El pie (relato)

Lo mío, son los pies. A diario veo pies, toco y huelo pies, oigo el sonido interno de los pies, sueño con pies. Pies bonitos y horribles, saludables y enfermos; pies singulares: zambos, cabos, planos; con juanetes, papilomas, callos; durezas, uñas incarnadas... Pies enormes de jugador de baloncesto y pequeñitos de mujer oriental. También los veo pasar por el ventanal –mejor sería decir tragaluz- que ilumina mi consulta. Es una imagen curiosa porque, dado lo bajo –aunque ancho- de la ventana y mi posición frente al diván, cuando alzo la vista me encuentro invariablemente con piernas y, nada más. Una permanente imagen sesgada de las personas que atraviesan por cientos, a lo largo del día, la calle donde está mi consulta. La consulta además, está situada en la planta baja de una famosa zapatería que da a una calle peatonal, -en su origen era una almacén de esta- de modo que cuando la gente se detiene a ver el escaparate, de nuevo veo piernas y pies. Podría decirse sin lugar a duda, que tengo los pies sobre la cabeza, y no al revés. Me llamo Estela y soy terapeuta podal, desde luego no soy Podóloga y, mucho menos, callista, así que me he inventado esta profesión, sí, Terapeuta Podal.
Incluso mi entorno esta decorado con imágenes de pies. No esos pies anatómicos de yeso que se ponen sobre una estantería metálica en las consultas de los podólogos, desde luego; o los espantosos carteles en los que se dibuja la planta de los pies y todas sus conexiones reflejas con el resto del organismo, utilizados por los masajistas y expertos en reflexología podal. Siempre he pensado que está muy bien conocerlos pero, ¡a que enseñarlos! A la mayoría de la gente le suele fascinar la conexión posible entre el arco de los pies y las vísceras o el vínculo entre el origen de los dedos del pie con los ojos y, a menudo, buscan en los anexos de esos carteles la relación con las áreas genitales. Ocurre siempre así, somos todos demasiado parecidos. Es como cuando de pequeños, nos compraban el primer diccionario y en seguida buscábamos las palabras vagina o pene. En seguida nos sentíamos defraudados cuando eran descritos como “Conducto membranoso y fibroso que en las hembras de los mamíferos se extiende desde la vulva hasta la matriz” o bien “Órgano masculino del hombre y de algunos animales que sirve para miccionar y copular”. Era frustrante. Inmediatamente buscábamos palabras más próximas a nuestra experiencia de las cosas como coño o polla, aunque generalmente el resultado de la descripción era bastante pobre o, simplemente, la palabra no figuraba en el diccionario -el autor consideraba que no debíamos conocerla- y eso nos provocaba una sensación de desconcierto ya que nosotros sabíamos que existía y se utilizaba en la calle, incluso los mayores la decían a menudo.
No. Yo me revelo ante el mal gusto: nada de carteles, ni pies anatómicos. Las paredes de mi consulta huyen además del monocromo, anodino y hospitalario blanco, están pintadas en un relajante y -creo- elegante verde carruaje estilo inglés. Están tapizadas con fotografías enmarcadas de pies. Pies de niños y adultos, de hombres y mujeres jóvenes, o envejecidos y apergaminados por la edad -la piel despegada ya de la carne, las venillas azuladas bajo la epidermis lisa y sin brillo- pero aún hermosos. Me gustan especialmente las fotografías de Helmut Newton, sobre todo, aquella serie en que aparecen tres sofisticadísimas mujeres bajando una escalera: en una de ellas lo hacen elegantemente vestidas y en la otra desnudas, vestidas tan sólo con unos zapatos de vertiginoso tacón. Las imágenes están realizadas en blanco y negro y la propuesta es de una fuerza tal que desconcierta, especialmente a los hombres, pues las fotografías están situadas en la pared a mi espalda, una junta a la otra de manera que el paciente puede observarlas a placer mientras trabajo. Hay más fotografías, grandes y pequeñas del mismo autor y de otros. Me fascina una de Isabel Muñoz de la serie: Cuba. Esta frente a mí, en la pared opuesta, representa el cuerpo de espalda, de una sensualísima mujer con un vestido blanco, tan ceñido al cuerpo que resalta todas sus curvas. Lleva años ahí y no me canso de mirarla cuando tengo un descanso. También hay pinturas, algún cuadro de una amiga, regalado especialmente por el motivo podal, y varias reproducciones; fundamentalmente del mito de Diana cazadora, me gusta en particular “el Baño de Diana” de Boucher, aunque hay otros que me encandilan y transportan como el inquietante “Diana dormida en el Bosque” de Chirico o el evocador “Cortigiana in un momento di Riposo” de Hokusia.
