Desafío


¡Desafío!
Cuando Ulises Calvo lo decía, mientras permanecías de rodillas en el suelo, apuntando concentrado a la canica de otro chaval, ya podías darte por jodido. ¿Qué hacer? ¿Cómo responder? Todos tenemos alguna virtud, que a menudo nos lleva toda la vida descubrir, pero Ulises la conocía ya antes de los diez años. Ulises tenía puntería; puntería y precisión. Porque ambas eran necesarias para jugar a las canicas: no es lo mismo dar Primeras o Pie, que Matúteles o lanzar a Güa. Cuando disparabas para Primeras o para Pie había que atenuar, de modo que la canica quedase lo suficientemente cerca como para lanzar el siguiente golpe – si era para Pie, este debía de coger entre tu bola y la del otro jugador-. Por fin Matúteles, ya no importaba, este era un golpe más bien de humillación, se trataba de decirle al contrario ¡Te vas a tomar por culo con tu canica roñosa (que en unos segundos estará en mi bolsa)! para después lanzar, templando de nuevo, a Güa, lo que significaba una especie de ronda triunfal por Los Campos Eliseos del mundo  de las canicas. Luego solo quedaba recoger, soberbio, la bola de manos del otro tío.
De modo que cuando Ulises Calvo soltó: ¡Desafío!, con su característica voz nasal fallé Matúteles.
-          Joder Ulises, avisa tío, acabo de fallar por tu culpa – dije yo visiblemente irritado, aunque en realidad había fallado por mi mala puntería. ¡No había más hostias! Los tres lo sabíamos: Julián, Ulises y yo.
-          Desafío – se limitó a repetir lacónico y gangoso desde el fondo de su nariz.
Porque Ulises Calvo tendría puntería pero también tenía mocos. En realidad tenía más mocos que puntería. Siempre tenía mocos, independientemente de la estación del año o del clima, él sorbía ruidosamente aquella masa gelatinosa y verde que permanecía colgando entre el interior y el exterior de su nariz como la baba  de un buldog, haciendo un ruido gutural, sordo, que enviaba los mocos directamente a su estómago. ¡Jamás le vi sonarse! Si acaso alguna vez, profundamente concentrado en promediar la distancia entre una canica y otra, y llevado por una necesidad más práctica para el juego que higiénica, se recogía aquella masa colgante  con la manga del jersey; después se arrodillaba con seguridad, colocaba su bola entre los dedos índice y pulgar haciendo cuna, y disparaba un tremendo cañonazo desde tres metros que mandaba la otra bola a la mierda, sin remedio. Acto seguido se sorbía  la nariz como al principio – esta, invariablemente, comenzaba a manar de nuevo- apuntalando con ese gesto su certero golpe.
¡Ulises!
Hoy me parece un nombre hermoso, lleno de reminiscencias, evocador, misterioso y romántico... ¡Tal vez sean las lecturas! En cualquier caso, debo reconocer que entonces me parecía todo lo contrario, pensaba: ¡Qué nombre más rácano! es un nombre de los que ya no hay, ¿De dónde lo sacarían sus padres?
Huele a alcanfor, recuerda a los gitanos. ¡Sí! Me irritaba hasta su nombre. Su imagen acechante  paseándose por el patio en busca de alguna víctima, su aspecto desaliñado y sucio, su desdén por todo lo que no fueran las bolas o las chapas, lo convertían en un ser huraño, desplazado, temible...
A pesar de lo cual, Ulises tenía cierto atractivo físico. El pelo le caía lacio sobre los hombros y, aunque siempre lo llevaba sucio, era motivo de envidia, pues en el colegio todos llevábamos el pelo al uno: por los piojos. Sobre él se contaba una extraña  leyenda, había amenazado de muerte al peluquero si osaba cortarle un solo pelo de su cabeza, de modo que permanecía así, en tierra de nadie, indisciplinado, pero con pelo. Sus ojos eran de un verde profundo, literalmente profundo, pues estaban engastados en dos cuencas hundidas y sombrías, acentuadas aún más por unos pómulos afilados, duros. La nariz manante era grande y angulosa, coronando una boca de labios gruesos y bien perfilados, delicados, con una incipiente mancha de bigote sobre ellos. Su cuerpo fibroso y enjuto, las manos delgadas y el andar cadencioso, armonizaban el conjunto. ¡Pena de mocos!
