la cabeza. Se intuyen los jadeos del acto amoroso, el movimiento de senos y caderas, las sombras animadas que la débil lámpara proyectaría en las paredes de la estancia; se adivina la mano precisa del alfarero que moldeó esa miniatura perfecta : insuflando la expresión más dulce de la vida a un objeto de uso común. Y después, Gorgonas de terracota con expresiones terribles en su rostro, formidables estatuas en bronce de los dioses más insignes; bellísimos mosaicos representando cacerías mitológicas, cientos de ánforas de vino o aceite en la proa de galeras romanas; célebres bustos con la nariz rota (al impedir que respirasen, sus representados se extinguían para siempre, incluso una vez muertos). Capiteles, monedas, jarras, cascos, espadas, armaduras… Si algo me ofreciesen, escogería sin dudar la palmatoria.

El capitel original de una de las columnas que aún hoy flanquean el extremo de la Vía Apia —milagrosamente intacto tras los bombardeos de la Primera Guerra Mundial— se encuentra en el palacio Granafei Nervegna, sede de la oficina de turismo. Su patio renacentista, repleto de macetas y refrescantes plantas trepadoras, guarda un delicado jardín donde ponerse a salvo del rigor veraniego. En sus salas, planos del Golfo de Tarento bajo el dominio de los conquistadores que pasaron por esta tierra a lo largo de su Historia. En uno, sorprende la orientación invertida del tacón de la bota italiana: hubo un tiempo en que la capital del mundo era Roma, y todo se veía desde su óptica. Frente al palacio, sobre los restos de la antigua metrópoli romana, un arco se tiene en pie. Un grupo de chavales juega al fútbol y ata el perro a la bicicleta de uno de ellos que hace de portería. Justo todo aquello que prohíbe un cartel en la base de la ruina. Imagino a los niños de la antigua Brundisium haciendo otro tanto, aunque vestidos con túnica o faldellín. El nuevo teatro Verdi, un prodigio de arquitectura vanguardista al otro lado de la plaza, ha querido acoger en el subsuelo las ruinas de la antigua ciudad romana. Si se tiene interés —y dinero—, se pueden recorrer desde una pasarela en el interior del teatro. Si solo se tiene interés es posible asomarse desde la calle, a través de los ventanales que la mole teatral ha dispuesto en la planta baja. Supone una forma original de conservación, pues todo el edificio está sustentado sobre pilotes que se elevan sobre las ruinas, respetándolas: lo fácil hubiera sido soterrarlas o llevárselas a otro lado. En otro flanco de la misma plaza, dos placas en mármol recuerdan otros aspectos de la idiosincrasia de la ciudad: en una de ellas se homenajea a los carabinieri—Alberto de Falco y Antonio Sottile — muertos en acto de servicio para la Guardia Nazionale de Finanza, polizia antidroga, muy presente en esta parte del Adriático, Calabria, y la bahía de Nápoles. En la otra rinden tributo al vecino, Antonio Vincenzo Gigante, partisano caído en la cárcel de Trieste y torturado hasta la muerte (1944).

Desde la pared opuesta a una fachada desconchada color terracota, a través de una contraventana de lama veneciana, escapan las notas de un piano. Repiten la melodía principal de la película, El golpe. No puede decirse que el intérprete lo haga mejor en cada ocasión, pero tampoco tan mal como para resultar tedioso. Ocurre a primera hora de la tarde, cuando la ciudad se despereza de la siesta a que obliga el calor insoportable del Ferragosto. Tal vez por eso uno se «siente» con el ejecutante —en la escalinata de la iglesia de Santa Lucia—, «observe» la partitura por encima de su hombro, y «persevere» con él o ella en sus ejercicios: por su tenacidad insobornable frente al sopor de la canícula. O quizá, porque vive también en esa música y se siente, de pronto, transportado a otro mundo: uno en el que dos pícaros llevan a cabo un timo en un tren durante la Gran Depresión norteamericana. Pero el poder evocador de la armonía se trunca de forma abrupta cuando una motocicleta viene petardeando calle abajo. Largos segundos después, el pianista continúa a lo suyo. La moto se pierde en la distancia y el viajero se adentra en el frescor de la capilla a su espalda; allí, cuatro ancianas y una joven bisbisean rogativas. Molestas, se vuelven desde sus reclinatorios hacia la sombra que proyecta en el pasillo que conduce al altar. Interrumpen su oración invitándolo a volver, cohibido, sobre sus pasos. Al salir, las notas del instrumento se mezclan con el zureo de un palomo que persigue a una hembra sobre el alfeizar de la ventana. El cielo comienza a llenarse de vencejos estridentes a medida que el caldo va remitiendo. Sonidos de una ciudad antigua, donde todo ha pasado ya varias veces.