Adoro bromear, a mi modo, claro. Bastante tengo con ser tímida, para encima carecer de sentido del humor. Así que, entre los cuadros reproducciones y fotos, también se encuentran pequeños pasatiempos como, pies de lámpara, pies de loro –la herramienta y una postal que encontré en Loro Parque- un marco mostrando una escala con las diferentes medidas de longitud que representan la palabra Pie; a su vez el pie del cuadro sólo dice escuetamente: Pie. La gente, cuando curiosea por las paredes de la consulta, suele quedar desconcertada, y los más curiosos preguntan: ¿Oye, qué tienen que ver estas con el resto de las fotos? Ni que decir tiene que obtengo un secreto placer al responder y explicarlo, al termino de lo cual, me miran como si estuviera chiflada o con gesto de, “bueno, ella es así, que se le va a hacer”.


Aunque la mejor imagen, la más singular, es mezcla de realidad y ficción. Constituye una especie de mito de la caverna platónico y consiste en la sombra que provoca el sol del atardecer, todos los días del año, a lo largo de la pared interior de la consulta. La luz se cuela con distinta intensidad durante la tarde y va modificando la tonalidad a medida que transcurre esta: pasa del amarillo vivo de la primera hora al suave melocotón del atardecer, para discurrir hacia una especie de dorado ambarino en el ocaso y volver a intensificarse de nuevo, cuando la iluminación artificial sustituye a la natural. Lo mejor es que esa luz, arrastra consigo de forma nítida, las sombras de las piernas y pies que discurren sin interrupción por la calle: algunas estáticas ante el escaparate, las otras dinámicas camino de alguna parte. Esas sombras se proyectan en un lugar preciso de la pared, que mantengo desnudo de cualquier otra imagen u objeto y observo que los clientes, lo mismo que yo, se quedan embelesados mirándola. Tiene propiedades relajantes, eso me consta. Por otra parte, jamás doy citas la primera hora de la tarde, la reservo para mí. Suelo llevarme algo de comer al trabajo y, tras un almuerzo rápido y frugal, me echo una siestecita sobre el sillón. Este, extremadamente cómodo, constituye –profesionalidad aparte- uno de los éxitos de mi negocio. Se trata de una otomana, tapizada en cuero rojo Burdeos, con reposabrazos y estructura en alma de roble, que adquirí hace años en un anticuario; fue muy caro –máxime cuando estaba empezando con mi modesto oficio, y mis amigas me tacharon de loca- pero el tiempo ha terminado dándome la razón. Cuando la gente se tumba, el grado de su molestia merma sustancialmente, a decir de los pacientes. Sobre ese diván, me tumbo y dejo que el sueño venga, mientras observo mi particular proyección, y puedo asegurar que es distinta cada tarde, tanto es así que el fin de semana la echo de menos. La consulta es un lugar absolutamente discreto pues para ser vista desde la calle, una persona tendría que ponerse en cuclillas y aún pegar la nariz al ventanal; de modo que aprovecho y suelo ponerme cómoda: me quito los zuecos y suelto el botón del pantalón, desabrocho el sujetador y me tiendo sobre el diván como una más de las Dianas que decoran el cuarto. En invierno, hasta tengo una mantita que me echo por encima.
