Hope Gap


“Pensé que antes había tres personas infelices y ahora solo hay una”. Es el inquietante, contundente argumento que esgrime la amante a la mujer abandonada por su marido, ante la irrupción de esta en su hogar y en respuesta a la pregunta “¿no pensó usted en las consecuencias que tendría llevarse a mi esposo?”  

O las derivas del amor maduro, tedioso, gastado, descuidado ante la posibilidad de que irrumpa un nuevo amor y dé al traste con una situación irrespirable durante largo tiempo. Lo que William Nicholson nos propone en Hope Gap —según el contexto de la trama yo optaría por traducirlo como Resquicio de esperanza, aunque la distribuidora en castellano haya preferido hacerlo con el anodino, Regreso a Hope Gap, y darle así carácter de lugar— es una puerta a la esperanza.

No es extraño que la convivencia en la pareja se vuelva, con el paso del tiempo, territorio hostil. Un paraje donde hay quien domina (o cree hacerlo), y quien es dominado (o se deja hacer). Ante la imposibilidad de “algo mejor”, llevados del tedio o la rutina, cavan trincheras y se parapetan tras ellas; salen esporádicamente para agredir al otro armados de preguntas mezquinas, dependencias afectivas, expectativas construidas a la medida del otro. Todo ocurre en el interior de un hogar confortable, espacioso, culto, civilizado y … asfixiante. Dos personas adultas con un hijo que se fue hace tiempo, dos escritorios que se dan la espalda, dos tareas independientes y una rutina común. ¿Cómo superarlo? ¿Es posible reconstruir aquello que hace tiempo está roto? ¿Depende en exclusiva de uno de ellos? ¿Se ha de contemplar el matrimonio cómo un proyecto donde baste la lucha tenaz para salvarlo? ¿Es necesario hacerlo? Cada espectador tendrá sus respuestas. Hope Gap solo plantea preguntas. Ofrece situaciones incómodas donde este debe interpelarse a sí mismo: ¿Qué haría uno de ser la madre, el padre, el hijo; la esposa, el esposo, o el muchacho tan despistado como sus progenitores? ¿Cómo responder con un atisbo de lucidez a las preguntas fundamentales de la vida? Nadie lo sabe. No hay fórmula.

Así ocurre en esa costa barrida por el viento y las olas al sur de Londres, Seaford; hermoso lugar donde retirarse a vivir una jubilación tranquila, en la que sus protagonistas encuentran justo lo contrario. Porque el amor irrumpe —«sin buscarlo», alega el esposo— en ese hogar y se traslada, a través de este, hacia un nido más confortable, más modesto, con menos pretensiones, pero donde el hombre es quien quiere ser, y no quien su mujer desea.  

Tres personajes a la deriva: madre, padre, hijo; esposa, amante, esposo. Donde el hijo se ve obligado a hacer de heraldo entre sus padres. Servir de correo ante sus desavenencias, incapaz de tomar partido por uno u otro, tratando de encajar su propia torpeza para las relaciones personales entre la ruptura de aquellos. La pérdida de referencias sólidas cuando las que creía tener se quiebran. Después, los abogados, los bienes, los reproches, las justificaciones, las pequeñas venganzas —la esposa adquiere un cachorro al que pone el nombre de Edward, su esposo, y trata de educarlo como a aquel—, la falta de respeto, el chantaje, la pérdida de la dignidad; la mezquindad al presentarse en el salón de la amada e interrogar al esposo «¿Es así cómo quieres vivir?».

Como marco los hermosísimos acantilados de la costa sur británica. Amenaza permanente: blanca, desnuda verticalidad a la que se asoman los protagonistas en busca de respuestas; una forma de conjurar la soledad que comienza a cercarlos; una ventana (resquicio, hueco, brecha, gap) hacia otros mundos posibles, apenas percibidos —no en vano, la esposa trabaja en una antología poética que acabará en internet con ayuda del hijo—. En la página web se ofrece, ante todo, esperanza: la posibilidad de conjurar las penas del alma con poesía. La misma que irrumpió en la pareja de manera inopinada, cuando un hombre y una mujer se conocieron en el andén de una estación. Ella citó entonces unos versos que hablaban de expectativas, activó un resorte que agitó el corazón de él. ¿Fue suerte? … Fue hace veintiséis años.

Magnífico guion. Cada una de las palabras se trasladan a la trama y la elevan: la insolente locuacidad de ella, la contenida tensión de él, la introspección del hijo ante ellos, ante sus amigos. La relación a tres bandas: hijo-madre, hijo-padre, para concluir que solo el tiempo será capaz de poner las cosas en su sitio para todos.

Formidables interpretaciones de Annette Bening, Bill Nighy, Josh O’Connor. Los dos primeros, veteranos; el tercero, más que solvente. Con un registro interpretativo amplio pese a su juventud —fantásticos, el príncipe Carlos en The Crown, Larry en The Durrells—, llena de ternura y fragilidad la pantalla cuando se ve desbordado por la decisión de sus padres. Benning resulta soberbia en el papel de madre despechada, esposa zahiriente, arrogante mujer desplazada; aunque no pueda quitarme de la cabeza ese aire de superioridad moral que parecen tener ciertas actrices norteamericanas frente al resto (me ocurre igual con Mia Farrow, Sigourney Weaver, Meryl Streep), ha de ser un prejuicio mío. Bill Nighy está, simplemente, perfecto.

Hole Gap no es una película para escuchar como trasfondo amable mientras se duerme la siesta un sábado por la tarde: esta, termina mal. O bien, según se mire.

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