Travesía Santander-Nantes 2023
01/06/2023 Santander-Santurtzi
Hacerse a la vela después de un tiempo sin experimentar esa sensación remite a los días felices de la infancia. De nuevo los poros de la mente nos sitúan ante espacios abiertos de tardes eternas y jornadas de juego permanente, interrumpidas por obligaciones cotidianas, tan impostergables y tediosas —comer, hacer deberes, asearse—, más propias del ámbito de los adultos que de las necesidades de un chaval y sus amigos.
Escucho las amarras caer sobre el pantalán en Santander y el sonido llena de dicha mis oídos. Tras despedirnos de Ana, esposa del patrón, el corazón comienza a ensancharse al observar desde el mar el imponente Palacio de Festivales, y enfilar la bocana del puerto buscando aguas abiertas. Al izar velas junto a la isla de Mouro y sentir bajo los pies la oscilación del agua, la cadencia regular de las olas, la impresión de aventura renace como en los años de adolescencia: tal vez no seamos Magallanes o Elcano surcando el mar rumbo a las Molucas, pero el gozo que recorre nuestra espalda al roce de la brisa fresca y nos anima a aparejar velas, no pudo ser tan diferente. El viento nos empuja a rumbo directo hacia el superpuerto de Bilbao, destino primero de la travesía, sin otra preocupación que tratar de mantenerlo llenando el trapo, o echar de vez en cuando un vistazo a la carta electrónica. Así discurren horas contemplativas, venturosas. La mirada dispuesta hacia tierra se llena de praderas color esmeralda que se desploman sobre un mar de tonos plomizos. En ocasiones, la costa se abre a anchos playones, angostos puertos, marismas repletas de vida a medida que se acerca el verano: Santoña, Laredo, Castro Urdiales… Dejamos atrás recaladas imposibles, atraques que rechazamos soberbios al ser llevados en volandas de un viento irrenunciable.
Tras una jornada en que las nubes han corrido veloces sobre nuestras cabezas, con la caída de la tarde divisamos las ciclópeas estructuras del puerto de Bilbao: profusión de espigones, silos, grúas, naves y tinglados; tráfico incesante de todo tipo de buques; agitado ir y venir de remolcadores y prácticos dan idea de la vitalidad del puerto y su actividad industrial, turística, pesquera: ¡si hasta han echado abajo la montaña que se alzaba sobre este para construir más espigones! En poco menos de una hora desfilan, ante nuestra diminuta proa, el ferri a Portsmouth, un gigantesco crucero turístico, dos buques con graneles y combustible, e innumerables pesqueros que regresan a puerto… En realidad, el puerto comienza en Santurtzi, diez millas más abajo de la localidad que le da nombre. Lo remontaremos al día siguiente buscando comprender mejor esta ciudad emprendedora e irreductible, tenaz y en constante transformación, que busca reinventarse desde su misma fundación. Hasta el nombre del cauce que la recorre da idea de la fuerza que la agita y estimula: Nervión. Se tiene la impresión de que quien lo nombró, intuyese la pujanza futura de su entorno.
Callejeo la noche de Santurtzi. Sobre la rampa de varada, próxima a la lonja de pescado, un grupo de marineros agita con brío y limpia las redes. Penden de una gran pértiga que, desde la embarcación, cae sobre el muelle donde es despojada de capturas muertas al tiempo que se vigilan y reparan posibles roturas del aparejo. El patrón se encarga de enrollarla con cuidado y estibarla de cara a la próxima salida al mar. Todos los trabajadores salvo él son de raza negra. Jóvenes y robustos trabajan con silenciosa eficacia mientras sus mujeres, cubiertas con hiyab, aguardan conversando a pie de puerto. Tal vez lleven semanas sin verlos, pero no interrumpen su labor: el trabajo es lo primero. Igual que en Galicia, se tiene la sensación de que aquí las nuevas generaciones rehúyan los trabajos del mar. Como hace docenas, cientos de años, el bienestar de ciudades, pueblos, naciones resulta inconcebible sin la participación de gentes llegadas de otros lugares, de todos los continentes. La presencia de sus manos, de su buen hacer, ponen de manifiesto que no caben ensueños nacionalistas o excluyentes en relación con el trabajo y la vida.
02/06/2023 Santurtzi— Santurtzi
No es aconsejable hacerse a la mar con una “vía de agua”. Quien firma estas letras se embarcó con una ciática de caballo. Por fortuna, los buenos amigos en los puertos y la atenta supervisión de un estresado doctor en el Hospital San Juan de Dios, además de una inyección de corticoide administrada por su enfermera, consiguieron hacer de mí un marinero dispuesto. Hoy parece cosa fácil, pero entonces aún quedaban por delante grandes retos y muchas millas hasta llegar a Nantes. De cuanto disponía eran algunos analgésicos y una… ¡manta eléctrica! Sí, para mi vergüenza fui el primer tripulante del Corto Maltés que usó este dispositivo, a decir de su capitán. Solo en los puertos, claro está, donde la batería a bordo no quedaba comprometida. Visto con distancia y respetando la medicación, puedo decir que salí airoso. Solo hube de poner un recuerdo de inyección de corticoide en Nantes, ya en manos de Anita, esposa del patrón y enfermera profesional. Resulté afortunado.
La arribada a Bilbao remontando la ría a bordo de nuestro “velerito” —así lo calificó con cierta guasa el operario del puente colgante al darnos paso entre Getxo y Portugalete—, da muestra de la capacidad de sus habitantes para transformar el medio. Convertir campos y riberas en productiva industria siderúrgica, fabril. Un dédalo de comunicaciones por vía férrea, carretera, muelles de carga o pasajeros, que se ha ido conformando con el paso de los siglos hasta dar con la ciudad turística y de servicios que hoy es, sin olvidar su legado industrial, integrándolo. Al revulsivo que supuso la construcción del museo Guggenheim a finales de los años noventa, la construcción del metro o la colosal renovación del estadio de fútbol de San Mames, han sumado la construcción de nuevos puentes y el saneamiento de la ría. En los días que pasamos bajo estos remataban la transformación en isla de la península de Zorrotzaurre: antes salía al río desde su margen derecha. A partir de ahora Bilbao tendrá, como Nueva York, su Manhattan conectado por puentes y tranvías. ¿Renovación, especulación, cabezonería… o todo al tiempo? Quien sabe. Lo incuestionable es la capacidad emprendedora, la tenacidad y pujanza de este pueblo que no deja de reinventarse con éxito. Bajo la sombra de uno de sus puentes, frente al museo del mar y a la emblemática grúa Carola, un grupo de niños navega en piragua. Se protegen del sol mientras le cantan el zorionak zuri —cumpleaños feliz en euskera— a uno de ellos. Tan pronto abandonan las embarcaciones en el pantalán, les falta tiempo para lanzarse al agua y chapotear como patos felices en las aguas turbias del río. Es hermoso contemplar la pura felicidad.
