¿saes?


A Joyce Carol Oates, con devoción.

Cuando atravieso la plaza del pueblo no me sorprenden las pandillas de chavales que bailan y vocean junto a sus coches abiertos de los que emerge música estridente. Camino sorteando algunas vomitonas y procurando no importunar a los chicos que duermen la borrachera sentados en alguno de los portales. Los miro y me miran como si ambos fuésemos marcianos; yo ataviado de sombrero, morral, gafas de sol y bastón avanzado con paso enérgico camino del campo; ellos, cimbreándose sin gracia, el gesto desencajado en una mueca boba, al son de una música mecánica, metálica y sin alma. Es evidente, somos de planetas diferentes. Una sonrisa interior me recorre mientras pienso que las fiestas se acaban por fin y todo volverá a la aburrida tranquilidad que tanto me agrada.

Cuando alcanzo el camino del campo, la pista de tierra desde la que se otean los primeros tesos, la sonrisa se fija en mi cara como una manifestación de gozo absoluto, a pesar de que acuso también el cansancio –apenas he dormido tres horas – la fiesta, el baile en la plaza al son de canciones idiotas, anacrónicas, el compadreo con las gentes del pueblo y con las que cada año acuden desde diversas capitales, las danzas en una suerte de exaltación de la felicidad colectiva, son aquí religión; pero si uno no quiere pasar por sieso, zulú o asocial, debe someterse cada año a este rito para disfrutar después sin medida de los demás placeres que reserva el lugar: las largas caminatas, las tardes de lectura, las horas de siesta o la contemplación de las estrellas.

Ayer tarde ha llovido unas horas. Nada serio, una tormenta de verano que ha refrescado el campo y formado algunos charcos en las pistas ya secos a estas horas, todo se ha llenado de ese olor delicioso a tierra mojada que el rocío caído durante la noche contribuye a potenciar. El trigo está recogido y en los rastrojos el sol del amanecer incide aún sin fuerza tiñendo los campos, las colinas, el monte aún distante, de un suave manto dorado que llena el espíritu de paz y armonía. De cuando en cuando, de entre la tierra intensamente roja que flanquea el camino y la hilera de hierba alta que bordea el rastrojo, surge de repente, asustada, una pollada de cuatro o cinco perdices emprendiendo un vuelo corto y estridente hacia un montón de paja alineada unas docenas de metros más allá. Los cazadores son puntuales también a su compromiso matutino con el campo; los primeros disparos se oyen parejos camino de la Riba, junto a los ladridos distantes de los perros. El aire es limpio, un punto fresco, penetra en los pulmones con intensidad, como un dolor agradable, como cuando uno toma una bebida bien fría después de haber trabajado, sudado, y se recrea en el frescor que baja por el esófago y se asienta en el estómago complacido. Respiro con fuerza, paladeando el aire, disfrutando del recorrido desde las fosas nasales hasta los pulmones, como de un elixir que sé de cierto, echaré de menos el resto del año cuando los humos de la ciudad sean una presencia constante.

Mientras me dirijo con paso firme, decidido, al barranco por el que discurre el río –practicamente seco en esta época del año- oteo el cielo en busca de alguna nube. Nada. Parece como si no hubiera llovido en meses. Cielo raso, de un azul intenso que apenas el sol que comienza a ascender contribuye a dotar de un ligero tono amarillento, diriáse de una mota de ese color que hubiese caído en un océano de azul. Águilas, milanos y buitres aún descansan entre los roquedos. Hasta para ellos es demasiado temprano. Entonces me recreo escuchando el silencio. Esa nada llena de nada que lo cubre todo como un manto, sólo roto por las pisadas de las botas sobre el camino, esa nada que uno percibe sólo cuando se detiene y el manto cae sobre él y lo engulle, lo anega de una sensación tan apacible que asusta los primeros días, cuando aún permanecen en la memoria los ruidos de la ciudad. Ni siquiera el trazado distante, blanquecino como una flecha rasgando el cielo, de un reactor, emite sonido alguno. Un leve tropiezo, un rascazo de la bota sobre el camino es suficiente para que el aire, ligero, viaje en la distancia hasta un cercano campo de girasoles y de él salte asustada una pareja de corzos que corre veloz hacia las colinas. A mitad de recorrido se vuelven a mirarme curiosos, sin dar crédito -supongo- a que no salga fuego de escopeta de mi bastón de caminante. El asombro es recíproco. Apoyado en el bastón los admiro alejándose colina arriba hasta perderse en lo alto y agradezco el regalo inesperado de la visión de sus cuartos traseros, en los que destaca una mancha blanca sobre el ocre del pelaje en forma de mullido corazón, saltando gráciles entre las peñas.

Llama mi atención justo a la entrada del barranco, junto al puentecillo metálico que franquea el río, la presencia de un coche de color negro con una persona en el exterior. En la distancia no logro reconocer más que la figura de un hombre joven que orina hacia el campo con la puerta del conductor aún abierta; del coche sale la misma clase de música que hace unos minutos escuchara en la plaza del pueblo atenuada por la distancia, y tras este, una mancha de polvo se alza ligera, atravesada por los primeros rayos de sol, denotando la urgencia con la que el conductor se ha detenido. Me viene a la cabeza la idea de una pareja que alejándose del tumulto festivo, se halla internado en los campos para hacer el amor. “Han tenido más suerte que yo” pienso con envidia. No bien lo pienso, no tengo ocasión de recrearme mucho más pues el coche ha arrancado de nuevo y se dirige veloz hacia donde me encuentro; se trata de un coche negro, utilitario de aire deportivo, tuneado, con los cristales tintados que me impiden ver siquiera al conductor, llantas cromadas, faldones bajos y un pequeño alerón posterior. El coche pasa zumbando a mi lado llenando el camino de polvo y estridencia, haciendo añicos el amanecer delicioso del que estaba disfrutando hasta el momento. “¡Gilipollas!” escapa de mi boca mientras me vuelvo a contemplarlo envuelto en una densa nube de polvo.

