Reina de corazones

Si algo demuestra este arte en extinción llamado cine —por más que Tom Cruise se empeñe en defenderlo en la presentación de Top Gun durante el pasado festival de Cannes—, es la capacidad para sorprendernos que aún contienen las buenas historias; siempre que estén contadas de la manera correcta, a saber, dosificando la información que brindan al espectador, y narrando con inteligencia y cierta capacidad de sorpresa, capaz de romper el panfleto evidente. A partir de ahí no hay discurso menor ni más interesante que otro.

En Reina de corazones se dan ambas circunstancias, además de una magistral interpretación del trío protagonista, Trine Dyrholm, Gustav Lindh y Magnus Krepper; en particular la actriz, Trine Dyrholm, quien compone el retrato plagado de matices de una abogada bella y madura a la que su exitoso matrimonio, maternidad y vida profesional se le han quedado pequeños. Es de justicia referir su implicación personal al interpretar escabrosas escenas de sexo explícito y dotarlas de gran credibilidad: no se aprecia corte de plano alguno al mostrar, por ejemplo, una felación en pantalla; cosa poco habitual y cargada —al margen del erotismo implícito— de altas dosis de coherencia en la trama que se quiere contar. Pero es que Dyrholm se desnuda en todos los aspectos, física y estéticamente. Lo hace al mostrarnos, a través de su personaje, la ternura maternal, complicidad conyugal, valía profesional y diabólica perversión aparejados a Anne, exitosa socia de un bufete de abogados, encargada de casos de acoso a mujeres jóvenes. Trabaja con ellas de manera vehemente y tenaz para que, como víctimas, denuncien a sus agresores; no solo por obtener reparación y dignidad, sino como un bien que redundará en toda la sociedad. Como en todos los países donde, en términos prácticos, acaba por juzgarse a la agredida en vez de al agresor —quiero referirme a los occidentales, en el resto la ignominia es tan grande que en muchos de ellos no se considera delito agredir a una mujer—, algunas chicas estarán dispuestas a declarar; otras, no. Aunque esta no sea la cuestión central del relato, sí lo es el hecho de que Anne, su protagonista, conoce en profundidad la estructura legal, y la defiende de manera brillante.

Pero, vayamos por partes. Todo el conflicto que se nos plantea ocurre en Dinamarca; sí, uno de esos países nórdicos en cuyo espejo queremos mirarnos a menudo por ser —en gran medida, de hecho, lo son— referente en libertades, educación, economía, bajas tasas de corrupción y garantía social. Escojo la palabra «conflicto» a propósito, por tratar de poner de manifiesto que, si el país hubiera sido otro —pongamos cualquiera en la ribera del Mediterráneo, por ejemplo— el problema, tal vez, se hubiera soslayado. No por menor, sino por una tradición vergonzante en lo que a atropellos y permisividad judicial se refiere. De manera particular en los delitos de carácter sexual.

Nos sorprende entonces que esta historia de agresión no precise de un ambiente de exclusión, marginalidad, falta de educación u oportunidades. Todo lo contrario. La misma se da en el seno del hogar, en la intimidad doméstica, desde el éxito profesional y social, y desde la más perversa impunidad legal. De ahí la ruptura brusca con la que el espectador choca al avanzar el relato con sosegada parsimonia danesa, pero sin galletitas en lata como decorado.

Dicho lo cual, y si habéis llegado hasta aquí manteniendo aún vivo el interés, digamos qué cuenta Reina de corazones. Cuenta la historia de Anne, su marido, y el hijo de este —joven adolescente y un punto rebelde; diecisiete años, el dato es importante—, habido de un matrimonio anterior, que comienza a vivir con la pareja después de haberlo hecho con su madre biológica en Suecia. A Gustav, así se llama el muchacho, lo han expulsado de varios colegios. El padre, en un impulso tan natural como bizarro, le propone vivir con su mujer actual y las dos hijas de la pareja. Las niñas tienen nueve o diez años; el chico es mayor, resulta cariñoso y excelente compañero de lecturas y juegos. De manera progresiva la madre comienza a sentir atracción física por el chaval. Él se muestra sorprendido, desbordado al principio, aunque partícipe. Para acabar por quedarse «colgado» de su madrastra. Todo transcurre en un marco idílico: una hermosa casa en medio de un bosque, enorme y llena de comodidad, aunque un punto minimalista, en mi opinión.

No revelaré como termina esta ficción que bien podría pasar por real. Sí que no acaba bien, pero, aún sabiéndolo, no le resta un ápice de interés. Es de aquellas, poco habituales, que uno podría ver dos y tres veces; tan solo por conocer en qué momento todo el mecanismo comienza a retorcerse y el alma de los personajes se envilece de manera irreversible.

Magnífico el guion, los actores, la economía de medios, la ambientación y el asunto que nos propone la directora danesa de origen egipcio, May el-Toukhy.

Si pueden, no dejen de verla. Tal vez se encuentre perdida por alguna plataforma a la que le inquieten los sucesos donde no haya explosiones, persecuciones o asesinos en serie.

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