Serrat en Vigo/Vivo


Si ya has estado, convendrás conmigo (o no). Si vas a estar, deja de leer en este instante. Si no fue posible, no ocurre nada, yo te lo cuento.  

El concierto fue memorable, salvo la introducción: patética, como es costumbre en nuestro alcalde, «¡el mejor auditorio al aire libre del mundo!», así volvió a referirse a Castrelos, con sonrojante espíritu populista. Fueron necesarias dos horas largas de canciones para olvidarse de él y sus patochadas.

Serrat salió puntual a escena y se fue tarde, alegando que «había venido a dejarse la piel, pero nada más» en referencia a aquellos artistas que desean morirse sobre un escenario. No era su caso, recordó antes de poner fin a su larga despedida con Fiesta, prodigio de madurez compositiva escrito en… ¡1970!, cuando el autor contaba tan solo veintisiete años; del mismo disco es también Señora, que cantó con esa combinación de elegancia suprema y gallardía pícara que siempre le ha caracterizado. Durante la interpretación de esta última, La mujer que yo quiero, o El romance de Curro “el palmo” —“el palomo” se indica en algún medio local, prodigios del corrector de textos— se permitió hacer un sentido homenaje a todos los seres que le han acompañado a lo largo de más de cincuenta años de carrera: los personajes. Mezcla de realidad y ficción, salpicados de pimienta y sal, alimentan el mundo de la fantasía y, a decir del autor, “sin las maravillosas criaturas que nos ha regalado la ficción, todos seríamos mucho más pobres”. También intentó abordar en un celebrado monólogo la materia de su trabajo: la canción. Se aplicó en comprenderla desde las definiciones que aportan el Diccionario de la Lengua Española o, «esa enciclopedia libre donde se informan todos los desinformados, Wikipedia». Ambas definiciones dejan de lado el concepto más importante en una canción, además de letra y música, la emoción: «ese algo que se cuela bajo la piel, en las entretelas de la carne y consigue que, en alguna ocasión, uno suelte un par de lagrimillas al escucharlas». Personalmente, he hecho la prueba en esas fuentes de referencia y es exactamente como asegura: no esperen encontrar en ellas la palabra emoción.

Con Dale que dale abrió el concierto. Uno de los muchos poemas a los que dotó de música, voz y sentimiento acercando al españolito llano a la poesía de Miguel Hernández o Antonio Machado (también de León Felipe, José Agustín Goytisolo o Mario Benedetti, al que dedicó un disco completo); Las nanas de la cebolla, Para la libertad, Cantares, coreadas a voz en cuello por un público que hace años peina (peinamos) canas; aunque, entusiasta, llenaba el patio de buta… sillas de tijera del anfiteatro en el auditorio, bajo la fría niebla estival. En realidad se agradeció, después de las jornadas de calor desacostumbrado de los últimos días. No así el espectador delante de mí: su enamorada esposa se pasó el concierto frotándole la espalda para no quedarse viuda allí mismo. En un principio creí que se trataba de caricias, que las melodías traían a su memoria momentos felices en la vida de ambos. Luego de un rato, hube de admitir que eran friegas: el marido había olvidado el jersey y no era ya ningún niño. Bromas aparte, además de la celebración necesaria de esos cantares “incómodos”, el autor los interpretó con las necesarias apelaciones a una realidad que, tercamente, nos recuerda las vergonzosas circunstancias que vivimos y no están sujetas a las modas: año tras año asistimos a la guerra, la represión, la injusticia, los aprovechados, el cinismo o la crueldad. A ellos remiten las imágenes que se proyectan a su espalda en las pantallas. Sin filtros, la reja de una prisión, la mirada y las manos de un niño que despide a su padre en un andén de Ucrania, las jocosas viñetas repletas de malnacidos que ilustran Algo personal. Siempre hay quien saca tajada de la desgracia y nosotros, miserables ciudadanos —europeos en el mejor de los casos— nos vemos incapaces de detenerlos.