Uno no podía negarse a aceptar un reto en el colegio, del tipo que fuese: sería un símbolo de debilidad. Teníamos una manera confusa y práctica de entender la virilidad, además no había otra –aquel era un colegio masculino, y de curas- si mostrabas flojera estabas jodido, si te enfrentabas a alguien más fuerte lo estabas también, pero de alguna manera salías fortalecido, incluso en la derrota: lo inconcebible sería no asumir el reto. Eso te colocaría en una situación sospechosa, de extraña indiferencia ante la adversidad –en realidad el presente de todos nosotros era adverso, teníamos derecho a estar irritados, desafiantes o en guardia, pero nunca indiferentes- aceptar tu destino hubiera sido idiota: lejos de tu casa, de tus padres y amigos, enjaulado por voluntad ajena. ¡Que coño, teníamos derecho a comportarnos como animales!
Mi bola quedó absolutamente expuesta y a merced  de la de Julián Vaquero, pude percibir el brillo de sus ojos, su malicia, su codicia ambicionando mi canica de nacarado hueso brillante; de pie, miró a Ulises en un gesto claro de “tú serás el siguiente, capullo”, después me miró a mi, y por último se arrodillo y se concentró en el tiro. De nuevo Matúteles, con el Güa a dos palmos, ¡Estaba hecho! Julián Vaquero tomaba potencia contra el pulgar y arrastraba el índice al disparar, de ahí que tuviera las uñas llenas de padrastros y completamente rotas. Apoyó su mano derecha en la tierra y con la izquierda lanzó un tremendo cañonazo innecesario, lleno de rabia y mala baba, al tiempo que Ulises volvía a sorber sonoramente aquellas velas características. Falló. Incomprensiblemente falló. Ni yo me lo podía creer. Lo cierto es que su bola se fue cinco metros más allá sin siquiera rozar la mía. Se incorporó ciego de ira y miro a Ulises desafiante quien, se limitó a erguirse y subir lentamente los pantalones frente a Julián. Este ni siquiera recogió su bola, humillado, la dio por perdida y, tras farfullar alguna torpeza para sí, se largo dando la espalda.
¡Que felicidad! No solo no perdía mi bola, sino que ganaba otra de cristal que nunca venía mal. En dos zancadas llegué hasta ella y en otras dos volví hasta el terreno de juego aún borracho de alegría cuando reparé de nuevo en Ulises. ¿Qué hacia allí? ¿Qué esperaba? Enseguida comprendí: hay una fina línea entre la felicidad y la desgracia ¡Nunca se es del todo feliz, del todo desgraciado! Ulises, esperaba su turno.
-          Desafío, ¿recuerdas? – repitió de nuevo, devolviéndome bruscamente a la realidad.
-          Si, claro – respondí incómodo, buscando acomodar mis sentimientos a la nueva situación - ¿cómo será?
-          Tres de cristal por la tuya de hueso, ¿hace? –
Temblé de miedo. Las canicas de hueso acababan de salir. Solo los niños que habíamos tenido visita el fin de semana teníamos alguna, ya que todos, sin excepción, le habíamos pedido lo mismo a nuestros familiares: una brillante, sólida y veteada bola de hueso nacarado. Ulises nunca tenía visitas, nadie sabía por qué. Especulábamos con la posibilidad de que fuese huérfano o con que sus padres, dado que era un tremendo cochino, prefirieran no ir a verlo ni recuperárselo jamás a los curas.
-          Cuatro de cristal – intenté negociar mezquinamente, aunque lo que realmente me hubiera gustado sería no apostar la de hueso
-          Venga que sean cinco – terció Ulises perdonándome la vida.