Nunca se ha visitado demasiadas veces el “Guggen”. Es tan singular su arquitectura que bajo el sol o la lluvia parecen alucinación sus miles de planchas de titanio. Dispuestas sobre la retorcida techumbre de la estructura, refulgen contra el verdor del valle que encajona la ciudad. Una vez dentro, recorriendo las sinuosas esculturas de Richard Serra —enormes planchas de acero corten sustentadas sin soldadura alguna—, uno cree comprender mejor la ciudad y su empeño. En ningún sitio como en Bilbao hallarían mejor cobijo estas figuras imposibles que desafían la materia y lo que se puede hacer con ella. Al recorrer las planchas en soledad o en la compañía de niños que pasan corriendo y gritando entre ellas, el espectador no deja de sorprenderse con el equilibrio y modelado del acero que el artista ha sido capaz de insuflar a sus obras: convierte en liviano lo robusto; lo sólido y firme en etéreo, maleable. Sin Serra también se explicaría Bilbao, pero con él se comprende mejor. Para entender mejor a su autor, y por extensión el recorrido de nuestro país en relación con la cultura, me tomo la libertad de sugerir al lector la magnífica novela de Juan Tallón, Obra maestra. En ella encontrará las peripecias de una de las esculturas de esta leyenda viva del arte, además de otras divertidas historias relacionadas con él y la gestión de nuestro patrimonio artístico; también, magnífica literatura.
El museo dedica una exposición temporal al pintor Óscar Kokoschka. Su Autorretrato de un artista degenerado es la primera ocasión en que un autor se sirve de una palabra peyorativa para usarla en su favor, descalifica así a quienes tratan de hacer lo mismo con su obra. Con relación a Bilbao concibió una obra solicitando ayuda para los niños bombardeados en Guernica: ¡Ayuda a los niños vascos! Pero es el colorido intenso de sus pinturas, el trazo ágil y grueso de sus pinceles y, sobre todo, la intencionalidad de su obra comprometida y originalísima, lo que lo ha hecho trascender. En ocasiones, parece contraria al mensaje que trata de difundir: En Liberación de la energía atómica, por tonalidad, composición y temática, uno no cree estar ante un cuadro dramático. El “arma atómica” (como hoy la nombran siniestros sus poseedores) se había inventado y probado en julio del año 1946; se lanzó sobre Japón tan solo un mes después; el cuadro fue pintado en 1947: hasta tal punto estaba Kokoschka comprometido con la denuncia de la guerra y su injusticia.
Durante el descenso de la ría hacia Santurtzi tuvimos ocasión de ver un velero decomisado, semihundido por falta de cuidados. “Fue objeto de vandalismo. Los tripulantes trataban de meter droga en Bilbao y fueron arrestados. Después de varios años amarrado al muelle de la Guardia Civil, lo asaltaron cuando estos dejaron el cuartel”, nos comentan los operarios del puerto. Otra embarcación incautada, esta fuera del agua, semeja un arrecife coralino en una de las orillas. Por ambas bordas nos adelantan bateles y traineras con fornidos chavales (y chavalas) en sus entrenamientos: «Parecéis a vuestra madre recogiendo la ropa, joder», grita el timonel a los remeros con intención de avivar su amor propio. Si el trabajo del remero es sufrido, no ha de serlo menos la labor del timonel. Me pregunto de donde sacará las exclamaciones con que los increpa—Uuuhjaaa— cada vez que sumergen la pala en el agua.
03/06/2023 Santurtzi— Mutriku
Como en la vida —la navegación a vela tiene muchas semejanzas— las cosas no salen siempre como uno desea. Aunque el plan a bordo sea alcanzar Guetaria en la siguiente jornada, el escaso viento apenas propicia la arribada a Motriku. Nos resignaremos a dejar los hermosos pueblos de Lekeitio y Elanchove por la borda de estribor. Nada que objetar. Recorriendo sus calles descubrimos que es la patria chica del militar y científico Cosme Damián Churruca, capitán del navío San Juan Nepomuceno, muerto en la batalla de Trafalgar en 1805. También fue alcalde de la localidad antes de servir en la contienda. Algunas vidas cunden mucho. Durante nuestra estancia, la villa celebra fiestas. En una de sus plazas se danza al son del chistu y el tamboril que pone la orquesta Gauargui. Es este un precioso pueblo, donde abundan las casas blasonadas que atestiguan su importancia en el pasado. Es curioso observar desde lo alto —muchos pueblos costeros vascos forman sus calles en empinadas cuestas—, las sucesivas ampliaciones del puerto. Desde el minúsculo ballenero original que cartografío y pintó Pedro Teixeira, hasta los dos largos brazos que le dan abrigo en la actualidad. El último espigón se dispara como una lanza mar adentro, lo protege de los temporales del oeste. Allí han instalado una central undimotriz: obtiene energía de las olas. Recuerdo que, antes de alcanzar Mutriku y doblar el cabo Machichaco, navegamos frente al cadáver de la central nuclear de Lemóniz: allí siguen sus dos enormes silos, durmiendo el sueño de los justos desde el año 1984, cuando el gobierno de Felipe González aprobó la moratoria nuclear. Me pregunto por qué nunca se derruyen esos monstruos una vez su utilidad queda en entredicho o no se lleva a cabo. Al consultar la enciclopedia constato que se trata de 1000 toneladas de hierro y 200.000 metros cúbicos de hormigón armado. Parece mucho derribo, desde luego.
