It must be heaven, ¿genialidad o patochada?

Me asomo a las imágenes de este director palestino con curiosidad para terminar en la estupefacción. No sé nada de su trabajo, mi mirada está limpia y el crédito a su propuesta, intacto. Desde la primera escena —una procesión de devotos ortodoxos trata de abrir un sepulcro apelando a Dios; este, encarnado en dos borrachos desde el interior, lo impide. ¿Monty Python?—, uno se prepara ya para asistir a algo “singular”. Poco después el realizador, guionista y actor, Elia Suleiman, comienza a mostrarnos su rostro e intenciones en una sucesión de historias en las que no pronuncia palabra alguna, solo escucha. Despliega una limitada gestualidad en la que trata de mostrar curiosidad, sorpresa, fascinación, irritación, desaliento, etcétera en una cascada de situaciones más surreales cada vez. Inicialmente se desarrollan en la ciudad de Nazaret, donde habita. Más tarde en las metrópolis de París y Nueva York, adonde acude para intentar producir la historia que estamos viendo en pantalla.

En su lugar de origen, pasea y escucha a sus vecinos (en general, tan parcos en palabras como él mismo); intenta sorprenderse con situaciones pretendidamente hilarantes que no terminan por llegar a este espectador (tampoco a los otros treinta que me acompañan en la sala. Aunque, sería más preciso decir “las”: dos terceras partes del aforo son mujeres. No se escucha una sola risa en dos horas de proyección). Persecuciones, extrañas amenazas, pequeños latrocinios… todo desde la “cara de acelga” de su actor y director: tal que un José Sacristán en sus inicios, pero sin diálogos.

Más tarde toma un avión y se planta en un París extrañamente deshabitado donde pulula por cafés y bulevares (también productoras) tratando de financiar su proyecto. Ha de ser catorce de julio, pues se hace rara esa ciudad vacía de personas: en céntricas calles y parques se suceden gags propios del cines mudo (robo de sillas, carreras, mendigos atendidos por unos servicios sociales dispendiosos), pero con tecnología del siglo XXI. Quizás lo más atractivo sean las secuencias de bellas modelos evanescentes caminando por La ciudad de la luz, ajenas a ese voyeur oriental que las observa fascinado.

A continuación hace algo similar en Nueva York. Aunque en esta ocasión le resulte más difícil despoblar vías y jardines para llevar a cabo sus “tropelías” visuales. Sigue contándonos anécdotas inverosímiles desde un absoluto mutismo, en escenarios de lujo y desde entornos privilegiados. Incluso cuenta en uno de los fragmentos con la participación de la estrella mexicana, Gael García Bernal.

Me resulta del todo imposible dejar de pensar, a lo largo de todo el metraje, que detrás de esas imágenes hay operadores de cámara, iluminadores, maquilladores, montadores, foquistas, microfonistas y, finalmente, ¡productores! Todo un presupuesto al servicio de esta extraña idea. Se ha detenido el tráfico en grandes urbes (no en Nazaret, allí todo transcurre en el interior de una vivienda, algunos jardines, un par de cafés); se han hecho tomas de carros de combate atravesando avenidas parisinas; se ha implicado a algunos transeúntes, actores (pocos) al servicio de un pretendido film reivindicativo de Palestina como nación. Dinero y recursos, en fin, para contar una historia que, es seguro, encantará a los críticos más despiertos. No en vano ha sido mencionada o premiada en diversos festivales europeos. A este espectador le deja perplejo.

Lo mejor, su banda sonora: Nina Simone, Leonard Cohen, Philip Glass, y un grupo de autores de origen palestino u oriental que interpretan temas magníficos y desconozco por completo.

 

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