Laureado Kiarostami
Durante
la monarquía dictatorial de los Pahlaví en Irán, antes de la llegada del
fundamentalismo que transformó el país en república al dictado de la sharía —ley que recoge los dictados impuestos por su Dios, Alá—, Abbas Kiarostami da
cuenta de ese período en sus películas. En las calles (todo parece indicar que
se trata de Teherán) observamos una población urbanita donde no se aprecia
miseria, aunque sí mucha precariedad: viviendas abigarradas, tráfico caótico,
peligroso (ha cambiado poco a tenor de lo que describe el escritor y viajero,
Javier Reverte en su libro póstumo, La
frontera invisible. Un viaje a Oriente); calles sin asfaltar en un país con
enormes reservas petrolíferas, empleos precarios (limpiabotas, vendedores
ambulantes, recaderos, chuscos comercios y negocios); pago de favores a cambio
de trabajo, escasa o nula presencia de la mujer en la vida social, vestimenta
confesional más propia de lo que luego será otra dictadura, esta de carácter
religioso: la de los ayatolás y su líder, Jomeini, etcétera. Un imaginario
urbano donde la cámara se mueve y observa a la gente y su entorno de manera
casi documental, repleta de historias sencillas que ahondan en el lado prosaico de
la vida. Aunque el cineasta nunca ha sido de mi agrado en absoluto, he de reconocer
que su narrativa cuenta con tramas universales, fácilmente trasladables a
cualquier ciudad o sociedad del mundo, pues lo que les pasa a estos personajes
es tan cotidiano que consigue alcanzar otras realidades muy distantes y
dispares sin esfuerzo aparente.
Recuerdan a los emigrantes de aluvión que dejando atrás el campo, alcanzaban las ciudades españolas de las últimas décadas del franquismo en busca de una vida mejor, más fácil en cuanto a la manera de obtener nuevas oportunidades de empleo y desarrollo. Podría decirse que aquella y esta, la iraní y la española, se produjeron en el seno de dos dictaduras de carácter nacional, musulmán o catolicista, según el caso. Bajo el peso agobiante de esa suerte de neorrealismo iraní, Kiarostami pone el énfasis en la infancia y la importancia que le inspiran hechos cotidianos y universales: desamparo, empleo infantil, necesidad de hacerse adulto, precariedad, infancia robada: empujan la necesidad económica, la contribución con ingresos al sostén familiar; hábitos, actitudes y vestimenta adulta siendo niño.
Hay en
sus cortos, mediometrajes, un afán didáctico. Parecen dirigidos a un público
poco sofisticado, que conserva aún cierta inocencia; reconocible en aspiraciones
y anhelos cotidianos: calaveradas infantiles, estrecho contacto con el mundo
adulto o laboral, de una manera que a los occidentales se nos antoja extraña,
fuera de lugar, incómoda incluso. Las primeras muestras del deseo, el
incipiente sentir amoroso; esa edad extraña, del paso de la infancia a la
primera adolescencia en la necesidad de agradar al otro; las expresiones del
amor sin costumbre, enmarcadas en una sociedad que parece querer incitar a
dejar atrás esa etapa cuanto antes o, cuando menos, muy lejos de venerarla como
ocurre en la nuestra.
En el
cortometraje Dos soluciones para un
problema se nos ofrecen dos maneras de abordar un pequeño conflicto
infantil: la devolución de un libro prestado en
mal estado. La cuestión radica en cómo dos amigos harán frente al
asunto: ¿a porrazos, o tratando de reparar el libro y aplicar el sentido común?
Vista desde la butaca la cuestión parece baladí, pero si atendemos al universo
de conflictos que rodea el mundo adulto en esta y todas las épocas, tal vez no
lo sea tanto. Sin lugar a dudas, serían entonces los chavales los que nos
sacasen los colores a los adultos.
Sorprenden
las ropas que visten los chicos: grandes, adaptadas, heredadas sin duda de
hermanos mayores, vecinos o padres, aunque dignas. No hay mofa o vergüenza por
llevarlas ya que todos visten igual; no hay espacio para la presunción ni para
el sonrojo.