04/06/2023 Motriku-Hondarribia
Sufriendo los rigores del calor y el ruido monótono del motor, vemos pasar el “ratón” de Guetaria, la playa y pueblo de Zarautz, la hermosa bahía de San Sebastián. El calor aprieta. Alza desde el mar y los valles cercanos una neblina que difumina prados y precipicios. Confiere al paisaje un aspecto onírico, idealizado de caseríos y granjas que se retrepan monte arriba para caer abruptamente sobre la costa. Los acantilados parecen recortados a tijera por la mano inhábil de un niño. Permiten ver la furia del planeta en sus plegamientos primigenios: es como si el mundo quisiera meter por fuerza más belleza de la que ya contiene. Monte Igueldo, faro de la isla de Santa Clara (en su interior, la escultora Cristina Iglesias ha dejado una de sus obras más hermosas); la mole del Kursaal, polémica en sus inicios, hoy se mimetiza en la distancia con el barrio de Gros y la playa de Zurriola. Todas serán, a mi pesar, visitas para otra ocasión; no impiden, sin embargo, que acudan a la memoria los versos de un vecino del barrio, menos ilustre de lo que hubiera sido merecedor en vida: “Un corazón al revés; un corazón como cualquiera, que tuviera la altura de un niño y la tarde libre entera”. Buen músico, compositor inmenso, Rafael Berrio nos dejó en 2020 huérfanos de lucidez, bohemia y actitud jacobina. Perra vida. Igual a la muerte que ronda estos días felices a nuestro amado Cody: can sin par a quién las Parcas deberían tratar de indultar.
05/06/2023 Hondarribia-Hondarribia
Un paseo por Hondarribia restablece la armonía de mi alma esta mañana de junio. Es lunes y me siento reconfortado en una suerte de vacación permanente donde no hay lugar para la prisa: adopto la actitud del flaneur. Después de todo, Francia está al otro lado del río y conviene contagiarse de esta actividad tan poco productiva y gratificante. Hermoso pueblo de calles armoniosas y balcones coloridos donde terminan —o empiezan— los Pirineos. Apenas un pequeño cauce fluvial separa uno de otro país, otra lengua, distinta y emocionante cultura. Paseo sus calles empedradas con grandes edificios blasonados, balcones cuajados de geranios y plantas; aromas de brisa marinera y coladas secando al sol mecidas por una brisa cálida y húmeda; me deleito con los guisos que arrancan a esa hora —se pocha la cebolla en las cazuelas, desde las cocinas de calles recoletas—, uno más de los placeres de este lugar donde la comida es religión. No en vano, la sociedad gastronómica frente al puerto donde nos han recibido ayer los amigos del capitán con paella y cerveza fresca, podría pasar por un salón de bodas y banquetes. Hoy me arrastra a una taberna umbría una melodía familiar. No acierto a reconocer la canción en lengua vasca, aunque la melancolía música resulte conocida. De súbito, recuerdo: ¡Quijote, Julio Iglesias! En vasco, con arreglo de acordeón, suena muy bien: “y mi Dulcinea dónde estaraaaá, que su amor no es fácil de encontraaaaar”.
Tomo prestadas unas palabras que Stefan Zweig dedica a Magallanes y ocupa mis lecturas durante esta travesía: “Nada sería de Aquiles sin Homero y toda figura sombra. Los hechos se disolverían en el mar inmenso como onda líquida si no existiese el cronista que los hace permanentes, o el artista que les da nueva forma”. Salvando las distancias, y por dejar constancia de nuestra más modesta aventura, recojo las palabras de otro marinero ocasional con el que coincidimos en el puerto de Mutriku: “yo vuelvo a Madrid, me incorporo al trabajo; mañana seré uno más” asume con tristeza petate en mano. Abre los ojos con envidia al mencionar que nosotros seguimos rumbo norte: Álvaro, el patrón, a Londres; yo le acompaño hasta Nantes.
06/06/2023 Hondarribia-Capbreton
En todo viaje que se precie hay hitos, pequeños detalles que marcan cuando acontecen un punto de no retorno. La toma de una decisión trascendente que determinará el resto del periplo. Con Fernando de Magallanes sucedió en el estrecho que lleva su nombre: “¿Qué hacer ahora? —consulta el almirante a sus capitanes tras haber alcanzado el paso que había prometido a su rey y valedor, el joven Carlos V— ¿Proseguir hacia el oeste, hacia el Moluco y jugarse la vida en un océano desconocido, o darse por satisfecho con el hallazgo del paso y regresar a España?” En su fuero interno conoce la respuesta: “Thalassa, thalassa”, hacia el mar, hacia el horizonte, como dijeron los navegantes griegos en la antigüedad. Así lo haremos también a bordo al cambiar los libros de pilotaje de la guía Imray: La Costa Cantábrica por Atlantic France; izamos la bandera francesa de cortesía en uno de los obenques y nos adentramos en aguas francesas.
Con cielo despejado y aguas turquesa —parece que el esmeralda de los campos cantábricos haya saltado al mar francés—, nos dejamos empujar a cinco nudos hacia el primer y único puerto de recalada en el sur de Francia: Capbreton. Luego de siete horas asomará por la amura de estribor tras los interminables playones de las Landas. Aquello que se desprendía del pronóstico: “un arrastrarse bajo el sol con un viento sur de fuerza escasa” terminó por dar lugar a una navegación apacible y briosa donde colgar los pies desde la borda hacia al mar auxiliados del piloto automático.
En la recalada, tras el nerviosismo inicial de la maniobra de entrada —la corriente de marea empuja con fuerza hacia el interior, levanta olas contrarias desde la desembocadura del río—, nos sorprende en el pantalán un marinero que entra y sale de nuestro corredor con un gran barco de pasajeros. Tras aguardar a que ejecute su tercera (y extraña) maniobra nos da paso y grita “training”. Parece que acaban de contratarlo como patrón y ensaya el atraque. Al atardecer lo vemos saliendo hacia el ocaso con su primer pasaje. Suerte, patrón.
Primera cerveza en Francia. Pongo en contexto lecturas juveniles: liberalidad, alegría, e idealizados veraneos desde la gris España posfranquista. Nombrar esta pequeña localidad evoca la diversión, la despreocupación y los dulces amores veraniegos de la época yé-yé: France Gall, Francoise Hardy, Brigitte Bardot… Por contra, en la terraza donde me siento suena la omnisciente Shakira “él está por mí, y por ti borroooó”. Otros tiempos. Junto al patrón, contemplo el espléndido atardecer de sangre que deja en perfecto contraluz a los chavales zascandileando en lo alto de la linterna roja del espigón. Anuncia en grandes letras metálicas, Capbreton. Desde la pasarela de madera que ordenó levantar Napoleón III (y resiste orgullosa el paso de siglos), asistimos embelesados a un crepúsculo en sanguinas que se escurre parsimonioso hacia el mar. Con la noche incipiente pedalea hacia la estacada un grupo de unos cincuenta chicos y chicas adolescentes. Están a las órdenes de dosmonitoras que abren y cierran la marcha. Conversan en parejas. Ríen, gritan, cantan como bandada de gorriones mientras las luces destellantes de sus cascos se funden con las primeras estrellas. Volveré a observarlos a su regreso desde la playa, cuando dejen un trazo sinuoso de luces tras ellos: llevan a su espalda el sol; comienzan sus vidas en un magnífico escenario.