Una tarde, tras despertar de la siesta aún aturdida y confusa –me había dejado ir por la hora ya que no tenia ninguna cita después- me llamaron la atención unas piernas en la calle. Estaban paradas ante el escaparate y de vez en cuando se movían unos metros, para volver a detenerse en otro punto; una de las piernas permanecía entonces alargada en tensión y la otra reposaba flexionada. Cuando cambiaba de lugar, cambiaba también la pierna tensa y la que descansaba dejaba ir un pie a un lado, flexionando también el tobillo y apoyándolo un poquito en su cara interna. Hasta donde podía ver, eran unas piernas preciosas: largas, estilizadas, torneadas, aunque no musculadas. No demasiado delgadas, bien es cierto, se engrosaban un poco en la pantorrilla sin llegar a resaltar los músculos gemelos -como ocurre, horror, con las atletas- y se estrechaban de nuevo en el tobillo suavemente, sin brusquedad. No podría decir demasiado de la forma en que vestía , pero sí sabía que el extremo de la falda o vestido no dejaba ver la rodilla y estaba rematado con una cinta finita de ganchillo en color rosa pálido con visos y motivos de flores y de textura similar a la seda o terciopelo ligero. Aunque lo que llamaba vivamente la atención eran los pies. Los llevaba tatuados. Todo el empeine y los tobillos estaban dibujados con una fina filigrana que recordaba un velo oriental. El dibujo discurría gradual, más denso en la zona del tobillo que en el dorso o los dedos del pie, y confluía tras el talón en una línea gruesa que ascendía apenas un palmo, siguiendo el recorrido del tendón de Aquiles; recordaba la costura de las medias. El color del dibujo era similar al de la henna, parduzco con un tono rojizo. Lo cierto es que había que fijarse bien, pues llevaba puestas unas sandalias con un trenzado similar, aunque no tan tupido como el dibujo, sin tacón y descalzas en el tobillo. De pronto la perdí de vista, entró en la zapatería. Claramente había estado observando unos zapatos y no terminaba de decidirse, ocurría a menudo, sólo que en esta ocasión me causó desazón, no puedo explicar porque. El rato que estuvo dentro se me hizo eterno, tentada estuve de subir a saludar a don Ramón con cualquier excusa: el alquiler, el recibo de la luz,…algo, lo que fuera, con tal de ver su cara. La primera paciente de la tarde vino a sacarme bruscamente de mi ociosidad que no de mi desazón. Sonó la puerta y maldije a quien fuera, ya me había quitado la bata y subía escaleras arriba, pero era Mercedes, una buena clienta y no podía deshacerme de ella.
Mientras la atendía ensimismada –Mercedes lo advirtió- pensaba: ¿Es posible que una persona se enamore de unas piernas? ¿De unos pies? ¿Es posible perder la cabeza por alguien a quien ni siquiera has visto?
Cuando comenzaba a recobrar la normalidad, unos minutos más tarde, aquellas piernas salieron de nuevo del comercio, reparé en ellas por el taconeo vivo que provocaban sus zapatos. Sí, los mismos pies con otros zapatos se detuvieron de nuevo ante el escaparate. Fueron unos segundos preciosos en los que mi corazón volvió a latir desbocado, en los que mi imaginación turbulenta tomó por una especie de dedicatoria u homenaje. Se había comprado y puesto inmediatamente -deduje entonces infantil, que había de ser una mujer apasionada- unos preciosos zapatos de tacón de ocho centímetros, en color marrón, que estilizaban aún más sus piernas. Anudaban al talón y sobre el empeine, con dos ligeras correas de piel, de esta última partía una tercera que iba a unirse al centro del zapato, sobre los dedos. El pie quedaba totalmente a la vista, de no ser por el precioso trenzado abierto que cubría los dedos realzando el dibujo de estos. Después se fue. Se fue alejando, de espalda al ventanal hasta que la perdí de vista, entre vibrantes taconeos.