Deambular por sus calles ofrece contrastes variopintos. En una coqueta plazuela, junto a la fachada opuesta al teatro, las mesas están dispuestas ya a media tarde para las cenas turísticas —manteles de algodón blanco, candelas aromáticas en el interior de grandes cubos de cristal, vajillas coloridas, cubiertos brillantes—; al lado, un grupo de jóvenes ha montado un pequeño tenderete que cubre con la bandera arcoíris. Exigen lo mismo que Aretha Franklin en otro tiempo, en otro contexto: Respect. Protestan por los derechos de la comunidad LGTBI+ Dan ganas de sumarse, de advertir que en España, envidiado referente de libertad para este colectivo a nivel mundial, acaban de asesinar en plena calle al joven de veintitrés años Samuel Luiz por su orientación sexual. Uno se pregunta qué no ocurrirá al otro lado de este mar si esto pasa en la “civilizada” Europa. Bajo la copa de un enorme ficus se llena de umbría una plaza próxima, el rumor de una pequeña fuente atrapa al ocioso: sobre un mármol blanco se lee Piazzeta della Zecca (Brindisi también acuñó moneda);  pegada a esta, otra con unos versos del poeta Konstantin Kavafis, 1903. Contrastes de un lugar donde el tiempo fluye arrastrándolo todo a su paso. Ya al atardecer, de regreso al alojamiento por el paseo que se prolonga hacia el interior de la bahía, el anaranjado disco solar recorta la silueta del Monumento al Marinaio d’Italia, de marcado corte fascista, fue Benito Mussolini quién encargo su erección, y a fe que lo consiguió: espanto en piedra al otro lado de la ensenada. En esta, diferentes navíos de guerra en estado de pública descomposición permanecen atracados (o varados) a los pies del imponente castillo Svevo, que alberga decrépitas instalaciones militares de la Armada Italiana. Continuando con el paseo (y la pública descomposición), se halla el edificio donde el ayuntamiento de la ciudad acoge a las riadas de inmigrantes subsaharianos que arriban a sus costas. La primera muestra de su presencia se manifiesta centenares de metros antes. En el patio ajardinado del edificio que han dispuesto para ellos, las parrillas de carbón humean con trozos de carne de pollo o algún tipo de res de segunda clase. Próximos a las barbacoas se esparcen colchones y tiendas de campaña donde descansan hombres jóvenes de raza negra que, en el mejor de los casos, trabajarán como temporeros en los campos de Apulia. La temperatura a última hora de la tarde ronda los cuarenta grados, de ahí que prefieran pasar la noche “a la fresca”, en el patio, y no en el interior del edificio.



En las confluencias de Corso Umberto I, Roma y Garibaldi un discreto jardincito a la sombra de dos magnolios; la escultura en bronce del emperador Cesar Augusto apunta con el índice de su mano diestra hacia la Ciudad Eterna. No hay pérdida, bastaría seguir la Vía Apia situándose entre las columnas que él mismo encargó levantar, aunque hoy sobre la Vía discurran las autopistas. Si se apease del pedestal su altura sería más bien convencional, en contraste con el poder inmenso que ejerció: uno esperaría de César una estatua desmesurada, en cambio, es la presencia de su imponente escala humana la que nos hace enmudecer. Buscando la brisa marina entre las plantas que flanquean Corso Garibaldi, tal vez lo más sensato sea resguardarse bajo el toldo del café Continental, tomar un expresso acompañado de un vasito de agua helada. El calor todavía aprieta y, por desdicha, la calle ofrece las mismas tentaciones que todas las vías comerciales de Occidente: lujo y consumo desde rótulos universales. De manera que aguardo al viejo camarero de impoluta chaquetilla blanca y, al café, decido sumar un helado. Cuando pregunta el sabor contesto sin dudar : “gelato al limon, per favore”, sin tomar nota del encargo responde de inmediato, “pronto, signore”, y se establece con la mirada una nota de complicidad entre los dos. Tal vez sea el destino o la casualidad, pero el viento que agita las palmeras arrastra consigo el viejo tema de Paolo Conte, invitando a la indolencia ante otro agosto que se arrastra:

Un gelato al limon/Gelato al limon/Gelato al limon/Spofondati in fondo a una città/Un gelato al limon/È vero limon./Ti piace?”

Comentarios