07/06/2023 Capbreton-Arcachón
Amanece cuando dejamos la bahía tras nosotros. Las dunas se pintan de un pálido rosáceo y el sol se retrepa tibio sobre sus lomos. El viento terral se agarra a las velas e impulsa con fuerza al Corto Maltés un poco más al norte. El pronóstico indica viento flojo. Cursamos un pacto de silencio para no mencionarlo y que al menos se mantenga como está: en un alegre cabalgar sin olas, llevados de la brisa que deja olor a resina y lirios salvajes. El aroma se mezcla con el primer café de la mañana ascendiendo desde la cabina. Restan setenta millas por proa hasta la peligrosa entrada a Arcachón. Salpicados por el arenal se aprecian, a vista de catalejo —evocadora palabra en desuso—, extrañas construcciones pintadas de colores que semejan tortugas perezosas sesteando sobre la arena: son reminiscencias de los búnkeres de la guerra mundial. Se levantan en la zona remotos pueblecitos costeros a los que se accede tras atravesar kilómetros de pinar. De vez en cuando se destaca un alto faro que nos recuerda el lugar por el que navegamos. A pesar de lo apacible no deja de advertirnos de lo peligrosa que puede resultar esta costa: contra el Golfo de Vizcaya chocan todas las borrascas que, desde el Atlántico, alcanzan el continente. Por fortuna en Galicia sólo nos rozan. En el Cantábrico se dejan sentir algo más: “el gallego”, como le dicen al mal tiempo. La zona por la que navegamos ha sido acotada por la fuerza aérea francesa para realizar ejercicios de tiro; aunque hasta el momento lo único volador que nos visita sean infinidad de moscas, mosquitos, mariposas y abejorros. Supongo que los traerá el viento de improviso, pues nada hay susceptible de ser polinizado a bordo. Serán millones los que cada día se precipiten al mar empujados por el terral. Puesto que la longevidad de una mosca es de apenas tres días, parece absurdo emplear un sexto de su vida visitando un velero de paso. Siempre desde nuestro punto de vista —¿y si resultásemos para ella como Marte para nosotros?—, claro que, de tener consciencia, quizá se preguntarían por qué empleamos tanto tiempo trabajando o haciéndonos la guerra mientras ellas descansan sobre el lomo de un búnker en la costa. El que vuela ahora de vuelta a tierra es un alegre gorrioncillo. Se impulsa dando botes sobre el aire. Agita las alas veloz y asciende para dejarse caer y batirlas de nuevo. Parece que aprendiese a volar esa mañana, disfrutase de una habilidad recién adquirida. Navegamos a algunas millas de costa, pero el pájaro confía en sus fuerzas: usa sus alas derrochando alegría. De súbito, nos sobrevuelan tres cazas del ejército francés en formación de combate. Su paso veloz y el ruido funesto que colapsa el aire sobre el tope del palo llenan la tarde de oscuros presagios. ¡Pensar que, siendo niño, Las aventuras de Michel Tanguy y Laverdure estaban entre mis favoritas! Hoy descubro que Michel y Tanguy son la misma persona, no dos como creía entonces.
Reconocemos desde el mar la duna de Pilatos. Se trata de una formación arenosa que visitan desde lo alto gran cantidad de personas. Semejan hormigas retrepándose sobre su lomo. Los prismáticos nos acercan sus diminutas siluetas. Progresan cansadas sobre la arena. Hay quien trata de inflar un paracaídas y lanzarse desde lo alto. Otros, recorren el arenal dejándose caer hasta el borde del mar, como Sísifo en su descenso tortuoso. Me cuenta el capitán que al otro lado de la duna algunas casas van quedando sepultadas por la acción del viento y la intemperie. Imagino la desolación de sus propietarios ante el envite inclemente de la naturaleza. A continuación, un dédalo de balizas señala un canal del que no conviene alejarse ni un milímetro. La mañana en que lo abordamos el mar se encontraba en calma. La pericia del patrón ha resuelto franquearlo con la creciente de marea. Con temporal de mar y vaciante se montan, a cada lado del estrecho paso, olas de hasta dos metros de altura que acongojan. Cualquier error pondría el barco y a sus tripulantes en serio peligro, de no seguir el balizamiento o pasar con mal tiempo. Pensemos que se emplean dos horas a motor desde la baliza de arribada hasta alcanzar el puerto de Arcachón.
08/06/2023 Arcachón-Arcachón
Una deliciosa mañana de final de primavera recorro cada uno de sus barrios —dedican uno a cada estación del año—. El más majestuoso es la Ville d’hiver, donde las mansiones de estilo años veinte se muestran a cuál más bella y suntuosa que la anterior. Ubicadas sobre un frondoso bosque de pinos y caducifolias, cuidados céspedes, caminos de grava y bellos parterres, apenas las separan de la mirada curiosa una coqueta barandilla de madera blanca. Se alzan hermosas casas con porche y tres plantas de altura bajo orgullosos pináculos con desvanes e infinidad de cuartos. Ostentan nombres ampulosos: Humboldt, Descartes; cursis: Castellmare, Villa Theresa; irónicos: R.I.P… No es difícil imaginar a aquellos niños privilegiados de hace un siglo persiguiéndose por corredores alfombrados entre habitaciones vacías y trasteros atestados. Su imaginación no precisaría de mucho esfuerzo para convertirlos en palacios de leyenda. Tampoco se hace extraño imaginar el parque que rodea el barrio tapizado con los colores del otoño o la somnolencia propia del verano; despojadas de transeúntes sus calles apacibles. Esta mañana de nubes y claros solamente se escuchan afanosos mirlos buscando qué llevarse al nido; el sonido de fieltro al arrastrar los pies de alguna excursión de jubilados.