Mientras lanzábamos nuestras bolas cerca del agujero de Güa para saber quien salía, ya sabía con certeza que la perdería. Dos golpes de suerte en la misma tarde, era imposible. La partida – el desafío- se desarrolló con una precisión matemática, incluso con público. Alguien había gritado en el patio: ¡Ulises está jugando! ¡Ulises está jugando!, era un espectáculo así que nadie se lo perdía. Tras unas Primeras delicadas, con temple, siguió un Pie preciso ¡Aritmético!, el pie le cabía exacto en la distancia que mediaba entre mi bola y la suya. Matúteles fue perfecto: un golpe duro, en el centro de la bola que la envió bien lejos, pero ¿cómo decirlo? Sin saña, profesional – “lo hago porque tengo que hacerlo, pero no me gusta”-. El camino del Güa fue un camino de rosas, dos tiros y cesta. Había perdido mi hermosa canica de hueso, solo había estado conmigo tres días. Aún hoy puedo sentir su calor en mi mano, su tacto, veo su color blanquecino, veteado de miel, y me invade una extraña nostalgia.
Ulises fue elegante entonces. Después de sorber los mocos, lógicamente, no corrió con avidez  a recoger su bola del suelo. Espero a que fuese yo quien la recogiese, dándome tiempo a rendirle un pequeño duelo y, plantado sobre el Güa, extendió con calma su mano para que se la entregase despacio. Era consciente de mi dolor. De alguna manera se que me compadecía. A nuestro alrededor sonó un murmullo grave en el momento de la entrega, cualquiera se pondría en  mi lugar, era de hueso.
Sábado, 28 de abril de 2006, 21:30 Hotel Reina Sofía. Recinto ferial Juan Carlos I. Madrid. XXVI Congreso de Mutuas y Franquicias de Seguros.
Tras tomar un baño prolongado y reparador, con sales, aceite, y masaje en la habitación incluidos –cortesía de un cinco estrellas, of course, solo jodería después de dejarme la piel con estos mierdas de El Ocaso- bajo al bar del hotel a tomar un par de copas para acabar de relajarme, como cada vez que tengo una cita. Siempre me ocurre igual. Me pongo supernervioso y no consigo disfrutar hasta que estoy de nuevo en el cuarto, un poco colocado, claro. Visto  traje negro con raya diplomática y camisa blanca de cuello duro, sin corbata, ni gemelos, ni reloj, ni anillo, ni perfume... nada. Todo Dolce & Gabbana, estilo casual, zapatos de Prada - unos mocasines negros para llevar sin calcetín, ligeros que te cagas, que acabo de estrenar y me han costado la friolera de 460 €. Se deslizan susurrantes sobre la moqueta que conduce a la barra y te hacen sentir alguien realmente especial-..
Aún antes de haberte acomodado en el taburete, el camarero de impoluta chaqueta blanca ya está frente a uno con una sonrisa solicita. Espera a que te sientes y, solo cuando te aprecia firmemente establecido, tiene a bien consultar:
-          ¿Qué desea tomar el caballero? – las mejillas perfectamente rasuradas, el pelo engominado, pajarita y, esa sonrisa, diríase que de franco entusiasmo por servirle a uno, como si fuese su único deseo, como si no le pagaran por hacerlo. ¡Ah, me encantan los hoteles caros! Pienso para mí.
-          Güisqui Sour, por favor- solicito mientras llevo la mano a la chaqueta en busca de los cigarrillos. El camarero lo intuye, y espera una décima de segundo para adelantarse y ofrecerme fuego con su encendedor plateado. ¡Hum, adoro los hoteles exclusivos!
Lo observo agitar con brío la coctelera al extremo de la barra mientras mi sistema nervioso comienza a intuir el regusto familiarmente amargo de la bebida, noto como cada neurona se despereza y mis papilas gustativas se excitan. La nicotina entra en mi torrente sanguíneo y contribuye a redondear una sensación de placer que no consiguen ni el hotel, ni la ropa cara, ni los números de la abultada cuenta corriente. Aún así, hasta que no sume el Güisqui al resto de los tranquilizantes, no conseguiré evitar el pálpito que me invade ante una cita furtiva. Siempre parece que fuera la primera vez. Por fin llega el cóctel. El camarero se frena ante mi y con un estudiado ritual alcanza un posavasos de latón dorado que sitúa delicadamente sobre la barra, sujetándolo por su diámetro entre los dedos pulgar y corazón, acto seguido toma un vaso bajo y grueso del anaquel a su espalda y lo coloca despacio sobre el posavasos- perfectamente centrado- mientras en su mano izquierda reposa la coctelera envuelta en un impoluto paño blanco, cual si fuera un bebé. Como un prestidigitador, con dedos largos y precisos, destapa la coctelera y vierte el contenido lentamente en el vaso haciendo girar levemente la muñeca. El líquido expele un ligero humo helado que, a la luz dorada del local  le da el aspecto de un brebaje sagrado. Retirando la coctelera bajo la barra, pregunta finalmente:
-          ¿Cereza o limón, señor?