Me interno al fin en el barranco dispuesto a no dejar que la presencia insidiosa de ese tipo estropee mi paseo matinal. Avanzo a la sombra de los roquedos y noto un escalofrío recorrer mi espalda debido al cambio brusco de temperatura, una vez el sol comience a ascender ese frío será un espejismo y lo que recorrerá mi espalda será entonces un reguero franco de sudor. En las peñas resuena el eco metálico del bastón al golpear algún guijarro, apenas eso. Sorprende la quietud absoluta en que todo está inmerso, ni siquiera la presencia de los buitres perfilados en preciso contraluz, distantes sobre las altas peñas del barranco emiten sonido alguno, no huyen cautelosos como acostumbran, hasta posarse sobre la siguiente quebrada, llenando el aire de un sonoro frú-frú de batir de alas que encuentro milagroso cada vez que lo escucho, la majestuosa proximidad de su envergadura a pocos metros sobre mi cabeza. En este silencio espeso puedo escuchar las solicitudes puntuales de mi vientre. Como cada mañana a esta ahora me reclama con apremio y yo acudo con gusto a su llamada, haciendo de esta servidumbre fisiológica un placer añadido al paseo; ponerse en cuclillas y defecar mientras contemplo mi sombra sobre el suelo u oteo los campos alrededor mientras estos se llenan de vida y de sol progresivamente, me parece un lujo propio de dioses, un placer sencillo transformado en un instante sublime. Esta mañana sólo miro a los buitres pero ellos no me miran a mí, pienso con regocijo. Tras un rato, me visto y recojo mis cosas, echando una mirada de reojo al producto bastardo de mi vientre para cerciorarme de que todo sigue en orden allí adentro y emprendo de nuevo el camino con paso firme y la sensación absurda de un deber cumplido.

Tras doblar un pequeño recodo que se abre a una pequeña praderilla de hierba alta y mullida, justo a la altura a la que antes divisara a los buitres, llama mi atención a lo lejos algo que se agita entre la hierba. Aún estoy a una distancia considerable de modo que no logro apreciar más que la hierba moviéndose y un ligero gemido como el emitido por alguna cría de animal salvaje, tal vez un corzo, o un corderillo perdido del rebaño, aunque descarto esta opción mientras camino con prisa ya que no he visto rebaño alguno cuando venía hacía aquí. Trotando ligero sobre la pradera alcanzo el lugar entre la hierba y lo que veo a unos metros escasos me hiela la sangre de inmediato, como la visión de una víbora entre las peñas. Aquello que agita la hierba es el brazo de una mujer joven que mira hacia el roquedo -el lugar desde donde observan pacientes los buitres- con el rostro desencajado y todo el cansancio del mundo atenazando su cara. No me ve, absorta como está en el roquedo. Me quedo paralizado a unos metros escasos de ese cuerpo joven, adolescente, que yace desnudo, agitado por fuertes temblores mientras mueve obstinado ese brazo y musita “no estoy muerta, cabrones, no estoy muerta” y rompe a llorar entre gemidos entrecortados que la arrebatan y merman. Sin reaccionar aún, el único pensamiento que acude a mi mente es donde puede estar su ropa, no veo ninguna a su alrededor ni he visto prenda alguna cuando caminaba hacia aquí. Me saca de estas estériles cavilaciones el grito terrorífico emitido por la chica cuando descubre mi presencia frente a sí.

- Tranquila, tranquila, no temas no te haré daño -es todo lo que acierto a decir mientras echo a un lado el bastón y me acerco a ella con calma, las manos abiertas el tronco y las piernas flexionados-.

Su reacción es extraña. Gritando despavorida repta hacia atrás sobre la espalda, deslizándose sobre la hierba empleando manos y pies con los últimos restos de fuerzas que aún le quedan.

- Vamos, no te haré daño No huyas, soy tú amigo. Sólo quiero ayudarte.

Y mis palabras me suenan extrañas. Como dichas por otra persona, tal vez escuchadas en alguna película o soñadas en una turbia pesadilla pero nunca asociadas a mi persona, palabras que uno nunca se hubiera imaginado diciendo. La chica se ha detenido, ahora sólo mira asustada, aterrorizada, como intentando comprender, lanzando todavía de reojo una mirada al roquedo, para decir finalmente mientras intenta explicarme, como si fuese yo el que no comprendiera:

- Me quieren comer. Esos hijos de puta me quieren comer viva…

Rompiendo de nuevo a llorar entre sollozos que doblan su cuerpo paralizado por el frío y el miedo mientras pienso en un razonamiento absurdo, inútil, incongruente, que los buitres no comen sino carroña, carne muerta por tanto, y lo estúpido de mi reflexión en ese momento hacen que aflore rubor a mis mejillas, sintiendo vergüenza de mí mismo. De inmediato intento elaborar un pensamiento más constructivo y sólo se me ocurre decir:

- ¿Y tu ropa, donde está tu ropa?