La burguesía de Burdeos se instaló en esta villa tras la Primera Guerra Mundial y convirtió la bahía en centro de ocio y casino. Parece que la Belle Epoque se disfrutó de lo lindo en esta localidad tras el desastre de la Gran Guerra. En el coqueto parque de la Mauresque las praderas lucen espléndidas, el césped está cortado a cepillo y los macizos de flores, pinos y helechos tropicales dan lustre a una localidad que hoy vive de la ostricultura y el turismo. Aquí tomaré mis primeras ostras con pan y mantequilla — perfecta combinación—, una ensalada verde y una potente cerveza Divel (8,5 grados) con la que premiar mi “extenuante” jornada turística. A la caída de la tarde un potente chubasco recorre la ensenada de este a oeste descargando con fuerza sobre la villa; dibuja una orla arcoíris que se asienta en cada extremo de la bahía. Transforma en delicia el olor a algas, limo y pino fresco.
09/06/2023 Arcachón-Royan
Comienza otra jornada larga e intensa. Setenta millas hasta alcanzar Royan al amanecer del siguiente día. El Corto Maltés tiene un andar lento y seguro. Bien gobernado, es capaz de las mayores gestas. Arcachón impone, como condición para abandonar a la “hermosa dama” sin contratiempos, tener la marea bien presente. La bajamar comienza a las once de la mañana. Nada de madrugones, pues. El plan consiste en pasar día y noche en el mar, aparejar velas para hacer cuatro nudos de media y procurar estar en la desembocadura del Garona a las seis de la mañana, con la marea entrante y ojo avizor para no equivocar ninguno de los muchos hitos que flanquean su estuario. Allí, las corrientes y la potencia del río en bajamar forman olas rompientes, catastróficas de no haber sido previstas.
La navegación discurre en una sucesión de gozos visuales: la línea del horizonte parte en dos el espacio a proa, pinta un cielo celeste que grandes nubes algodonosas se apresuran a recorrer. El agua se tiñe de azul cobalto. El tajamar del barco lo abre milla a milla. Nos embelesa de nuevo la duna de Pilatos al contemplar como la luz del primer sol la dora con desgana. Se forma un gracioso copete sobre ella cuando asciende desde el mar el aire cargado de humedad: nada hay más hermoso que la naturaleza y sus juegos. Tras cuatro horas de navegación ininterrumpida —debemos rodear los bancos de arena y la larga aguja de Cap Ferret—, nos encontramos en la misma latitud que a la partida, pero fuera de la bahía. Destroza el embeleso el rugido atronador de la fuerza aérea francesa: continúan con sus prácticas de tiro.
Comida, siesta, café y lecturas marineras mientras el barco merienda millas. Stefan Zweig biografía a Fernando de Magallanes. Admiro la firme determinación del portugués, me compadezco de las penurias que hubo de pasar para, finalmente, no alcanzar la gloria sino en el recuerdo que el mundo le ha profesado después. Para sí hubiera querido este mar, este viento y esta pacífica tripulación. La suya se amotinó y hubo de hacer expeditiva justicia en la persona de su capitán, Gaspar de Quesada. Aquella noche en puerto San Julián quienes estuvieron a su lado y se jugaron la vida en violenta sublevación, Duarte Barbosa y Joao Serrao, la perderían luego de manera absurda; en cambio, quien se manifestó en abierta oposición, Juan Sebastián Elcano, azares del destino, acabaría por llevarse la gloria de ser el primero en circunnavegar el planeta.
El sol se pone sobre el mar y la esperada media luna tardará algunas horas en aparecer. Cuando al fin lo hace, riela el mar con su reflejo y no nos abandona hasta Royan. Para mi cuarto de guardia me apresto de chaquetón, radiobaliza y chaleco salvavidas. Con los ojos bien abiertos me dejo mecer por el balanceo y revisito canciones desde los auriculares —Meteorit ferit (Clamor), María Arnal i Marcel Bagés—. Junto a ese gajo de luna, resultan la mejor compañía de la noche.
10/06/2023 Royan-La Cotiniere
La arribada a Royan un tímido amanecer se manifiesta con la despedida progresiva de las luces de señalización. Al menos nos permite ver la estructura del faro de Cordouan, cuya luz de sectores llevamos escudriñando media noche. ¡El rey de los faros, el faro de los reyes!, así es llamado en la república que los pasó por la guillotina. Posee una habitación por si Le roi, acaso tuviese el húmedo capricho de pasar allí una noche.
En la aproximación, algún error en el rumbo pudo habernos llevado a los escollos de no haber corregido a tiempo: es la ventaja de disponer de cuatro ojos en vez de dos. Atravesamos el amplísimo estuario del Garona con la primera luz del alba y plegamos velas sin mayor contratiempo. Colgamos defensas, preparamos amarras y, después de una merecida ducha, dormimos a pierna suelta mecidos por las aguas del río. El intento de hacer una excursión al faro desde el puerto se vio truncado: no quedaban plazas libres en la visita de ese día. Una pena, porque el barco que nos acercaría desde Royan es anfibio y una vez alcanza la isla, rueda por sus playas hasta el acceso. He de conformarme con ver sus hermosas fotos a través de Google, o esperar a comentarios de Álvaro. Él se emplaza a visitarlo a su vuelta de Londres.
Pasamos la tarde holgazaneando por Royan. Conociendo los rincones de una ciudad que por su posición estratégica, orgullo malentendido y falta de sincronía entre los ejércitos francés y británico, fue reducida a escombros en enero de 1945, durante un bombardeo de RAF. Así lo atestiguan las fotografías ante la iglesia de Notre Dame. En su reconstrucción parece que hubieran dado vía libre a cuanto arquitecto "creativo" se sintió concernido. La levantaron en tiempo récord, es cierto, aunque se trate de una oda al mal gusto: el hormigón de sus muros recuerda más a un silo que a un lugar sagrado. Hoy, para cenar, diminutos mejillones al vapor en un curioso chiringuito de playa. Una pareja de músicos ameniza la velada, se parte el alma para pagar las facturas a golpe de viejas canciones de Abba y melodías patrias que enardecen el corazón de los comensales: ¡alle, alle, alle…! Se enciende de nuevo la linterna del faro. Mañana trataremos de alcanzar La Rochelle.
