Una historia de perdedores

 

Los trece del Sidrón




Una historia de perdedores 1



Desde el lugar donde se encontraban, un restaurante en la salida hacia La Coruña por la autovía del noroeste, podían contemplar las estribaciones de la Sierra de Guadarrama a lo lejos, las cumbres nevadas bajo el cielo raso esa mañana de diciembre. Su hábito fumador había llevado a Julia a citarse con Mauro en el exterior a pesar del frío, quien acababa de aterrizar en la capital procedente de Santiago de Compostela.

— Hola Mauro, ¿qué tal?, ¿cómo ha ido el viaje? —preguntó incorporada en su asiento instantes antes —la mano derecha extendida, una sonrisa jovial en la cara y un cigarrillo en su mano izquierda—, cuando le vio aparecer en el extremo opuesto de la terraza.

— El vuelo estupendo, aunque no querrás saber lo que me ha pasado —advirtió preocupado dejando la bolsa de piel donde transportaba el portátil y los documentos en la silla a su lado, tomando asiento frente a ella—, oye, ¿aquí hace un poquito de fresco, no?

— Bah, no seas cagueta, déjame acabar el pitillo y enseguida entramos. Pero cuéntame, ¿qué te pasó?

— Pues lo que no me ocurrió en Madrid ni a la ida ni a la vuelta, me ocurrió en Santiago esta mañana. Estuve retenido en el aeropuerto más de una hora, poco más y pierdo el vuelo, menos mal que fui con tiempo de sobra. A punto estuve de llamarte para cancelar la cita.

— ¡Hostia!, ¿por qué? —respondió con vivo interés en su lenguaje salpicado de tacos.

— El diente. El operador del escáner lo vio en el maletín y me retuvo. Llamó a la policía y me condujeron a la comisaría del aeropuerto, presté declaración y, por más que les enseñé el carné de la Facultad y expliqué a qué me dedicaba, no me dejaban irme. Llamaron al departamento, por cierto, tendrás un mensaje en el contestador de la policía de Santiago. Al final se quedaron satisfechos con la versión que les dieron en el laboratorio y me dejaron ir.

— ¡Coño!, ¿y él certificado? —inquirió Julia alarmada.

— Lo olvidé, con la prisa se me debió de quedar sobre la mesa del despacho.

— ¡Joder tío, eres la polla! Mira que lo tenemos hablado, no se puede andar por ahí con huesos o dientes en una maleta sin tener acreditado su origen y el motivo por el que viajan. ¡Lo raro es que no te parasen ya en Barajas, a la salida! —remató ella cabreada de verdad, encendiendo un segundo pitillo con la brasa del anterior.

— Bah, son unos pejigueras. ¡Es que ahora todo está prohibido!, ¡Podía ser un diente de leche de mi hijo! —contestó Mauro frotándose los muslos bajo la mesa— oye, termina que me hielo.

— ¡Sí, podía ser de tu hijo!, pero resulta que es de una mujer que vivió en Asturias hace cuarenta y nueve mil años y contiene restos fósiles de ADN que ignoramos lo que nos puedan contar. ¡Hostia puta, te lo voy a tatuar en la frente: cer-ti-fi-ca-do! —Julia llevó su mano libre a la frente de él haciendo el gesto de escribir, a la vez que hablaba a través del humo que salía de su boca.

— Lo siento, no volverá a pasar —contestó compungido entre toses, ya sin frío alguno en el cuerpo, mirando la nieve en la distancia.

— ¿Y qué, cómo fue? —preguntó ella más calmada.

— Ya sabes, no te dicen nada, me he pasado una semana vestido como un astronauta en un laboratorio aséptico: con gorro, gafas, mascarilla, bata y patucos, viendo como le hacían judiadas a nuestro diente.

— Justo como en las cuevas, ¿no? —rio con gusto ante la descripción de su amigo.

— ¡Justo, sí! Ese diente se ha pasado entre el barro los últimos cuarentainueve milenios, pero ahora lo rozan un poquito con un taladro y me duele como si me levantaran una uña.

— ¡Anda, tira cagón que te vas a quedar helado! —ordenó Julia a su subordinado apagando con firmeza el cigarrillo a medio consumir e invitándolo a entrar al restaurante donde habían quedado para comer y hablar de trabajo, antes de regresar al departamento de Paleontología en la Facultad de Ciencias Geológicas de la Universidad Complutense de Madrid.