-          Limón – respondo seco.
-          Que disfrute, caballero – replica el camarero tras colocar una rodaja de limón estratégicamente sobre los hielos.
Tomo el vaso con la mano izquierda y apuro la mitad de un trago. Noto el alcohol bajar quemando por el esófago, alojarse en el estómago calentándolo, subir disparado al cerebro y abrir cada poro de mi piel. Los ojos se cierran solos de placer. Ahora si me encuentro definitivamente a gusto. Otro como este y habrá desaparecido el pálpito. Con el vaso en una mano y el cigarrillo en la otra, giro sobre el taburete para echar un vistazo al ambiente.
El ambiente es más bien monocorde: congresistas, conferenciantes, algún franquiciado remolón, ejecutivos del gremio del seguro, putas y maricones. ¿Cómo se distingue a los primeros de los últimos? Por los emparejamientos. Sería imposible, de no mediar el dinero, ver a la misma mesa a ese gárrulo de Murcia que hace ostentación de oro y apesta a perfume, con esa joven belleza morena que sonríe con fingido interés cada gracia de él; o a Mercedes Gonzalo, la subdelegada de mi empresa en Alicante –cuya conversación es más pobre que la de un pez y su aspecto tan cursi como caro- con ese Adonis musculoso. Se siente observada y levanta su copa hacia mí triunfalmente, le devuelvo el gesto acompañado de una sonrisa de respeto. Dios sabe qué la hace más feliz, si  el chico que la acompaña o la cuenta que me levantó el mes pasado –Promociones Inmobiliarias Sorolla, 53 millones de € en seguros, una comisión de 18.000 € para ella – es buena, la jodida, eso hay que reconocerlo. En fin, no me gusta que me juzguen así que, no la juzgo.
¡Desafío!
La voz sonó distante pero nítida, extraña. Había perdido ligeramente el deje gangoso. El sonido sibilante de una tralla que corta el aire y cuyo chasquido último penetra en los oídos, golpea en las neuronas a la velocidad de la luz y desencadena imágenes en el cerebro que buscan acomodarse a la voz familiar.
Una palabra, una sola palabra y viajo treinta años en el tiempo. Ya no soy un alto ejecutivo de una gran compañía de seguros, no visto ropa de firma, ni me alojo en un hotel fabuloso; tengo de nuevo nueve años, las rodillas llenas de costras bajo el pantalón corto, el pelo rapado al uno y me encuentro de nuevo en el patio del colegio, junto a los baños –huele a Zotal y a meos- y un estremecimiento de pánico me recorre el espinazo, como entonces.
¡Ulises Calvo, joder! – digo para mí.
Lo veo al extremo de la barra, en el ángulo, levanta su copa hacia mí y despliega una encantadora sonrisa a la vez que se incorpora y camina despacio hacia donde estoy, estudiando mi aspecto –la huella que ha dejado el paso del tiempo-  riendo a carcajadas francas. Es evidente que mi cara de pasmo, mi falta de reacción le provoca hilaridad. Cuando estamos a un metro uno del otro dejamos nuestros vasos sobre la barra y nos fundimos en un abrazo cálido y sonoro, palmeando con fuerza la espalda del otro.
-          Ulises Calvo, coño... lo siento, no llevo canicas conmigo- le suelto ingenioso, mientras volteo los bolsillos del pantalón.
-          Ja, ja, ja... tampoco yo, pero jugaría con gusto ahora mismo. - se voltea los bolsillos a su vez.
-          ¿Bueno, como te va tío? ¿Qué fue de ti? ¿Qué haces aquí? ... ¡Cuéntame! – me atropello, quiero sinceramente saber de él.