Por más que bregamos el amplio resguardo que hubimos de dar al faro de Cordouan, sumado al intenso viento noroeste, nos impide alcanzar la punta de Chassiron, extremo norte de la isla de Oléron, y enfilar La Rochelle. Nada que objetar. El pequeño puerto de La Cotiniere, aparecido como por ensalmo en la carta y seguro lugar de refugio, nos permite dividir la travesía y disfrutar de unas instalaciones excelentes. Para regocijo del patrón dimos con un pescador aficionado a los comics que tiene “todo lo que se pueda tener sobre Corto Maltés”, asegura su esposa.
En el puerto de pescadores las gaviotas parecen esperar con paciencia a que llegue el lunes subidas a los barcos vecinos. Ni se molestan en buscar otro sustento que no sea el que los marineros les ofrecen con los descartes del pescado. Sobre los puentes, aguardan a que se reanude la semana como haría cualquier persona una melancólica tarde de domingo.
Recorro las calles alejadas del centro. Vago entre un laberinto de casas hermosas y sencillas. Un denso aroma a higueras, jazmín y aromáticas me asalta en cada esquina. Paseo junto a fachadas de cantos de playa o ladrillo, enfoscadas y encaladas con gusto; las ventanas y contraventanas lucen pintadas en armónicos colores violeta, azul, mostaza... se rodean de jardines pulcros y comedidos. Uno desearía vivir en cada uno de estos rincones, pasar un verano al menos; incluso un invierno: si desde ese lugar batido por las olas y la furia de los vientos no surge una buena historia, es que no se tiene nada que contar. De momento sólo se me ocurre el título de una película cursi de sábado tarde: Una casa en Oléron. Pero como en cualquier mal filme, entre tanta belleza se levanta sin avisar —en un cruce de calles, junto a la escuela infantil del pueblo—, un puñetazo visual que noquea y asquea al mismo tiempo: un luminoso de patatas fritas de la firma McDonald’s. Es como descubrir una hemorroide en el cuerpo de una odalisca.
¿Por qué a menudo idealizamos aquellos lugares que visitamos? ¿Por qué tratamos de convencernos de que allí seríamos mucho más felices que en el lugar del que procedemos? No puedo evitar traer a Rafael Berrio de nuevo a colación: «Por eso tanto da, lo mismo aquí que allá, si llevas contigo el infierno de tu intimidad», canta en El sitio de San Sebastián.
Extraña, emociona comprobar que en las viviendas de la Cotiniere excusan levantar altas vallas en los jardines; separarse de sus vecinos por muros; escatimar a los demás la vida doméstica (tan similar a la del resto, seguramente). Pequeñas, frágiles verjas de madera blanca permiten disfrutar del jardín o la vivienda ajenos, aunque sea de modo visual: también se convive en el hogar de los demás. Qué diferentes a las fortalezas de granito, setos, tapias y vallados que separan nuestras fincas en España. Convivir, hermosa palabra.
11/06/2023 La Cotiniere-La Rochelle
Echo "la siesta del carnero" mientras doblamos el cabo Chassiron, extremo norte de la isla de Oléron. Suena el mar bajo la quilla con dulce monotonía. Saludamos a los barcos que navegan en sentido contrario esa mañana gris, transformada, por mor del viento, en deliciosa e inolvidable.
A la altura del cabo, un pecio del que apenas asoma el palo sobre el agua, nos reafirma en la decisión acertada de entrar anoche en la Cotiniere, no jugárnosla de madrugada tratando de alcanzar La Rochelle.
En la arribada, la bahía se tiñe de esmeralda intenso bajo un acerado cielo gris. Los veleros surcan el agua pintando el paisaje soñado. Algún mercante abandona el puerto comercial. Permite que pongamos en práctica los conocimientos de una navegación cortés y cedamos la preferencia que, por otra parte, ya tiene. Impresiona el bosque de palos del puerto de Les Minimes, frente a la baliza del cardenal Richelieu (así la han bautizado e impreso su nombre en chapa: es costumbre nombrar las balizas singulares), en el acceso al canal del puerto. Al embocarlo, avistamos ya a distancia sus magníficas torres coronadas con la bandera nacional de Francia enlo alto. Ondea orgullosa al viento entre la Cadena, San Nicolás y la Linterna: nombres míticos para cualquier navegante.
Coqueta y diminuta capitanía en la Rochelle. Pequeño edificio tras las torres, entre las linternas que cumplieron como enfilación verdirroja. Hoy obsoletas, conservan el encanto de lo que un día fue útil y no ha dejado de ser bello. La atiende, diligente, Valentine. Enseguida nos acomodará en el viejo puerto mostrando un costado a las torres como desea el patrón. El escenario es perfecto.
Antes, entre la isla de Oléron y el continente, hemos intuido en la distancia Fort Boyard, el fuerte que los franceses construyeron en el interior de la bahía para proteger el arsenal de Rochefort de los ataques británicos. La artillería francesa no alcanzaba a los barcos británicos por muy poco. Se plantearon entonces levantar este fuerte en medio del mar. Fuera del uso para el que fue concebido, lo ha comprado un millonario para realizar allí un reality televisivo. En las imágenes aún impresiona su forma ovalada, erguida a varios metros sobre el nivel del mar, sus paredes cuajadas de troneras defensivas.
12/06/2023 La Rochelle-La Rochelle
Visita al búnker de La Rochelle. Antiguo hotel del pueblo reconstruido durante la ocupación nazi para albergar a los oficiales de la armada de ese país. En sus sótanos, docenas de dependencias firmemente aseguradas con cemento y hormigón: salas de transmisiones, enfermería, despacho del alto mando, habitaciones de descanso, bar … Nada faltaba allí salvo aire fresco. Después de un rato en sus dependencias se echa de menos, el que hay está viciado y provoca mareo. El espacio lo decoran maniquíes (hombres y mujeres) en uniforme de campaña: radiotelegrafistas, soldados de paso, heridos tendidos en sus camastros, enfermeras… recrean con precisión un espacio que no debió de resultar tan ideal como lo muestran. Alrededor fotografías, vídeos, maquetas y documentos sonoros que ilustran lo que hubo de suponer vivir bajo la opresión alemana.
