Feromonas


 —¡Humm! ¡Sería capaz de distinguir tu olor entre los reos a un pelotón de fusilamiento! —exclamó, Clara. Inhalaba con fuerza el hueco entre el cuello y el pectoral hundido de Eusebio, donde apoyaba la mejilla.

Habían hecho el amor y él descansaba la cabeza en la palma abierta de su mano derecha. Con la izquierda, sujetaba un cigarrillo al que daba caladas largas y profundas y ella robaba de tanto en tanto. El humo la hacía sentir siempre mareada; pero así, acostada, completaba el placer que aún la estremecía. La oreja pegada a la piel y el aturdimiento causado por el tabaco lograron que no reparase del todo en su pregunta.

—¿De cuántos estamos hablando?

—¿Cómo? —preguntó confusa, todavía sin comprender.

—Ya me has entendido. ¿Entre cuántos hombres distinguirías mi olor del resto? —porfío, Eusebio.

—¿Qué tontería es esa? Lo dije por decir. Sólo trataba de ser un cumplido —molesta, se incorporó apoyada en un codo.

—Vamos, di un número. Siento curiosidad —manifestó sarcástico. Puso el cigarrillo entre los dedos índice y corazón que Clara separaba, demandando.

—No sé, ¿siete? —esbozó ella, soltando una columna de humo por la nariz y devolviendo el pitillo en un gesto hosco—. ¿Satisface tu vanidad? —Añadió irritada, acostándose de nuevo.

 «Espero que no tengas nunca ocasión de comprobarlo» —el pensamiento, fugaz y brutal, lo asaltó de pronto. Para serenarse al cabo cuando sintió sus dedos enredados en la mata de vello oscuro que discurría entre el pecho y el esternón demasiado hundidos. Tara que venía a sumarse a unas piernas largas y delgadas en exceso; a unos brazos de alfeñique que ascendían hacia el rostro melancólico. De labios finos y nariz aguileña, ojos saltones y pestañas ralas bajo la frente amplia y despejada, daban a su cara un aire insípido: de eterno mediodía.      

«Lo único que diferencia a Eusebio del resto —sopesó Clara, enojada—, es la facilidad con que dice cosas que, tal vez no sienta, pero me hacen temblar como una hoja al escucharlas». —con la reflexión, las vísceras se le acomodaron inoportunas—. «Ese aire triste y la determinación con que expresa cada emoción—elaboraba en su mente frases a las que no oponía freno alguno al enunciar—, desordenan mis sentimientos, anulan mi voluntad».

—Esperaría tranquilo en la fila de convictos —engreído, evocó la escena de esa ejecución imaginada—. De soslayo, te vería avanzar con los ojos vendados mientras me compadecía del resto de infelices—. Fumaba y miraba al techo. El aire inhalado silbaba en su interior para diluirse luego en volutas de humo evanescentes que sujetaban sus palabras.

Clara, apretaba la pelvis contra su cintura huesuda y suspiraba profundo intentando acallar las vísceras. Una vez remitía el sonido, trataba de separar cada latido del corazón de Eusebio del pitido en sus pulmones. Concentrada, olvidaba la punzada provocada por la pregunta para seguir el recorrido del humo hasta el último alveolo. Como un estetoscopio que llevase un oído a su pecho y el otro a las palabras impelidas desde ese interior cavernoso, se afanaba en la escucha buscando en ellas cualquier atisbo de amor soterrado.

—Miraría insolente al oficial que comandase el destacamento, con determinación suicida.

Al no encontrarlo, el intestino de Clara emitió un retortijón largo y agudo, caldeó sus pómulos y trasladó ese calor al torso desnudo de Eusebio. Se imaginó vendada, caminando entre muertos futuros, acercando la nariz a unas mejillas que inevitablemente habrían de rozar la suya: allí donde las secreciones de cada condenado lucharían por imponerse al resto. Apretaba los ojos con fuerza —el piquete ejecutor a un lado, la fila de convictos al otro— y se veía a sí misma avanzar en medio: aterrada entre el miedo a equivocarse y la desesperación por acertar.  

«Arterias palpitantes que tratan de salvar la vida —Eusebio, confundió el súbito temblor de Clara con la postrer agitación del gozo—, secretando olor animal, único en cada cuello; enmascarando el tufo a sudor, orines, mugre o flojera en el esfínter a que conduce el terror. Barbas recias, pobladas o hirsutas de hombre; lampiñas, de muchacho. Feromonas que laten y hablan por ellos desde la piel del pescuezo».

 

—¿Sólo a uno, zorra? —escupió el oficial encarando a Clara—. ¡Quia! ¿Qué podemos perder, eh, Benítez? —interpeló al cabo con desdén.

—Poco, mi capitán. ¡Qué importa un cabrón más o menos!

—¡Que lo intente! Echaremos un buen rato —concluyó este. Separó la silla del escritorio y se encaminó a la salida.

—¡A la orden, mi capitán!

—Aunque, que quiere que le diga —añadió, dirigiéndose al cabo desde el marco de la puerta, y señalando luego a Clara despectivo con el mentón—, dudo que distinga a unos de otros: esa roja tiene pinta de habérselos follado a todos.

Tropezaba sobre el suelo del pinar. Con la venda apretada en los ojos se alzaba sobre los talones y orientaba la nariz a la garganta de cada hombre. El oficial, tratando de engañarla, se aseguró de que todos hubiesen fumado el cigarrillo de gracia.

Las balas silbaron como el vientre de Clara en el burdel. La que perforó el pecho de Eusebio le devolvió el calor de su oreja aquella noche: sin palabras capaces de salvarlo, resultó uno más en la fila de convictos.

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