- ¿Mi ropa? Se la llevó él, ese cabrón…

Y rompe de nuevo a llorar histérica, removiendo turbios pensamiento en su interior, de manera que desisto de esa vía e intento tranquilizarla de otro modo:

- Vamos, tranquilízate. Todo se va a arreglar ya verás.

Consigo sentarme a su lado en un intento de abrazarla para sosegarla y darle algo de calor, pero aún me rehuye. Observo que su cara tiene una mejilla amoratada e hinchada y del labio inferior brota un hilillo de sangre reseca ya coagulada; pero lo que más sobrecoge son sus ojos enrojecidos por el llanto y el terror. En ellos no queda una lágrima más. Sin poder evitarlo me viene a la memoria la imagen de mi hija, de su misma edad, entrando en casa de vuelta de la fiesta a la vez que yo salía de esta.

- Como no quise follar me pegó y me desnudó. Él se llevó toda mi ropa, acierta a decir la chica entre sollozos que la revuelven y la vencen por fin, arrojándose en mis brazos en busca de algo de calor, de comprensión.

Desisto de nuevo de saber qué es lo que ha ocurrido, me doy cuenta de que por esa vía lo único que logro es excitarla e intranquilizarla más aún, pero ella insiste en que yo sepa a pesar de que niego y afirmo que da igual, que lo que pueda haber ocurrido no es importante ahora. Su cuerpo entero tiembla como una hoja, mientras la estrecho contra mi cuerpo oigo sus dientes castañetear imparables mientras intenta explicarse a pesar de todo, como si poner en orden los hechos fuese para ella más apremiante que su propia salud.

- Tengo la regla y se lo dije, pero él insistió en follar a pesar de todo. A mí no me gusta, así que se puso hecho una furia y comenzó a insultarme, a pegarme, el muy cabrón -solloza y se entrecorta en el relato casi a cada palabra- no entiendo por qué hizo eso, tomó pastillas en la fiesta sí, quizá eso…

Me sorprende la inocencia de la chica, su docilidad; a pesar de que ese hombre, supuestamente su novio, la dejó tirada, golpeada y desnuda –no lleva encima más que las bragas-, muerta de frío en medio del campo, aún busca un resquicio, alguna forma de justificarlo. Desde luego el amor discurre a veces por meandros imposibles.

- Vamos, no es importante ahora, ya pensaremos en eso más adelante, ahora debes preocuparte sólo de ponerte bien, venga.

Con una mezcla de alivio y repugnancia me sorprendo observando entre los muslos de la muchacha un hilillo de sangre que los recorre. Al menos no ha sido violada como pensé en el primer momento cuando huía de mí reptando hacia atrás. Me parece increíble que alguien pueda llegar a ser tan mal nacido. Dejarla aquí sola, desamparada, desnuda en mitad de la nada, después de pegarle; me pregunto qué hubiera ocurrido de no pasar por aquí.

- Los buitres, llevan ahí todo el rato, mirándome, tengo mucho miedo…

Rompe de nuevo a llorar histérica y se abraza a mi cuello, haciendo con su cuerpo un ovillo atenazado por el frío, de nuevo el castañeo de los dientes y los mocos que vierte a causa del llanto, le impiden hablar.

- No te preocupes. Yo estoy aquí, te voy a cuidar. No voy a permitir que nada malo te ocurra -de nuevo la imagen de mi hija a la que supongo durmiendo plácidamente en su cama me asalta, un escalofrío recorre entonces mi espalda sumándose a los de la chica-.

- Vamos a hacer una cosa -digo intentando controlar la situación e intentando tranquilizarla por encima de todo- vas a ponerte mi ropa para entrar en calor mientras yo llamo a una ambulancia. Enseguida estarán aquí y todo se arreglará, ¿de acuerdo?

- No me dejes sola, los buitres… - la histeria vuelve a hacer mella en ella, siento sus uñas clavadas en mi cuello como garras.

- No tengas miedo. Yo te protegeré. Pero tengo que subir a lo alto del barranco para llamar, desde aquí no hay cobertura. No te preocupes será sólo un momento, apenas son unos metros.

- No, no, no, por favor, no me dejes sola, no, no, no –solloza de un modo que me encoje el corazón, pero debo insistir si no morirá de frío.

- Vamos, se buena, ponte mi ropa. La camiseta, y el pantalón te vienen grandes pero te abrigarán. Te dejaré también mis calcetines, veras como te sientes mejor después -mientras lo digo voy despojándome con dificultad de las prendas en un forcejeo débil por desprenderme de su abrazo-.

- Ese cabrón, llevarse mi ropa…los buitres…no me dejes por favor.

- Es necesario, cariño. Tengo que llamar. Pero te tendré todo el rato a la vista, lo prometo –observo la pared del barranco donde están los buitres y encuentro factible subir por allí- además espantaré a los buitres, ya lo verás, así no te molestaran -aseguro como un hallazgo feliz-.

Apoyada contra una roca se ha vestido por fin la camiseta y los calcetines, se pone por último los pantalones; la camiseta le está muy grande y se sienta sobre el faldón sin dejar de temblar aún. En calzoncillos, vestido apenas con las botas y el sombrero tomo del suelo el bastón y el teléfono móvil del bolso del morral camino del barranco; antes he frotado enérgicamente la espalda de la chica para aportarle algo de calor extra durante mi ausencia.