En el transcurso de las semanas siguientes, los pacientes disfrutaban aún más que yo de mi embeleso. El breve masaje previo que solía aplicar antes de cualquier tratamiento, se demoraba ahora sin razón aparente; me recreaba en los pies de las pacientes pensando en aquellos otros que sólo había entrevisto; acariciaba suavemente el dorso, presionaba la planta con los nudillos de mis manos y ascendía gradual hacia los dedos. Tomando estos con fuerza en una mano, la otra impregnada en una crema de alohe vera, ascendía masajeando con el talón de la mano a lo largo de toda la planta. Demoraba buscando las conexiones reflexológicas, manipulaba las articulaciones delicadamente y practicaba la digito puntura sin reparar en ello… Creyendo tener todo el tiempo entre mis manos aquellos pies de los que me había –oh, dios mio- enamorado.
Vino a sacarme de la melancolía la cena de amigas que teníamos con motivo de la boda de Ana. No queríamos hacer una despedida de soltera al uso, con boys, diademas con forma de pene y fiesta desmadrada –no hubiera ido de haber sido así-. Quedamos en ir a cenar a un Restaurante Libanés por la zona del ensanche. Yo no había ido nunca y la idea me pareció perfecta para la ocasión. Así que a eso de las diez nos vimos ante las puertas de La Croissete, un coqueto restaurante de luz difusa y música oriental, decorado con cojines y chaise longe de varios tamaños y estilos, lámparas con vidrieras de colorido cristal labrado, reservados sobre altillos con azulejos y más cojines y el inconfundible sabor a exotismo que siempre destila lo oriental. La comida deliciosa y ligera: berenjenas asadas con tomate, ensaladas con hierbabuena, falafel, ternera con piñones y un delicioso vino de origen francés del que bebimos con ganas.
Antes de haber finalizado la cena, la luz se hizo aún más tenue y entre tules y abalorios apareció una bailarina de danza del vientre moviéndose sinuosa entre las mesas. Nunca me había llamado especialmente la atención esta forma de danza, pero aquella mujer tenía algo. Un hermoso pelo negro azabache con reflejos azulados que recogía en un pañuelo de aire zíngaro, unos ojos negros que brillaban vivaces y miraban sin disimulo al fondo de los tuyos mientras agitaba las caderas y el vientre e invitaba a la sedición. De sus pechos pendían dos borlas doradas con flecos que fijaban la mirada, insolentes, y sus pies descalzos serpenteaban entre las mesas con una gracia que… Pero sus pies. Sus pies eran aquellos pies. Los mismos que no apartaba un minuto de mi cabeza desde hacía semanas, los mismos que me hacían suspirar cada noche recordándolos y ahora, cruel destino, apenas los había descubierto teníamos que irnos. Alguna había decidido que aquello era un muermo y que mejor nos íbamos al centro a tomar una copa, casi la mato. Debía de pagar yo con la tarjeta, pues en mi ensimismamiento había olvidado coger dinero y no tenía efectivo. De manera que fui atropelladamente al baño y, nerviosa, sobre una tarjeta de la consulta sobre impresa con el cuadro de Boucher y mi nombre y dirección escribí: “Para la bailarina”. La puse bajo la tarjeta de crédito y con ambas en mi mano me acerqué a la barra donde estaba ya nuestra cuenta. El propietario cobró, me devolvió el recibo que firmé y mirando la tarjeta, me miró después a mí con unos ojos antiguos y sabios como el Mediterráneo, dándome a entender que se la haría llegar sin falta.
Cada día espero agitada a que se abra esa puerta y entre ella con el más leve problema, a fin de cuentas las bailarinas tienen pies y ese es su principal instrumento de trabajo. El mío son las manos. Lo mío son los pies.

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