Considero obligado acudir al mercado de la localidad. Pequeño y precioso cuerno de la abundancia: pan artesano, carnes, pescados, mariscos, fiambres, quesos (¡vive la France!), embutidos (una mujer los elabora en el mismo puesto donde su marido los vende), rillettes, quiches, confites… y una enorme lista de delicias que forman parte indisociable de la gastronomía, y por extensión, de la cultura francesa. Junto a la fachada principal, el puesto de ostras. Allí acuden las señoras llevando consigo una pequeña fiambrera doméstica y la familiaridad del trato habitual. Hacerse abrir media docena, acompañarlas con pan y mantequilla, maridarlas con un vaso de vino blanco (bastante malo, en mi opinión) no es un capricho, representa una cumbre de la civilización: el placer de conversar y reír con amigos alrededor de un barril donde esperan estos manjares es, poco más, lo que nos llevaremos de esta vida. Me dieron envidia los vecinos franceses: disfrutaban en compañía del festín del que yo daba cuenta en soledad.
Por la tarde, visita el Museo de Historia Natural de La Rochelle. Tan sólo el magnífico edificio que lo alberga o el recorrido por sus jardines con especies —helechos, palmeras, ficus, magnolios, nenúfares, bambúes y un largo etcétera— venidas de las colonias y asentamientos franceses de ultramar, ya hubiera merecido la pena. Pero es que sus salas y pasillos contienen maravillas animales más asombrosas cuanto más se recorren. Perderse por ellas escuchando el crujido de sus vetustos suelos, entusiasmarse en cada vitrina con especies de pájaros, serpientes, anfibios, reptiles, mamíferos, peces de todos los tamaños, colores y formas es asomarse a la fascinación que debieron sentir sus descubridores. Hoy resulta sencillo y hasta aburrido ver a cualquiera de estos en un documental, pero entre los siglos XV y mediado el XVII, cuando los europeos comenzaron a salir de sus fronteras y tuvieron ocasión de confrontar otros humanos (en este lugar pueden ¡¿apreciarse?!, cabezas reducidas; hombres a los cuales se dudó en calificar como tales por carecer del mismo aspecto, conocimientos o intereses que los europeos), otras especies, una flora inmensa y diversa habitando el mismo planeta, hubieron de quedar estupefactos con tales hallazgos. Los científicos y mentes lúcidas, curiosas o adineradas de la vieja Europa enseguida se aprestaron a hacer acopio de estos tesoros; coleccionarlos, exponerlos en gabinetes privados (el museo ofrece uno de ellos tal como era, cedido por un vecino ilustre del lugar), y estudiarlos con celo y diligencia hasta desentrañar misterios que hoy nos resultan obvios. Aunque también hay en el edificio lugar para la desgracia o la llamada de atención: allí se encuentra expuesto el esqueleto de un dodo, pájaro hoy extinto que habitaba Isla Mauricio y fue diezmado hasta su desaparición con la llegada del hombre blanco… ¡Un nido de pájaro tejedor!, el esqueleto de anatomía humana del doctor Azoux (realizaba modelos a base de pasta de papel; desmontables y con bisagras, de un realismo y utilidad didáctica sorprendentes); magníficas representaciones etnográficas (vestidos, instrumentos musicales, utensilios). Un lugar, en suma, donde asombrarnos del conocimiento adquirido por nuestra especie y concienciarnos del valor que deberíamos darle al resto de las criaturas que comparten la vida con nosotros.
Pero, por desgracia, todo lo que se puede ver en el museo está muerto; para observar la vida es aconsejable subir a lo alto de la Torre de la Cadena, contemplar el agitado ir y venir de los barcos que llegan al recoleto puerto viejo, disfrutar de una cerveza en compañía de turistas y locales que han subido hasta la misma terraza. Música electrónica con fondo étnico a un volumen que no apaga la felicidad de las voces en torno a uno; el hábito local de tomar el aperitivo antes de la cena (siempre demasiado temprana para la costumbre española) desde un lugar simbólico de la ciudad: entre las torres de San Nicolás y la Linterna. Por fortuna un intenso chubasco nos lleva, de pronto, a guarecernos entre las lonas del local; aproximarnos a la barra en busca de abrigo común, igual a la manada de antílopes (disecados) que acabo de ver hace unas horas en el museo. Al final, la naturaleza vence cualquier humano propósito.
13/06/2023 La Rochelle-Bourgenay
Dejar atrás un puerto nos expone a la añoranza una vez queda en la estela; poner rumbo a otro que, con un poco de fortuna, habrá de correr la misma suerte; es la eterna disyuntiva del marinero: proa, popa; lo que dejamos, lo que anhelamos no son necesariamente lo mismo.
Nuestro propósito este día es alcanzar la isla de Yeu, pero un obstinado viento del norte (al ponerlo por escrito caigo en la cuenta de que contrarío el espíritu de la navegación deportiva: la única brisa mala es la ausente) nos obliga a dar amplios bordos tras hacer media travesía a motor entre la isla de Ré y el continente. Su persistencia conseguirá que montemos el tormentín y naveguemos sobre un mar color berilio encrespado, aunque manejable con la nueva vela. A media tarde caemos en la cuenta de que el propósito diseñado a primera hora es demasiado ambicioso para las condiciones reinantes. Nada tiene de deshonroso resignarse a lo que imponen mar o meteorología: buscaremos abrigo en el puerto más próximo. Este resulta ser Bourguenay, una estrecha entrada que conduce a una marina abrigada y calma como un útero. Cualquier renuncia es mejor que una mala experiencia. En ese aspecto me tengo por un tripulante afortunado: el capitán siempre respeta esa máxima.
14/06/2023 Bourgenay-L’Herbaudiere
De Bouguenay a L’Herbaudier alternaremos motor, vela y escollos (alguno aparece a golpe de vista y prismáticos llenándonos el corazón de congoja). Navegamos una mañana de plata fundida ante la mítica población de Les Sables d’Olone, punto de partida y llegada de la regata Vendée Globe. El lugar no tendría nada de singular de no conocer ese dato. De hecho, la costa vista desde el mar consiste en una sucesión de feos apartamentos y enormes edificios turísticos sin gracia ninguna. El puerto de L’Herbaudier es, con diferencia, el más intrincado de cuantos hayamos atracado en toda la travesía.
Escollos a ambos lados de un estrecho canal dragado, en cuyo frente se alzan dos imponentes espigones que dan cobijo a un centenar de barcos y al servicio francés de salvamento de esa localidad en el estuario del río Loira. Puertos como este confirman la pasión de los franceses por la náutica deportiva, aunque es seguro que nuestro capitán recalará en otros significativamente peores.
