Nuestro último baile
Raro es el cine que dedica su atención a la vejez; menos aún a la muerte, la soledad y la ausencia que esta deja en uno de los miembros de una pareja que ha convivido a lo largo de cincuenta años. Y lo ha hecho, además, enamorada como el primer día. Y aun en menor medida, si quien sufre la pérdida, decide poner en práctica el pacto que había hecho con su esposa: seguir con la tarea que ella desarrollaba, la habría hecho feliz, y no podrá continuar por razones obvias.
Pero, lo que a primera vista parece sencillo, no lo es tanto cuando la familia se empeña en un exceso de cuidados rayanos en una atención infantilizadora que pretende relegar al viejo a la mera supervivencia: basta con que se alimente de forma regular —en exceso, a ser posible— y haya quien se ocupe de las tareas del hogar, para que los parientes den por satisfecho ese trámite. Una marcial cuadrícula de asistentes y horarios asfixiantes que, pegada a la puerta de la nevera, acabará por angustiar al anciano en lugar de ayudarlo. Este, para no disgustarlos, accede. Hasta que se harta.
Es la de Delphine
Leherice una historia pequeña, entrañable y por momentos hilarante, que pone al ciudadano europeo
—el que disfruta del amparo de la sociedad de bienestar, no aquella población desfavorecida que bastante tiene con llegar a fin de mes— ante el
espejo de una realidad cada vez más apremiante: la senectud y la forma en que la
sociedad afronta los últimos años de existencia. Más si cabe, cuando es la de
la Unión una población sumamente envejecida, cuyas políticas han de resolver la
ecuación de mantener el estado de bienestar, con la necesaria llegada de gente
joven a la que procurar empleo de calidad y una vida digna. Así, uno de los primeros
aspectos que llama la atención en el filme es la multiculturalidad de una sociedad,
la francesa, donde conviven gentes de todas las procedencias y razas, en tercera
o cuarta generación. Y, aunque no sea este el tema central de la película, viene
a colación porque una de sus coprotagonistas, La Ribot, multipremiada
coreógrafa y profesora de baile contemporáneo que vehicula el relato, es de
origen español. A partir de aquí todo son preguntas: ¿Debe el esposo viudo
abandonar el hogar que compartía con la esposa ausente? ¿Trasladarse a vivir
con los hijos por su bienestar, o por comodidad de estos? ¿Renunciar a su cotidianidad,
a sus inquietudes? ¿A su libertad, en suma?
A partir de esas premisas, en apariencia sencillas, se desarrolla un relato en el que se pone al espectador en la tesitura de ese jubilado. A saber, llevar a cabo aquello que pactó aun sabiendo que no actúa por voluntad propia, sino por lealtad. Enfrentando, al mismo tiempo, el inconveniente de acudir a los ensayos del espectáculo de danza que su esposa preparaba —y a él no le entusiasman—, con los sobre protectores cuidados que su familia le procura. Un aspecto, todo sea dicho, por el que la película pasa de puntillas, pues el hombre ni se ocupaba ni se ocupa de otro aspecto que no sea un dolce fare niente que, lógicamente, acabará por pasarle factura: él no sabe ni hervir una salchicha.
De ese modo se
deshace una madeja donde lo que se nos muestra es el desarrollo de la vida; los
lugares a los que nos conduce, a menudo a pesar nuestro, y siempre en manos del
azar. Baste añadir que el hombre, que acude con reticencia a los ensayos, acaba por hacerse con el protagonismo y el sentido de la obra. La Ribot, y el resto
de bailarines, pondrán el resto.
Razón aparte, es la manera en la que el hombre y su difunta esposa se conocieron, y se nos
narra con delicadeza extrema: tiene que ver con la página veintidós de algunos
libros que aguardan en la biblioteca pública de la localidad, y no desvelaré
Una delicia
sin pretensiones que deja un agradable aroma a… sudor. Memorable el trabajo de La
Ribot, quien se interpreta a sí misma y dota a su personaje de credibilidad,
humanismo y sensibilidad.
Comentarios
Publicar un comentario