En La hora del recreo, otro cortometraje, de
nuevo la infancia. El conflicto: un niño ha roto un cristal de un balonazo
durante el recreo en lo que recuerda a un colegio de curas de nuestros años
sesenta o setenta en España. Es castigado para, finalmente, unirse al grupo de
chavales que abandona la escuela como una feliz y ruidosa bandada de estorninos
camino de sus casas. Durante esta “travesía del héroe” recorremos callejones y avenidas repletas de tráfico agobiante, inhóspito. De nuevo una
fechoría les lleva a huir de manera precipitada del mundo adulto y sus
represalias. En el caso de este muchacho a un dédalo de avenidas donde sentimos
peligrar su frágil figura entre el tráfico atroz a su alrededor; él no parece
tener en cuenta su presencia. Tampoco parece darle más importancia que la de
ponerse a salvo, sortear los peligros con habilidad. Sorprende la ausencia de
niñas o mujeres en la práctica totalidad del relato.
En La experiencia asistimos a la vida de un
niño recadero, vigilante nocturno, limpiador en un vetusto comercio de retratos
fotográficos. Un pícaro huérfano que conjuga el empleo logrado por mediación de
su tío, con una actitud más propia de su edad: el aburrimiento al que le empuja
su “profesión” le lleva a cometer travesuras constantes. Solo el descubrimiento
del amor o atracción que siente por una joven algo mayor que él, de otra clase
social más elevada, lograrán llevarlo a desear estudiar; aunque sea tan solo
por tener ocasión de estar cerca de ella. La felicidad que le produce ser
aceptado en la academia donde estudia, se transforma enseguida en decepción al
ser rechazado en una segunda tentativa. La vida conjura fracasos que, tal vez,
preparan al chico para una existencia menos atribulada.
Como en
las anteriores, en este largometraje (71’) vuelven a confrontarse madurez e
infancia en una sociedad que, si bien no muestra precipitación alguna (todas
las actividades ocurren a un ritmo lento, pausado, sin sobresaltos; propio de
la visión que tenemos en Occidente de la vida oriental: dejando espacio a la
contemplación, monotonía; de aire costumbrista, bullicioso y callejero), empuja a los chicos a emplearse a destiempo,
aún con formación deficiente o precaria. De nuevo la ausencia de mujeres es
manifiesta.
Con el
cortometraje, El viajero siento que
Abbas Kiarostami nos toma el pelo a los espectadores, por más que las sesudas
mentes cinéfilas no dejen de ver poesía y afilado sentido del humor en las
propuestas de este atípico director. Personalmente, no encuentro ni la una ni
el otro en este relato en el que un hombre empuja una rueda averiada a lo largo
de una carretera de montaña. Es de esas ocasiones en que uno se pregunta cómo
habrá obtenido el realizador el dinero para presentar semejante majadería en
una sala de proyección.
Por ver algo que despierte mi curiosidad referiré las montañas nevadas y el paisaje invernal de ese Irán hosco y desangelado donde transcurre el relato. Destaca el buen estado de forma del actor, al que el director obliga a perseguir esa rueda averiada durante kilómetros, sin despeinarse, y fumando de tanto en tanto. Lo dicho, un despropósito. ¿Mediará algún mecenas? ¿Habrá hipotecado su casa?
En una
propuesta más larga, El viajero, el laureado
director tiene ocasión de volver a su tema predilecto: la calle, la infancia,
las costumbres y vivencias de los chavales de barrio en el Irán de la monarquía
dictatorial del último rey –sha- de Persia, Mohamed Reza Pahlavi, que lo fue
hasta febrero del año 1979 en que se produjo la revuelta que lo derrocó y otorgó
el poder a los ayatolás.
Se nos
cuenta la historia de un niño obsesionado con el fútbol y su obsesión por
desplazarse desde una capital de provincias hasta Teherán para contemplar un
partido de su selección. Como en otras ocasiones, el director usa el tema como
excusa para poner en evidencia las fallas de un sistema deficiente y atrasado
de enseñanza, al tiempo que nos enseña la precariedad de una sociedad que vive
con lo justo en medio de opulencia de sus gobernantes, en este caso el
omnipresente sha Palevi, aupado y mantenido en el poder por Estados Unidos.
Las
peripecias de ese niño y su fijación por el deporte consiguen que eche una
buena cabezada, para despertar en los minutos finales de la proyección sin sensación
de haberme perdido algo importante.
Lo
mejor, el testimonio de una época y un país que parece haber cambiado, ... a peor. También la mezcla de inocencia y bonhomía de los habitantes de este: «teniendo sobradas razones para estar cabreados, siempre sonríen». La frase es de
Javier Reverte, que lo visitó recientemente.
En resumen,
para seguidores muy convencidos. Como con el portugués Manoel de Oliveira y la
lamprea, … seguiré intentándolo.
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