La última vez que lo vi, jugábamos a chapas en el pasillo de acceso al comedor, le estaba pegando un buen repaso a Monchito  Sandoval, una a una caían sus chapas en la bolsa de Ulises. Don Mario, el educador, se acerco al grupo y poniendo su mano en mi hombro dijo: “Miguelito, sube a tu cuarto y recoge tus cosas. Te vas.” “¿A dónde, Don Mario?” acerté a decir con sorpresa. “A tu casa, guilipollas, ¿A dónde va a ser? Tu madre está aquí. Vamos date prisa.” La partida se paralizó, todos se incorporaron y me miraron con envidia. No dijeron nada. Estaba bloqueado, sin saber que hacer, las lágrimas comenzaban a asomar a los ojos velando la mirada –siempre había querido irme de ese puto lugar, pero no así, de forma tan abrupta-. Eche a correr escaleras arriba llevando en mi cabeza la mueca chulesca de Ulises que, sin palabras decía: “corre idiota. ¿A que esperas? No mires atrás”.
Hasta hoy. De nuevo aquí, frente a mí: El pelo largo, delgado y fibroso como entonces, aspecto de triunfador, sin resentimiento, relajado, pulcro y elegante, pero sobre todo, con aplomo, seguro de pertenecer a este lugar.
-          ¿Qué haces tú aquí? No tienes aspecto de vendedor de seguros – insisto, intentando ubicarlo-.
-          Si, tienes razón, no vendo seguros, pero aseguro lo que vendo – responde evasivo mientras se ríe de nuevo a carcajadas.
-          ¿Sí? ¿Y que vendes?
-          Ilusión. Pero prefiero que hablemos de ti. ¿Así que seguros, eh? - se escabulle de nuevo.
-          En fin, la vida, ya sabes. Estudié Derecho, di algunos tumbos en empresas editoriales como lector, trabajé de negro algún tiempo para algún figurín literario, nada serio. No se ganaba una mierda pero conocías gente, y vender motos siempre se me dio bien; de modo que un día, me ofrecieron un despacho con vistas, secretaría, coche de empresa... y aquí estoy, hecho un gerifalte de los seguros. Claudiqué.
-          Oh, Cómo me duele oírte decir eso. Tú no lo sabías pero te envidiaba profundamente. ¡Esa facilidad tuya para escribir historias! Don Mario o Don Manuel -no recuerdo exactamente cual de los dos hijos de puta – decía: “A ver, redacción. Tema libre. Tenéis 20 minutos” y acto seguido se ponía a leer el periódico, el muy cabrón ...
-          Que bueno, te acuerdas de todo – le interrumpo divertido.
-          Pues bien -continuó- yo te observaba paralizado, consciente de que no iba a ser capaz de juntar más de ocho líneas. Tú empleabas los primeros preciosos cinco minutos en mordisquear el boli y mirar al resto del aula peleando afanosamente contra el papel. Pasado ese tiempo comenzabas a escribir frenético y concentrado y, un minuto antes de los veinte, te levantabas del pupitre y entregabas tu trabajo en la mesa del profesor. Los demás tardábamos aún dos minutos o tres más en escribir unas mierdas infumables –sin contar la mía claro, que era vomitiva-.
-          “Venga, entregando” gruñía, don Mario, era Don Mario- recordé yo, entre risas.
-          Luego seleccionaba dos o tres al azar y los autores salían a leerla para toda la clase, ¿te acuerdas? - preguntó Ulises melancólico.
-          Me acuerdo de la de Alfonso Chapín: “... enton, o meu pai suxeitó a o porco po los collons e dixo...”- no pude continuar porque las lágrimas me afluían a los ojos, entre risas y contorsiones. Ulises lo hizo por mí.
-          Móvete, móvete agora, langrán. E mentres o dicía botábase enriba do porco, sin deixar de apretarlle os huevos a o animal, e daballe de coiteladas na cabesa...”- ahí tampoco pudo más Ulises y los dos nos doblamos de la risa, llamando la atención del bar.
El pobre Chapín era incapaz de aprender una sola palabra en castellano, aunque llevaba ya en el colegio dos años. Además sus redacciones versaban invariablemente sobre sus andanzas en la aldea familiar de Cespón –“cerca de Boiro, nas Rías Baixas. Inorantes (sic)”, según decía- y su estilo era absolutamente realista, pero no mágico, sino descriptivo y a veces brutal como aquel: “A matansa do porco, na miña aldea”
Don Mario le dio un capón y lo mando de nuevo al sitio con el siguiente enunciado “A ver si aprendes a hablar en español que estamos en España, zopenco”. No en vano, había sido sargento en el ejército y aún se le notaba el pelo de la dehesa.