- Gracias –responde aparentemente más tranquila mientras me observa alejarme-.

- No tardaré. Lo prometo –y comienzo a correr hacia el barranco siguiendo los senderos trazados por las ovejas. Corro cuanto puedo aún a riesgo de hacerme un esguince-.

Sin apenas resuello alcanzo lo alto del barranco del que al fin se han ido los insidiosos buitres para posarse unos cientos de metros más allá; en la subida apresurada me he rasgado la espalda a la altura de los hombros con unas aliagas y ahora con el sudor y el calor tibio del sol, me escuecen sobremanera. Hago un saludo a la chica con las manos indicándole que todo va bien y me responde en silencio agitando su mano derecha sobre la cabeza. Compruebo con alivio el número de rayitas en la pantalla del móvil. Tres, hay cobertura, menos mal. Marco el ciento doce. Me ponen con los servicios sanitarios de urgencia como solicito, a la vez que levanto el pulgar de la mano izquierda hacia la chica. Todo va sobre ruedas al fin. Explico el caso, doy nuestra posición, y me garantizan que en breve enviarán un helicóptero medicalizado para socorrernos, la doctora de los servicios sanitarios que me atiende asegura que lo prioritario es mantener el calor en el cuerpo de la chica, una hipotermia en el estado en que ahora se haya podría ser fatal, asegura. Respondo a la doctora que carecemos de ropa y que ella no está en condiciones de caminar hacia un lugar más cálido. No importa, túmbese sobre ella, dele calor con su cuerpo si es preciso, por nada del mundo deje que la temperatura del cuerpo baje, la hipotermia la mataría. Aun estoy asimilando las palabras de la doctora cuando un grito estremecedor procedente de lo hondo de la barranca me sobrecoge y pone en tensión todo mi cuerpo. Veo a la chica reptar de nuevo hacia atrás separándose con urgencia de la roca donde la dejara, sin despedirme de la doctora o interrumpir la comunicación me lanzo barranco abajo apoyándome con desesperación en el bastón, dando grandes zancadas que ponen en peligro la integridad de mis tobillos. Alcanzo por fin la vaguada y, en un gesto absurdo echo un vistazo al móvil de donde han desaparecido las rayas de la cobertura y cualquier atisbo de conversación. Cuando alcanzo corriendo el lugar donde está la chica esta solloza de nuevo presa del pánico.

- Una víbora, una víbora, ahí, ahí -indica histérica-.

La veo reptar escapando hacia el roquedo y con la contera del bastón le asesto un sonoro estacazo que la parte en dos matándola al instante tras unos segundos de intensa agitación. Cuando me acerco de nuevo a ella extiende sus brazos hacía mí con desesperación, todo su cuerpo temblando de frío y terror. La abrazo de nuevo con fuerza pegando mi cuerpo al suyo. Intento tranquilizarla frotando de nuevo su espalda con vigor, beso su cabello, sus mejillas, seco de lágrimas sus ojos con el dorso de la mano en torpes gestos de cariño que aquieten de alguna manera su agitación. El sudor empapa mi cuerpo y percibo el olor acre que emana de él con desagrado; otro olor se sobrepone a este y tardo unos segundos en esclarecer de que se trata. Huele intensamente a orina.

- Me he meado. Lo siento –dice de nuevo entre sollozos-.

- Oh, vamos, tranquila, no pasa nada –en realidad, en mi fuero interno pienso “lo que faltaba”-.

- Me escuece mucho, ¿tienes algo para limpiarme?

Maldigo mi suerte mentalmente. Siempre llevo conmigo papel higiénico por las urgencias fisiológicas pero hoy ya lo he agotado. Intento pensar rápido y sólo se me ocurre una solución de compromiso. En el interior del calzoncillo guardo un Kleenex que, aunque usado, tal vez pueda servir para salir del paso. Con vergüenza, intentando que no perciba de donde lo extraigo se lo acerco a la chica diciendo:

- Lo siento, esta usado. Es lo único que tengo.

La ayudo a sacarse los pantalones mojados y miro hacia otro lado con pudor mientras se quita las bragas y las arroja a un lado. Se seca cuidadosamente torciendo el gesto debido al escozor, cuando ha terminado la cubro como puedo con la parte aún seca de los pantalones y recojo del suelo las bragas metiéndolas dentro de mi morral. El sol comienza a asomar tímidamente por encima del barranco y los primeros rayos llegarán en breve hasta nosotros, le indico que se tienda como me ha dicho la doctora y con un punto de vergüenza por parte de ambos, me tiendo sobre ella procurando darle calor –desde luego a mí me sobra después de la subida y bajada del barranco y las últimas emociones-. Parece entonces que el temblor, el castañeo de dientes remiten y, algo más tranquila, la animo a que me hable de su familia, de sus amigos, de sus aficiones, cualquier cosa intrascendente que ocupe el tiempo y la distraiga de su dolor, pero ella insiste en querer explicarme, en intentar justificar lo sucedido, hasta que pasada casi una hora escuchamos el lejano batir de aspas del helicóptero.

- La cosa esta jodida, desde luego.