Por lo demás, en L’Herbaudier daré cuenta de la mejor ración de ostras, acompañadas en esta ocasión de langostinos y pan con mantequilla, de toda la travesía. La camarera que las sirve acompaña con un festivo ho-ho-ho la exclamación de asombro que profiero en el momento en que las tengo delante, boccati di cardinalle.
Nota luctuosa: hoy ha muerto nuestro amado perro Cody, tras varios días de enfermedad; no puedo más que dar gracias por los años de felicidad que nos regaló. Una imagen que siempre asociaré a la dicha es la de su compañía al navegar, a pesar de no gustarle en absoluto.
15/06/2023 L’Herbaudiere-Porchinet
No comprendo muy bien por qué hemos de pasar de L’Herbaudier a Porchinet antes de embocar el estuario del Loira, “pero en la vida no hay que entenderlo todo”, me respondo; basta seguir las órdenes del patrón y dejarse llevar a una localidad singular de la que apenas conoceré la playa y un puerto en forma de raqueta, diseñado a propósito para conjurar las intensas mareas que durante años han dejado en seco las embarcaciones. Todavía lo hacen, pues media flota sigue en el fondeadero habitual y la otra media se ha trasladado a la gigantesca nueva instalación. Merece la pena echarle un vistazo en Google Maps.
Antes de alcanzarlo observamos, difusos entre la bruma de la tarde, la línea de enormes barcos mercantes que aguardan el momento de remontar las aguas del río y alcanzar Saint Nazaire. Algo más alejadas se intuye la rotación de las aspas de un parque eólico marino, seguramente visible los días claros. Abundan en la costa atlántica, en España estamos aún con el debate incipiente de su conveniencia o no. Ya en la escuela nos enseñaban a no copiar jamás. No lo comparto.
Una visita rápida por el paseo de esta ciudad salinera en origen, y vacacional después —se adivina por las enormes villas que han ido quedando sepultadas entre anodinos edificios—, da una somera idea del poderío de su economía. Tanto los caserones que se ven dispersos por el bulevar del océano, como los que encontraremos una vez remontemos el río en su margen derecha, confirman el pasado esplendoroso de la villa. Casinos, hoteles y baños de mar fueron, en el período de entreguerras y durante la Segunda Guerra Mundial, lugar de descanso de las tropas nazis. En la vecina Saint Nazaire se construyó una base de submarinos que todavía hoy puede visitarse. Destaca en la fachada litoral un grupo de edificios que semejan una ola en su concepto. Personalmente me parecen espantosos, claro que va en gustos. Lo que es seguro es que los apartamentos no resultarán baratos.
16/06/2023 Porchinet-Nantes
Resultará extraño que lo exprese así, pero debo decir que la etapa de la que guardo más vivo recuerdo es el ascenso del Loira, desde Pornichet hasta Nantes. Quizá porque nunca había realizado una navegación fluvial (la de Bilbao resultó demasiado corta) y todo me asombra. El impresionante puerto de Saint Nazaire con sus docenas de terminales, pontones, almacenes, grúas, astilleros, bases militares… Vistos desde el río, los distintos tipos de barcos que atracan en sus muelles o crecen como colosos en sus astilleros (en este momento finalizan un crucero semejante a la unión de dos edificios: tiene incluso una calle entre ellos); se van llenado o vaciando sus bodegas de carbón, coches (alguno procede de Vigo), cereales, químicos y un, etcétera enorme, avivan la imaginación hacia el tránsito que hubo de tener en otro tiempo, cuando las tropas de ocupación alemanas construyeron un laberinto de hormigón armado para dar cobijo en una de sus bases a los terroríficos U-bots en la costa atlántica.
Pasada dicha localidad, y una vez continuamos río arriba empujados con fuerza por la corriente, —ayudados también de las velas cuando el viento es propicio—, la navegación se convierte en una delicia silenciosa. Los campos pasan veloces desde ambas riberas; marjales, marismas, pastos, algún que otro labradío o pequeño bosque acercan al centro del río escenas bucólicas que poco habrán cambiado después de los siglos. Se escucha el batir estrepitoso de alas de los ánades, los mugidos de alguna vaca en la distancia, el trino de los pájaros y hasta el rumor siseante del cañaveral a medida que el barco asciende. En sus aguas color chocolate se sumergen, desde las orillas, ingenios de redes que se sustentan de pértigas, brotan desde precarias casetas. Ignoro lo que capturan, pero no me cabe duda de que llevan siglos haciéndolo de igual modo.
En este tiempo, en cambio, el río se puebla con esculturas y creaciones cargadas de ingenio e imaginación al servicio de los nuevos usos turísticos: una mansión semisumergida, una casa en lo alto de un faro, un gorila entre los árboles de la ribera, el esqueleto de una serpiente gigantesca en el lecho del río… Docenas de estímulos que tratan de alimentar los cruceros que parten desde, Nantes e intentan transformar de nuevo la ciudad hacia otros usos. No en vano, la ciudad es la villa natal de Julio Verne.
Me conmueve la tormenta que se forma a nuestra popa y nos respeta por poco. El contraste entre las aguas marrones del río y el cobalto desvaído del cielo entre chubascos: realza el verdor de las riberas, los colores artificiales de una nave de producción eléctrica —silenciosa, colosal— que quema carbón junto al cauce y despide aroma a combustible mezclado con olor a limo. El aire fresco que aporta el aguacero a su paso viene a dejar todo en su sitio: regresa a la nariz el olor a caña, a densa agua estancada, vegetación que crece impasible con el empuje de la estación.
Resta poco para alcanzar el pontón Belém. El que utiliza ese barco escuela cuando está en la ciudad, y al que se atracará el Corto Maltés durante su breve estancia en la ciudad. Tras la maniobra de atraque, luego de asegurar con muelles metálicos las amarras del barco, aparejaremos petates y enseres para bajar a tierra. Una travesía más junto al capitán que culmina con éxito. Tan pronto echo el pie al pantalán siento nostalgia de lo navegado, de lo vivido. Pero ya se incorpora Ana a la tripulación y los tres compartiremos una comida deliciosa en el no menos delicioso Jardín de las Plantas. Gran fin de fiesta.
Sólo cumple escribirlo, paladearlo de nuevo.
Bravo! Gran viaje, muy bien contado.
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