-          Después dijo Don Mario, “A ver Miguelito, busca tu redacción entre todo este montón de mierda” –continuó Ulises-. Tu te levantaste ufano, y leíste una historia sobre un viejo tahúr que malvive en los puertos del Mississippi, en la época de los últimos barcos de palas. El parkinson le delata ya. Una tarde desventurada aparece un as en su manga, que no debería estar allí. De un porrazo le parten la muñeca en dos para siempre; incapaz de ganarse la vida de la única manera que sabe, esa noche se arroja a la rueda del barco. Su cuerpo muerto, incrustado entre dos palas, se sumerge  una y otra vez en el río, iluminado por la luna, opalino como un pez fuera del agua. Dentro suena lánguido, un viejo blues.
-          Dios mío, me había olvidado de eso - recuerdo ahora, taciturno.
-          ¡Yo nunca me olvidé! En el aula se hizo un silencio espeso y estoy convencido de que todos, Don Mario incluido, hubiésemos querido que tuvieras veinte minutos más para seguir volando contigo por el río, bajo la luna, fuera de los muros del internado. Por me eso me duele oír que ya no escribes, porque cuando leías tus redacciones, durante unos instantes, nos sacabas de allí- los hielos de su vaso, rompieron el silencio incómodo que se hizo entre nosotros.
-          ¿Te pido otra copa?, yo me tomaré otra – me escabullo como puedo.
-          Sí. ¿Por qué, no? Lo mismo que tú– me mira directamente a los ojos y aparto bruscamente la mirada buscando al camarero.
Temo que perciba el brillo húmedo de los míos, esa vieja historia me ha conmovido. Puedo oler el aroma de la tiza en el aula, el sudor rancio de los chavales, la colonia barata de Don Mario, siempre perfumado de más -intentando ocultar el olor del tabaco-. Me congratulo interiormente de haber escapado de todo aquello: la rabia, la miseria, el desaliento... Aunque debo reconocer que, en ocasiones fui feliz. Aquella fue una de ellas: la clase entera pendiente de mí, el trato deferente de Don Mario, la historia del tahúr ambientada directamente en Tom Sawyer y Huckleberry Finn, de las Novelas Ejemplares, lo primero que recuerdo haber leído.
-          Lo intenté algún tiempo. Pero nunca, después de dejar el colegio. Allí lo hacía porque para mí era un bálsamo. Aquellas redacciones me  permitían contar lo que bullía en mi cabeza, las historias que inventaba para saltar la tapia y salir volando mientras pasaban lentas las tardes de verano: lugares remotos, islas, ríos y montañas, lejos, muy lejos, de aquellas cuatro paredes. Una vez hube salido de allí no tuve necesidad de volver a escribir. Hasta la facultad. Allí lo retomé, ahora por puro placer y un punto de vanidad; con cierto éxito además. Escribía en La Revista Literaria –me río mientras recuerdo- un pretencioso pasquín añejo que editaba el fondo editorial de la Facultad de Derecho de Oviedo. Solo me leían las chicas –o al menos eran las únicas que lo reconocían- imagino que mi estilo no calaba en la comunidad estudiantil.
-          ¿Por qué? – pregunto Ulises sacándome de mi monólogo.
-          Bueno, me había vuelto pretencioso, progre, hueco. Me adulaban. Y yo me dejaba adular. Era una espiral. Al menos me sirvió para ligar bastante- respondí cínico.
-          Que pena.
-          Después hice una temporada de negro, ya te dije y, una más larga como lector en Alba Editorial. Aquí estuve bien. Leías mucha mierda, pero de vez en cuando llegaba un destello de franca creatividad, un chispazo de intensidad que te dejaba pegado a la silla, comprendí que, de no hacerlo así –sin miedo, sin patrón, sin red- mejor no hacerlo y poco a poco lo fui dejando. Llegaron los seguros y el dinero hizo todo lo demás.
Bebemos en silencio mientras comienza a animarse el  bar; los congresistas un punto achispados, lejos de sus casas de sus familias, sus hijos y compromisos, nos mostramos tal cual somos, ruidosos, cínicos y engreídos.
-          ¿Te casaste? – pregunta Ulises a bocajarro, mirando mis manos.