Es la respuesta lacónica que obtengo de Sol. Sol es mi esposa. Ha acudido en cuanto la he llamado, aparece bien entrada ya la mañana, me ha dado un abrazo flojo y un beso frío en la mejilla y nos hemos sentado el uno frente al otro con una mesa de por medio en la pequeña sala del hospital de desnudas paredes, habilitada, según parece, como una sala de declaraciones o interrogatorios. El trayecto desde el pueblo hasta la capital lleva algo más de una hora y ha empleado otra hora larga en conversaciones con los médicos, la policía y la jueza de guardia, quién se ha personado en el hospital nada más saber del caso. Al parecer, Sol y ella se conocen desde hace ya bastante tiempo. Vestido con un pijama, una bata y unas zapatillas que me ha facilitado el personal del hospital, me pregunto si eso es bueno o malo. Sol es abogada, especialista en penales además. A pesar de estar de vacaciones se ha vestido con ropa de trabajo: pantalón en tergal de raya diplomática, blusa blanca y americana ligera de verano; un pañuelo rojo anudado al cuello oculta con discreción y elegancia el amplio escote de la blusa, los zapatos a juego son de medio tacón y me han servido para saber que llegaba al escuchar su taconeo familiar avanzando por el pasillo hasta aquí. En su cara apenas maquillada se mezclan honda preocupación y cansancio.

- Pero bueno, ¿por qué?, no entiendo nada, ¿por qué me retienen?

- Te acusan de violación.

Responde seca. Grave. Sus bellos ojos marrones de mirada afilada se clavan en los míos en espera de una respuesta congruente, desprovistos por completo de familiaridad alguna, con el agravante de que esta sí existe, somos marido y mujer con veinte años de matrimonio, pero en sus ojos sólo se trasluce ahora la mirada de la profesional que espera conocer de su cliente la máxima cantidad de información para poder defenderlo con garantía de éxito.

- Pero que dices, ¿se han vuelto locos? Yo sólo he ayudado a esa chica, si no se hubiera muerto de frío y terror en ese barranco – respondo airado, el brazo en alto indicando la puerta de salida, como queriendo alcanzarla-.

- Ella te acusa también.

No es posible, me escucho decir en voz baja, atónito, perplejo, incapaz de comprender, de algún modo traicionado, utilizado. Asegura que después de discutir con su novio a la entrada del barranco y que este se fuera, apareciste tú e intentaste forzarla, describe Sol con precisión profesional.

- Pero Sol, por dios, ¿qué me estas contando?, ¿no estarás dando crédito a esas palabras? –mientras lo digo extiendo mi mano sobre la mesa e intento coger la suya, ella la aparta con brusquedad y entonces siento la sinrazón apoderarse de mi ánimo, la boca seca como en una escena de pesadilla-.

- ¡Las pruebas, Ramiro! ¡Hay un montón de pruebas que te incriminan, joder! Y esas no atienden a crédito alguno –no la reconozco. De su mirada a desaparecido toda familiaridad, toda ternura, me siento ante una extraña-.

- ¿Qué pruebas?, ¿por qué me han hecho tantos análisis, tantas preguntas? Que busquen a su novio hostia, seguro que él tiene las respuestas.

- Su novio tiene coartada. Los amigos aseguran que estaba con ellos a la hora de autos.

“A la hora de autos”, joder, encima emplea lenguaje técnico conmigo, dando por sentado que soy yo el causante del daño a esa chica.

- Maldita sea, yo sólo quería ayudarla, no dejaba de pensar en nuestra hija mientras lo hacía.

- No metas a la niña por medio –responde brusca Sol, reaccionando como un animal herido, y pasa a enumerarme la lista exhaustiva de pruebas que obran en mi contra-.

Encontraron sus bragas en tu morral. Restos de semen –tú semen ha dicho incisiva- en su vagina. Tu calzoncillo alberga manchas del mismo semen y, además, sangre de la chica. La sanitario que acompañaba al helicóptero atestigua además que pudo observar las manchas mientras os socorría y como yacías tendido sobre ella cuando este llegó. Es cierto, pienso ahora en la mirada cargada de desprecio que la sanitario lanzó a mi entrepierna mientras me entregaba una manta con que cubrirme, no obtuve respuesta alguna cuando le di sentidas gracias. El frotis que han hecho sobre tu pene revela que hay sangre sobre este aunque ha sido imposible determinar si es o no de la chica, lo cual no es mucho consuelo. Sí han precisado en cambio, que la saliva hallada sobre su pelo y mejillas es igualmente tuya; del mismo modo que, en su uñas han encontrado restos de piel que coinciden exactamente con las marcas halladas en tu espalda, y por supuesto tu sudor impregna todo su cuerpo.

- Así que tú me dirás –precisa Sol con una mueca de desprecio, a la expectativa-.

Conmocionado, noqueado. Así me siento. Como un púgil al que lanzaran un uppercut y permaneciese durante segundos mirando sin ver, la masa compacta de público que se agita y grita en las gradas sin entender a quién se dirige, qué hace él allí. Me subleva el desprecio de Sol, su incomprensión, el gesto de su cara desprovisto de piedad. Pienso que tengo argumentos suficientes para rebatir cada una de las pruebas que me incriminan, pero ninguno para enfrentar su mirada, su gesto expectante, aquel que me sentencia, ese que parece decir: “si admites tu culpabilidad y le ahorras el juicio al estado y a mí la vergüenza, la pena será mucho menor; y tu hija tal vez te pueda perdonar algún día, no yo desde luego”.

