El teléfono del viento
“Todo el campo brillaba, refulgía a la luz de los rayos del sol”, rememora el padre de uno de los personajes de El teléfono del viento. Se refiere al entorno de su pueblo, próximo a la central nuclear de Fukushima, algunos días después de que el maremoto arrasará la costa de la localidad japonesa.
Todo en esta película evoca una gran tragedia personal, la
de una joven —Haruki, “primavera fragante”, es el significado de su nombre— que
ha perdido a sus padres y hermano durante la catástrofe. Nunca se hallaron sus
cuerpos. El lugar donde una vez estuvo su casa, es ahora un solar donde solo
queda en pie la base de los tabiques que dividían las estancias. Ha tenido que
trasladarse a Hiroshima para vivir con su tía materna. Cuando esta enferma de
manera repentina, decide iniciar un viaje físico y emocional que la conducirá
por distintas localidades, a lo largo de mil kilómetros, hasta llegar a su
hogar. Entonces intenta llevar a cabo el duelo, pero solamente encuentra escombros,
silencio y rabia: nada ni nadie responde a su grito, “¿por qué me habéis dejado sola?” Una vez en
la estación de tren, decidida a emprender el camino de regreso, toma contacto
con un chaval que se dirige a la playa. “Allí” —le dice este—, “hay un sitio
llamado El teléfono del viento”. Se trata de una cabina telefónica
ubicada en mitad de un jardín sobre una colina, aunque no conectada a la red. Al
sitio acuden aquellos que han sufrido una pérdida para tratar de hablar con sus
seres queridos, expresar aquello que quedó sin decir antes de la partida
definitiva. El padre del chico ha muerto en accidente de tráfico hace algunos
meses. Los dos, una vez descienden del tren, se dirigen a esa colina guiados
por una aplicación en el móvil. Parece absurdo que, pudiendo hablar desde ese
aparato, necesiten el amparo de la estructura, de un lugar específico donde
vaciar sus corazones.
Durante la proyección escuchamos a menudo la palabra “arigato”, gracias en japonés. Me permito reseñarlo porque no es esta una película de palabras, sino de silencios; de imágenes que intentan llegar al dolor profundo que sienten estas personas, para trasladarlo al espectador. De algún modo, ese agradecimiento reiterado que Haruki mantiene con aquellos que encuentra en esa suerte de Odisea, la llevan a comprender que ha de felicitarse por seguir viva. Le trasladan el deber de buscar un hueco para la esperanza, a pesar de estar quebrada por el dolor. En el trayecto hallará diferentes personas que le prestarán ayuda sin conocerla en absoluto; por el hecho simple de saberla desvalida y frágil, vestida aún con el uniforme escolar con que abandonó su casa actual.
Un hombre maduro, separado y con un pasado alcohólico que
cuida de su madre anciana. Una pareja joven que espera, enamorada, un bebé. Un
ingeniero, antiguo empleado en la central eléctrica de Fukushima, que ha
perdido igualmente a su familia. Una familia de refugiados kurdos a quienes
busca el anterior durante meses para expresarles su gratitud, tras ser
socorrido por uno de sus miembros durante la desgracia. El chico al que encuentra
en la estación de tren y la conduce hasta la cabina. Salvo en un grupo de pequeños
delincuentes —también el bosque oculta lobos—, en todos encontrará compasión;
apoyo desinteresado, solidaridad, afecto.
Una escena, ya hacia el final, la situará frente a la madre
de la amiga con quién compartió los instantes previos a la catástrofe. Entonces
iban de la mano y aquella se soltó. La perdió entre el gentío que huía. Ahora, frente
a su mamá, se siente culpable por haber sobrevivido. En cambio, esta, reconfortada
al reconocerla, considera que su hija vive todavía en Haru. “Gracias,
gracias por haberle dado la mano”, le dice mientras la abraza o aleja de sí,
sorprendida por lo mucho que ha crecido.
Historia necesaria, dolorosa, emotiva. Una road movie del alma. Testimonio del milagro que supone llevar aire a los pulmones quince veces cada minuto; comida al estómago a lo largo del día. “Come. Si estas viva has de comer”, le recuerda el hombre que atiende a la anciana. Durante el relato se come, todo el tiempo se come.
En el debe, el ritmo tedioso del cine asiático. Se me hace imposible
desconectar en varias ocasiones, salir de la historia que me cuentan, pensar en
otros quehaceres. Eso no ayuda al relato. Pero, tal vez sea yo.
Los títulos de crédito nos informan de que, tras el siniestro,
han acudido a la cabina treinta mil personas. En cambio, la investigación
posterior subraya que tan solo dos personas murieron por efecto directo del accidente.
Los informes señalan que hubo dos mil muertes prematuras —la mayoría entre
personas ancianas—, a consecuencia de las evacuaciones, causantes de la
ansiedad sufrida.
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