Cadejo blanco

Demasiado a menudo tendemos a clasificar las películas en malas o buenas. Dicha calificación obedece a nuestros gustos: al impacto que nos hayan podido dejar mientras las veíamos, o al abandonar la sala; incluso días, semanas, o años después. Rara vez hacemos la reflexión de si esa historia que acaban de contarnos en imágenes era necesaria o no. Si merecía la pena ser contada. Al margen de sus virtudes o deficiencias interpretativas, fotográficas, de guion, producción, montaje, o mil factores más que acaban por convertir toda proyección en una suerte de milagro, con Cadejo blanco tengo la firme impresión de que sí.

Es cierto, la película cuenta con actores aficionados, el sonido no es bueno en ocasiones, los diálogos no resultan, a veces, muy creíbles — el argot de las maras guatemaltecas se pierde—, pero, por el contrario, el relato conmueve. Remueve la conciencia del espectador, le aporta el punto de vista de quien está próximo a unas calles que jamás —es muy poco probable*— pisará. Cuya realidad se perdería de no ser por películas como esta. Porque el cine es eso también —además de entretenimiento y negocio—, una enorme ventana a realidades diversas que, de no asomarnos, difícilmente conoceríamos, mucho menos comprenderíamos.

De manera que el simple hecho de que alguien tenga la valentía, la inconsciencia o la necesidad imperiosa de llevar adelante un proyecto como este, ya es motivo de celebración. Pero ¿qué es un Cadejo blanco para los que no tenemos ascendente guatemalteco? Según la cartela del filme, «un animal fantástico, cuadrúpedo, semejante a un lobo, que según la tradición popular, se aparece en la calle durante las horas nocturnas a algunas personas para asustarlas o llevárselas». Motivo suficiente para que su director y factótum, Justin Lerner, nos hable de un problema lacerante en las calles de Guatemala —también de El Salvador, donde son más conocidas, pero no solo: comienzan a instalarse y extender sus tentáculos por los barrios periféricos de Madrid y otras grandes capitales españolas—, las maras o pandillas juveniles callejeras, extremadamente violentas, dedicadas al robo, la extorsión y el tráfico de drogas.  

Al margen de la mejor o peor materialización de la historia, sorprende el coraje para internarse en unas calles de veras peligrosas. En ese aspecto recuerda a la maravillosa Cidade de Deus, Fernando Meirelles 2002, donde la trama argumental es similar, salvo que en aquella ocasión estaba ambientada en las favelas de Río de Janeiro. Entonces hubieron de pedir permiso a los líderes de las bandas que dirigen el barrio, para poder internarse en él con cámaras y equipo. También extraordinaria, Elefante blanco, Pablo Trapero 2012, que tiene lugar en las chabolas del sur de Buenos Aires. Rodar, contar, interpretar mientras la vida de esos sitios continúa su curso: persecuciones, asesinatos, extorsiones, amenazas, tráfico, policía, delitos de todo tipo. ¡Imaginémoslo! Personalmente, veo una película paralela a la película. Y aunque en las tres se intuye la contención en cuanto a “lo que se puede contar”, lo que se ve es más que suficiente para hacernos una vaga idea de la vida al límite de sus verdaderos protagonistas: lo son de verdad, pues acostumbran a ser actores de una sola película. Esa que vemos. Caso aparte en nuestro país es el de José Luis Manzano, quien a las órdenes de Eloy de la Iglesia, protagonizó siete films que son historia del cine español. La relación entre ambos la recoge el historiador Eduardo Fuembuena en su obra, Lejos de aquí.

De ninguna de esas cuatro sociedades —Guatemala, Río de Janeiro, Buenos Aires, Madrid— tendríamos la más mínima sospecha, si estos locos no hubieran contado unas historias que difícilmente superan los circuitos de los festivales internacionales de cine. Con una excepción, El pico, Eloy de la Iglesia, la película más vista en España en el año 1983.

Cadejo blanco habla en realidad de la familia. Tóxica, pero familia al fin. La que te acoge cuando estás en la calle y no tienes otra expectativa de vida más que la delincuencia, la que te brinda protección a cambio de una lealtad inquebrantable: una vez se accede a la mara solo se sale de ella con la muerte, no se contempla la deserción o la disidencia. Como, además, la injusticia y el abandono de niños en familias latinoamericanas de estos barrios marginales es habitual, las edades a las que ingresan en las maras son muy tempranas. La organización supone la supervivencia para estos chavales al límite, pero también la extorsión: se ha de pagar con violencia, con favores debidos a la férrea jerarquía de la marabunta (término del que procede mara) al cobijo que se les brinda. Un fenómeno altamente tóxico, una espiral de brutalidad de la que es muy difícil salir con vida. Donde sus integrantes asumen su trágico destino con una naturalidad que desarma: morirán jóvenes, pero no serán bonitos cadáveres. Solo desgraciados.

* Braulio, camarada del Cineclub Lumiere, tuvo la oportunidad de estar en Puerto Barrios, población guatemalteca donde transcurre la historia que se nos cuenta. En su experiencia, «un lugar extremo donde la vida es tal cual se aprecia en la película: muy dura, pero donde la gente tiene un corazón de oro».

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