¿Y la chica? ¿Cómo mirarla a la cara después de esto? ¿Hacia dónde dirigir la mirada si el juicio llegase a celebrarse y la tuviese frente a mí? Esos ojos profundos, de un azul tan luminoso como esta mañana de verano, esos que recuperaron poco a poco el brillo en el breve transcurso de una hora después de haber estado secos, enrojecidos, sin llanto. Me hablaba de su hermana, de lo mucho que discutían, incluso llegaban a las manos en ocasiones; era dos años menor y creía saberlo ya todo, discutían por la ropa, por los chicos, por la música, por las tareas que sus padres les imponían… - ¡Por todo! ¿saes?, rió mostrando una sonrisa luminosa, radiante, adolescente, de dientes blancos, perfectos; y esbozó un fastidió ante el escozor que le provocó el labio roto al hacerlo, y sentí su dolor como algo mío, que me hiriese dentro, intenso, profundo – ¡Pero la adoraba! Era su osito – así lo dijo, y me llenó de ternura – su confidente, su cómplice. Todavía ahora, cuando en invierno llueve intensamente y los truenos retumban fuera, y los relámpagos llenan de sombras la habitación que compartimos – Ella tiene terror a la oscuridad, ¿saes? Aseguró regalándome la segunda sonrisa de la mañana – se cuela bajo las mantas de mi cama y se abraza con fuerza a mi vientre, se encaja a mi cuerpo y no duerme hasta que no siente mi mano apretando la suya con fuerza, ¿saes? Y después aparecía de repente un nublado, una nube gris, densa, solitaria y amenazante que irrumpiendo desde un lacrimal hasta el centro de ambas pupilas barriese el cielo raso de esos ojos tan limpios; una nube eléctrica que no descargara, y en cambio llenase de tensión el aire anegándolo de desasosiego y temor. Me trajo hasta aquí con la promesa de un regalo, algo especial me dijo. Dejamos el coche a la entrada del barranco y caminamos hasta aquí. Yo no tenía ni gota de miedo, ¿saes? Abrazada a su cintura caminaba absolutamente segura. Él es el más fuerte de la pandilla ¿saes? Los tiene bien puestos ¡Si lo sabré yo! Y vuelve de nuevo el llanto sin lágrimas, el terror, su cuerpo tiembla y se agita bajo el mío como el suelo en los pasillos del metro al paso de este; y la abrazo y la beso y enredo su pelo tras la nuca y le digo eso no importa ahora, y háblame de tus amigas, ¿quién es la mejor?, y siento que todo se calma poco a poco, y ya no se agita y vuelve el calor, y se disipa la nube y vuelve el brillo a sus ojos, fugaz, intenso. Hasta que dice de repente: Vane. Pero es imbécil, ¿saes? Quiso quitarme a mi novio y discutimos, casi nos damos de hostias, ¿saes? Pero al final Ricky eligió. Y me prefirió a mí, ¿saes?, y eso que la Vane está bien buena pero nunca le dará lo que yo, y eso él lo sabe, no es idiota. Y cuando lo dice, a sus ojos, a su sonrisa, acude un gesto de picardía propio de una puta, o de una buena actriz que interpretase a una puta: entorna los párpados ocultando ligeramente los ojos cargados de malicia, encoje la nariz en un mohín delicioso y frunce brevemente los labios lanzándolos levemente hacia adelante; al ver ese despliegue de recursos que imagino ensayado, fruto de horas de espejo, me asalta un pensamiento absurdo: si Helena de Troya fue capaz, hace tres mil años, de mirar de igual modo a Paris, no es extraño que se desencadenase la mayor de todas las guerras. Ahora todo está bien entre nosotras, ¿saes?, ella sabe cuál es su sitio y volvemos a compartir cosas, aun que yo la vigilo de cerca, ¿saes? Que los tíos sois muy cerdos y hay que andarse con ojo con vosotros. El sol ha aparecido por fin sobre el barranco y llega ya hasta nosotros, justo cuando el sudor, el calor de las carreras, se ha secado sobre mi cuerpo y comienzo a sentir un poco de frío en la espalda y las piernas; su aparición es providencial. Tumbado sobre ese cuerpo joven y bello, intentando cubrirlo por completo con mi propio cuerpo, sintiendo sus pechos duros bajo el mío a través de la camiseta, mi vientre pegado a su vientre cargado de promesas, los muslos enredados en los suyos, procurando sujetarme con los codos sobre la hierba para no descansar mi peso sobre ella, percibo emerger el cosquilleo propio de una erección incipiente y rezo para que esta no se produzca, de seguro lo notaría, tres milenios de experiencia la avalan, dan sentido a su afirmación –aunque al incluirme me doliese– y pienso, efectivamente, los tíos somos unos cerdos. Pero a sus ojos asoma de nuevo el nublado, la misma nube que antes no descargase llenando el espacio de electricidad estática. Justo ahí sobre esa roca – señala una peña próxima que sobresale entre la hierba – me dijo que me sentara, me lo pidió de una manera tan especial, ¿saes?, con mucho cariño. Y entonces se arrodilló frente a mí, como los caballeros de la tabla redonda, ¿saes?, sacó el móvil del bolsillo y buscó la grabadora, la puso a funcionar y comenzó a decir las palabras más bonitas que yo haya escuchado jamás, una poesía o algo, ¿saes? Y yo era la protagonista absoluta, la había escrito para mí, sólo para mí, y es cierto, ¿saes? porque yo me reconocía en muchas de las cosas que decía; ¡buah, creí que me meaba encima! Pero luego hizo algo aún más bestia, ¿saes?, detuvo la grabación, busco en su agenda el grupo de contactos Amigos y se la envió a todos ellos, ¡Y somos unos treinta, ¿saes?, una pasada!, luego con el móvil nos hicimos una foto cachete con cachete, la adjunto a la grabación y me la envió al mail, ¿saes? “Para que recuerdes siempre esta noche, cielo” y yo me volví loca y me abracé a su cuello y empecé a besarle por toda la cara, y el cuello y las orejas y entonces…lo estropeó, lo estropeó todo. Y se queda en silencio, abruptamente. Y me siento un bastardo cuando renuncio a mi estrategia de no saber en aras de tranquilizarla, para preguntar: “¿qué pasó?”. Arrodillado como estaba, ¿saes? – Comienza a sollozar y me siento fatal, pero ya es tarde – empezó a deslizar sus manos bajo la falda, subiendo muslos arriba hasta llegar a las bragas, tirando de ellas suavemente al principio y con fuerza después. Le dije que tenía la regla – “tengo la regla, cari” -, que así no me gustaba, él ya lo sabía de otras veces, ¿saes? Mientras lo dice ha alcanzado una hierba y la mordisquea distraída, aparentemente relajada. El sol sobre el barranco y la ausencia de víboras o buitres han contribuido a tranquilizar su ánimo y se muestra sosegada bajo un fondo de tristeza infinita. Pero le dio igual. Se puso loco, comenzó a insultarme, a llamarme estrecha, niñata, ¡después de lo que acababa de hacer, joder! Luego, volvió a arrodillarse, aparentemente se había tranquilizado, me beso la cara, las orejas y entre susurros me dijo al oído: “¿y por el culo?, tranquila, no te haré daño, ya lo he hecho otras veces”. No conmigo, desde luego, ¿saes? Igual con la puta de la Vane, pensé. Y de nuevo volvieron los temblores, el llanto por fin, anegando de nuevo sus ojos, y de su boca, como un torrente incontenible brotó toda la barbarie del mundo, avergonzándome por instigador, por inmaduro, por cotilla en fin. Me pegó una bofetada tan fuerte que sentí retumbar la cabeza durante minutos, y luego otra con el dorso de la mano, ¿sa…? Me partió el labio el hijo de puta, cabrón. Mientras lo dice, sus uñas se clavan en mi espalda con fuerza y me siento incapaz de detenerla a pesar del dolor. Después me arrancó la blusa de un manotazo, y tirando con fuerza se llevó también el sujetador con él; puta, zorra, calientapollas de los cojones, balbuceaba con mi ropa en su mano. Hizo un gesto como de marcharse, ¿sa…?, y se volvió de repente hacia mí, yo levante las manos intentando abrazarlo y en ese momento me pegó un puñetazo en el estómago que me dejó sin respiración durante varios segundos. En los estertores del llanto, sus uñas se deslizan por mi espalda arrancando piel, siento dolor intenso pero soy incapaz de paralizar su relato ahora. Después, tumbada sobre la hierba, vomitando como estaba, se acercó y me arrancó la falda, llevándose también los tenis. Lo último que dijo el muy cabrón fue: “¿quieres las bragas, so zorra?, pues quédate las putas bragas, a los buitres les encanta el olor de la sangre y será por ahí por donde empiecen; ya verás, te va a encantar como te comen el coño en vez de yo” y se largó con la ropa, dejándome aquí tirada. Tiembla, se agita, solloza; de sus ojos brotan lágrimas espesas que ruedan mejillas abajo como el agua entre los surcos de un sembrado, abriéndose paso a través del maquillaje, de su nariz se desprende un agüilla que alcanza el labio provocándole escozor, dolor intenso congestionando su cara. Sólo puedo abrazarla, susurrarle que ya está, que ya lo ha dicho, que se ha liberado, desprendido de ello, que nada malo le ha de ocurrir ahora, que yo estoy con ella y no la dejaré un segundo sola; pero me siento fatal por haberla animado, por haberla dejado llegar hasta aquí.