-          Hum, sí. Ja, Ja, Ja. Lo hice sí. Estoy casado- percibo en su mirada el conocimiento. El gesto inequívoco de haberme sorprendido en falso, sólo la elegancia hace que no siga escudriñando.
-          Bueno y tu qué. Sólo hablamos de mí- Contraataco.
Pasa un minuto largo, se vuelve hacia la barra y agita el hielo; mientras observo sus ojos navegando en el fondo del vaso de güisqui, tal vez buscando las palabras u ordenando sus pensamientos. Por fin, se vuelve hacia mí y suelta sonriendo:
-          Soy puto.
-          ¿Cómo? - respondo conmocionado.
-          Ya sabes. Alguien llama, te cita, os veis, le das sexo o compañía y ese alguien te da dinero a cambio.
-          Y... ¿te vas con hombres, o con mujeres? - no podía haber hecho pregunta más estúpida. Nada más formularla ya me arrepiento. Comprendo que es del todo irrelevante y noto como el rubor sube a mis mejillas.
-          Me es indiferente. Con quien pague - percibe mi arrobamiento.
-          Ya. Bueno, y ahora ...
-          ¡Bingo! Sí, estoy trabajando. Alguien de tu gremio me llamó y quedo en verse aquí conmigo hace ya media hora -consulta su reloj, un precioso Maurice Lacroix  plateado- Dijo llamarse, Ramón Bilbao. ¿Le conoces?
-          Ja, Ja, Ja... Como el vino, que simpático -miento- No, no se quien es.
-          Si, hicimos la misma broma por teléfono: “Ramón Bilbao, como la famosa bodega”. Esta claro que es un nombre simulado, ocurre a menudo, sobre todo en este ambiente -confiesa con experiencia.
-          Ya y, ¿Dónde está? – pregunto con fingida curiosidad y no poco morbo.
-          También es habitual que al final se echen atrás; realmente lo agradezco de veras, así he podido estar contigo y charlar de los viejos tiempos.
-          Bueno, yo no quisiera que por mi causa...en fin, ya sabes, estuvieras perdiendo una cita -me siento ruin, mezquino y tramposo. Usando trucos de baja estofa, aprendidos en el mundo voraz del seguro que no me cuesta nada ejecutar, tan pegados están ya a mi piel y a mis meninges ...
-          No seas pretencioso, y sobre todo no me juzgues. Yo no lo hago contigo -responde visiblemente molesto.
-          Lo siento Ulises, no era mi intención ofenderte. Lo siento de veras.
En ese preciso instante siento el vibrador del móvil en el bolsillo de la chaqueta y, disculpándome de nuevo, me alejo unos metros. Mantengo una conversación banal con un subdelegado de mi empresa que me interroga sobre no se que estupidez de un cuenta importante. Me lo quito de encima como puedo, mientras observo a Ulises sobre el taburete y pienso que se ha convertido en un hombre de veras atractivo.
-          Te pido disculpas otra vez, había olvidado que tengo que cenar con unos clientes y hablando, hablando, se me ha pasado el tiempo.
-          Oh, no te preocupes. Me ha encantado verte -bajándose del taburete abre sus brazos y me ofrece una sonrisa luminosa, espléndida y franca que no recordaba haber visto en años.
-          A mi también, puedes estar seguro -observo mientras nos fundimos en un largo abrazo.
Intento pagar. Insiste en invitar. Tomo mis cosas y me alejo del bar en dirección al ascensor. Cuando estoy a medio camino una voz dice a mi espalda: “¡Miguelito!”. Me reconozco en seguida, a pesar de no haber escuchado ese nombre en años. Veo a Ulises meter la mano en el bolsillo de su americana y, tomando algo entre los dedos, lanzarlo por el aire con precisión matemática, describir una parábola perfecta y caer en mi mano, como si tal cosa. Abro la mano y observo: una preciosa canica de blanco y nacarado hueso color miel. Confuso, un regusto amargo en mi boca y en mi alma, levanto la vista unos instantes y, mirando a Ulises con una sonrisa entre falsa y agradecida, recuerdo que la última vez que acepté un desafió estaba en el colegio, hace treinta años de eso. Me vuelvo y camino lento hacia el ascensor.

Comentarios