Para mí eran desconocidas Hoy por ti y mañana por mi o Es caprichoso el azar. La segunda cantada a dúo con Amaral. Al parecer, familia o amigos han traído a la artista a la ciudad, y «el nano» ha aprovechado la ocasión para citar a una agradecida y emocionada Eva. Cantó como los ángeles y se fue entre ovaciones. ¡Ni el alcalde estaba al tanto! En cuanto a Hoy por ti…, ambientado con coloridas telas de aire caleidoscópico a la espalda del cantante, fue una sincera oda al amor maduro, cómplice, empeñado en juntar a dos personas a lo largo de años y altibajos.

Tu nombre me sabe a hierba, Aquellas pequeñas cosas, De vez en cuando la vida, himnos de una carrera larga y fructífera cuajada de ellos, forman parte de la memoria colectiva de varias generaciones. El autor las desgrana con orgullo manifiesto, aunque consciente de lo que suponen, pues «de todo hace ya cincuenta años», asegura. Si no más. Lleva desde el año sesenta y cinco componiendo e interpretando, «comunicándome» y, sobre todo, entreteniendo: «no es otra la obligación del que se dedica a este oficio», nos recuerda. En cambio, todo ese bagaje lo porta con modestia y un guiño de complicidad, sin alardes, sintiendo como única la ocasión agradecida de su despedida. Sin espacio para la nostalgia, pero emocionado. Aprovecha el escenario para dedicar un homenaje a los compañeros de profesión que tuvieron la desdicha de irse antes que él, teniendo la suprema elegancia de no citarlos. Sí nombra, en cambio, a sus arreglistas: Juan Carlos Calderón, Josep María Bardagí, ya fallecidos; o presenta a los compositores que le acompañan desde hace años, Ricard Miralles, Josep Mas Kitflus, artífices del color y la textura de que se dotan sus canciones. «De mi guitarra y mi voz salen desnudas», asegura; ellos las visten, hacen un traje a medida. Un trabajo fundamental que pocos artistas asumen y, por contra, enseguida reconocemos así suenan los primeros compases de un tema, cuando el público los asimila en segundos y estalla en anticipada emoción.

Por fin, Mediterráneo, esa maravillosa oda a un mar y una cultura donde millones nos miramos; aunque algunos rabiemos por no haber nacido a sus orillas, aunque solo sea para poder cantarla con más pasión aún. A lo largo de la canción se suceden imágenes de lugares, objetos y personas habitantes de ese mar mítico. Se denuncia a los Estados, o reivindica a las personas que lo atraviesan buscando una vida mejor, para perecer en sus costas, sus aguas o nuestras alambradas. Escenas nunca complacientes, muy lejos de la visión almibarada o la promoción turística. Siempre agradecidos, llegado el día —ojalá sea tarde—, «empujaremos al mar tu barca y dejaremos que el temporal desguace sus alas blancas»; entretanto, disfruta «del juego, el vino, y el alma de marinero».

Enlazando con la anterior y en un bis agradecido por el público, pero sufrido por el sufrido artista —«una canción más no va a matarme», suenan los primeros acordes de Penélope. Esa melodía que aúna el abandono, la dignidad y la poesía épica en el marco tristísimo de un andén de provincias. Capaz de traspasar el alma de un país, del mundo entero, porque en cualquier lugar hay abandonos y andenes provincianos. Me gusta pensar que también dignas Penélopes, capaces de rebatir al primer Odiseo que se presenta «Tú no eres quien yo espero». Al escucharla, la mujer de delante frotó con más fuerza la espalda a su marido. Me temo que aquel sí era su Ulises.

Pero el autor no puede complacernos a todos. Mientras escribo estas líneas, una vecina pasa bajo mi ventana y comenta a una amiga (o amigo) a voz en cuello «¡Madre mía, qué mal canta Serrat!». Me pregunto si habrá pagado la accesible entrada —diez subvencionados euros—, o acudiría a “poleiro” —gallinero, en argot—, como se nombra entre los vigueses al área gratuita del «mejor auditorio del mundoooo. Viva Vigooo». ¡Ay, qué cansino, siempre es igual! 

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