El sol calienta ya nuestros cuerpos francamente. Lo noto en mi espalda, sobre las piernas. Lo noto en sus ojos, a los que debo dar sombra con mi cara para que el brillo no la ciegue y al hacerlo, percibo que por primera vez me mira, me explora, en su gesto parece traslucirse un interrogante: ¿quién eres?, ¿qué haces aquí, sobre mí?; para terminar diciendo en un sollozo rematado por un hondo suspiro: “pero yo le quiero, ¿saes?”.

Tres de los cuatro extremos de la mesa de juntas del hospital están ocupadas por la juez, el comisario y la doctora de guardia respectivamente. El cuarto lugar debiera ocuparlo la abogada y esposa de Ramiro, Sol. A la pregunta de la juez responde el comisario:

- No ha querido testificar en contra de su marido, han preferido aceptar los cargos que se le imputan.

- Y los resultados de los análisis – interpela ahora la juez a la doctora.

- Ella no ha querido someterse al frotis vaginal que podría determinar si la sangre hallada sobre el pene del marido es suya o de la chica.

- Háganos un resumen de su declaración, comisario – la juez de nuevo al comisario.

- Bueno, alega en su descargo que, tras la noche de fiesta en la plaza, él y su esposa se retiraron tarde, hacia las cuatro más o menos. Habían bebido, ambos, y estaban bastante borrachos. Debido al calor se tumbaron en la cama vestidos apenas con la ropa interior. Él, Ramiro, intentó hacerle el amor a su esposa. Ella intentó disuadirlo alegando que tenía la regla – según declaración del esposo – pero esto a él pareció no preocuparle y continuó en su empeño, desnudándola por completo y llegando incluso a penetrarla.

