El corredor
El ejercicio parece la
excusa que lo acerque a ese lugar cada mañana. Enjuto
y no muy alto, de cabello abundante y cano, gasta poblado bigote del mismo
color que su pelo. Las piernas, delgadas y vigorosas; los brazos, desnudos en
cualquier estación del año; entrado en la madurez, presenta, en cambio, aspecto
atlético y jovial. Viste camiseta sencilla que entremete en el calzón ligero, a
la antigua usanza. Calza zapatillas sin marca y calcetines blancos con rayitas
rojas a la altura de la canilla. Deportista de otro tiempo, es imposible confundirlo
con un “runner” de hoy en día: colorido, tecnológico, sofisticado,
veloz; a menudo gregario. El corredor corre solo. Emplea zancadas cortas y
enérgicas. Muchas.
Invariablemente, lleva
flores en una de sus manos: un ramillete de camelias en enero, una rosa
temprana en primavera, dos hortensias en otoño... Este día, ha traído la
hermosa flor violeta de la uña de gato. La ha dejado sobre una roca granítica levantada
a la sombra de un bosquecillo de pinos, y tras sujetarla por el tallo con un
canto rodado, ha descendido al trote la cuestecilla que asciendo en sentido
opuesto. Como otras veces, nos hemos cruzado sin saludarnos. Cuando alcanzo el hito,
la flor se ha caído. En un gesto absurdo me he vuelto con intención de avisarlo,
para arrepentirme enseguida al no saber qué decir. Tampoco he querido
colocarla de nuevo en su lugar: «resulta violento, la profanación de un espacio
sin duda sagrado para él —concluyo, mientras me retiro—; caigo en la cuenta de que
siempre lo he visto en la distancia, como quien hace algo furtivo o indebido, sin
otro ritual que la ofrenda apresurada».
«En memoria de los
asesinados durante la sublevación fascista de 1936», figura escrito en una placa de mármol sobre la piedra. Nunca han
faltado flores frescas encima o al pie de esa roca con tamaño y aspecto de
menhir. Sin embargo, en alguna ocasión, la leyenda ha aparecido rociada con
espray. Mancillada y ultrajada ha vuelto, al cabo de poco tiempo, a lucir limpia
y remozada; se diría que orgullosa, bien legibles, los versos del poeta Luis
Pimentel: «¡Outra vez, outra vez o terror! Un día e outro día. Sen campás,
sen protesta. Galicia ametrallada nas cunetas dos seus camiños».
Me alejo pensando si existirá
un lugar mejor que otro para encarar un pelotón de fusilamiento: «¿La tapia de
un cementerio? ¿Una era en medio de la noche, en mitad de la nada? ¿La colina de Príncipe
Pío, las playas de Málaga, el campo da Rata, el cuartel de la Montaña...? Tengo
para mí que a praia das Fontes, frente a la bahía de Vigo, resultaría
doblemente cruel a aquellos reos: forzados a cuajar en sus pupilas la belleza de
la vida que les arrebataban».
El corredor se acerca en
sentido opuesto con su estilo inconfundible de zancadas cortas. Trae en la mano un
puñado de margaritas que habrá cortado en algún prado cercano. Me alegro al saber
que tendrá ocasión de volver al sitio la flor caída, de combatir con disparos de
memoria y amor filial cada pintada.
Comentarios
Publicar un comentario