Doctora y jueza miran con gesto grave, concentrado, al comisario, quién a pesar de sus años de profesión, de su experiencia narrando casos escabrosos ante todo tipo de foros, no puede evitar un punto de pudor al hacerlo.

- Como la mujer –continúa el comisario– al poco se durmió emitiendo sonoros ronquidos, esto hizo desistir en su empeño al marido quien encontró grotesco hacer el amor con su esposa en tales circunstancias –el gesto del comisario esboza una leve sonrisa que, enseguida se hiela al no encontrar reflejo en los gestos graves de ambas mujeres-. Entonces decidió hacerse una paja, perdón, masturbarse – se autocorrige el comisario con delicadeza-.

- Déjese de gilipolleces, señor comisario, tratamos de dirimir un posible delito de violación, no estamos en una puesta de largo –ataja seca la juez– continúe.

- Bien –continúa el comisario, aflojando el nudo de la corbata, visiblemente azorado– al terminar, limpió el semen con un Kleenex, se puso de nuevo el calzoncillo y guardo el pañuelo en su interior. Al parecer lo tiene por costumbre, de ese modo no se olvida de tirarlo al día siguiente.

- Pero en esta ocasión se olvidó –puntualiza la jueza-.

- Sí. Parece que el pañuelo permaneció allí olvidado incluso cuando el hombre defecó en el barranco, antes de encontrarse con la chica. Más tarde se lo prestaría a esta para limpiarse después de que ella se orinase tras ver a la víbora, según declaración del hombre.

- ¿Es posible que el semen de él llegase por esta vía a la chica? – interpela ahora la jueza a la doctora.

- Digamos que no es imposible, pero si poco probable.

- Concrete, doctora.

- Bien, el tiempo transcurrido desde la eyaculación no es muy dilatado, el pañuelo se ha mantenido cálido al calor del regazo y conservaría aún cierto grado de humedad; pudiera ocurrir qué cuando se lo presta a la chica este se rehidratase de nuevo y de este modo, parte de ese semen pasase a impregnar la vagina de la chica…

- ¿Pero?, ¿Cuál es su conclusión?

- Lo veo altamente improbable. La sangre encontrada en su pene tras el frotis sobre este, no indica que sea de la chica, pero eso no evita que el hombre pudiese eyacular sobre la muchacha sin haber llegado a penetrarla.

- ¿Entonces?

- En mi opinión no ha habido penetración, no se aprecian desgarros ni fuerza en la zona que lo atestigüen, pero todo parece indicar que el hombre intentó violarla sin conseguirlo y acabó por correrse en el exterior de su vagina. Los restos de piel hallados en sus uñas sí son, en cambio, indicativos de resistencia a la agresión y coinciden exactamente con los desgarros en su espalda. De igual modo la saliva en el pelo y mejillas de la chica pertenecen, sin lugar a dudas a ese hombre, igual que las bragas encontradas en su morral son de ella.

- ¿Entonces? – apremia de nuevo la jueza en espera de una conclusión determinante.

- Yo hablaría de violación en grado de tentativa – apunta la doctora dirigiendo su mirada al comisario en espera de que este corrobore sus hipótesis.

- Estoy con la doctora –apunta el comisario- a la espera de interrogar debidamente al novio y saber si este puede aportar alguna pista más concluyente, todo apunta a eso. Desde luego, la declaración en su contra por parte de la chica es categórica, y los mensajes enviados a los móviles que Ramiro indica como determinantes pudieron haber sido hechos desde cualquier lugar, incluso desde la fiesta. En mi opinión los hechos son simples, Ramiro se encontró a la chica desnuda en el barranco e intentó violarla sin éxito, el alcohol que aún llevaba en su sangre y la tentativa fallida de amor con su esposa pudieron animarle a ello, no digo que en los primeros momentos no tratase de socorrer a la chica como ha declarado, pero después se dejó llevar por sus impulsos y acabó violándola sin conseguirlo –concluye el comisario dirigiéndose a la juez-.

Un año de prisión y doce mil euros en concepto de indemnización a la víctima por el daño causado. Sin antecedentes delictivos, con buen comportamiento y reducción de condena por trabajos y cursos en prisión estaré fuera en seis meses. No me preocupa el dinero, afortunadamente dispongo de él; sí me preocupa en cambio el periodo que habré de pasar en la cárcel, corren malos augurios para los violadores allí dentro. Después de eso, una nueva vida me espera, sin matrimonio, sin ver a mi hija a diario, sin trabajo…Mientras recojo mis cosas en la oficina no dejo de darle vueltas a la cabeza y lamentarme, siento como una daga la traición de Sol, su falta absoluta de lealtad, aunque las pruebas me señalasen debería haber estado a mí lado sin fisuras. ¿Y la chica?, ¿Por qué lo hizo?, ¿Por qué no mencionó la fotografía y la grabación enviados a su correo?, ¿Por qué no lo hice yo? ¿Por qué? Entra un mensajero con un sobre acolchado, pregunta mi nombre, me hace firmar en una hoja y me lo entrega despidiéndose después. Lo abro. En su interior otro sobre, convencional este, sin dirección, sin remite; lo abro a su vez y hallo una hoja dentro, escrita a máquina, negro sobre blanco un texto escueto, desarmante: “Porque le quiero, ¿saes?, y quiero casarme con él”.

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