En el interior, sentados a la mesa, rememoraron el hallazgo en la cueva del Sidrón el pasado verano: un tesoro de incalculable valor en tibias, fémures y radios, fragmentos de cráneo, maxilares y dientes, muchos dientes encontrados en esa gruta oscura por la que apenas cabía el cuerpo. Cubiertos de barro y humedad, las manos desgarradas, las uñas renegridas, los miembros magullados al hacerlos atravesar gateras imposibles para llegar a ese depósito sedimentario arrastrado por una torrentera oportuna, donde encontraron los restos de un grupo de trece hombres y mujeres neandertales con evidencias de haber sido consumidos por sus congéneres, quienes habían dejado después sus huesos esparcidos a la entrada de la cavidad, hacía miles de años. De todos aquellos restos el único que conservaba material genético útil para ser estudiado, era el diente que Mauro se había llevado al Instituto de Estudios Celulares y Moleculares (ICM) de Santiago de Compostela, el mismo que ahora viajaba envuelto en un paño de algodón, dentro de un pequeño sobre acolchado, en el interior de una caja metálica de acero, al fondo de un maletín del que Mauro no se separaba nunca, pero que el indiscreto escáner del aeropuerto había logrado escudriñar.



La hija de Manco levanta la vista hacia la quebrada cercana haciendo pantalla con la mano derecha, el sol no está alto todavía, pero ya ilumina con fuerza, sino el abultado arco superciliar propio de su especie serviría de parasol. Ha llamado su atención un águila que vuela sobre los cerros emitiendo estridentes graznidos, rompiendo la monotonía de la mañana; hasta entonces solo se escuchaban, incesantes, las cigarras sobre la inmensa pradera cubierta de hierba alta que se despliega ante el grupo. Avanzan en silencio unos tras otros, muy pegados, poniendo el pie donde lo ha hecho el anterior, oliendo el sudor acre del cuerpo que les precede, dejando tras de sí un aroma similar a quién le sigue. Todos podrían reconocerse entre ellos sirviéndose de su olfato. Cuando marchan en campo abierto, entre las encinas dispersas, por los pedregales, sobre el lecho seco de los ríos o los rastrojos dejados por el fuego tras alguna tormenta, lo hacen separados, peinando con su avance el terreno en busca de raíces, tubérculos, pequeños reptiles, ratones, liebres calcinadas por las brasas, alguna carroña: cualquier cosa que sea posible llevarse a la boca y mitigue en parte el hambre siempre presente en sus días. Pero en la espesura del bosque o a través de los prados es mejor caminar en fila, el peligro es menor: eso dijeron un día los muertos a quienes prestaron oídos; y hoy son ellos quienes los guían, los conducen hacia un altiplano que reverbera en la distancia donde, dicen, las manadas de uros acostumbran a pastar en esa estación: algo dejarán para ellos las hienas si les dejan algo los leones.

«En cambio Águila, con qué facilidad consigue el alimento: vuela sobre los barrancos y observa con parsimonia entre las matas, sobre los claros del bosque, entre la hierba o las junqueras del río, y cuando divisa una presa, se abate infalible sobre ella para desgarrarla con el pico y alimentar a sus polluelos. ¿Cómo será ser Águila? Mecerse en la brisa sin fatiga, contemplar el terreno desde el aire, habitar en las alturas del roquedo sin temor a ser comido por las alimañas, no tener que encender fuego para calentarse o defenderse».

— Pfffffff —suena de improviso ante ella. Al ruido sigue una risa aguda y entrechocar de cuerpos que se detienen de forma brusca contra su espalda: golpean lanzas, cuentas de hueso, pulseras, piedras alojadas en bolsas de cuero tosco… Maloliente ha vuelto a hacerlo, ha soltado un cuesco silencioso en mitad de la fila para su regocijo y el asco de quienes le siguen. Es el único de la banda que ha ganado su nombre por esa repugnante costumbre mantenida en el tiempo, y que el resto le reprocha cada vez que encuentran carroña: él se lanza enseguida con una piedra en la mano a romper huesos hasta quedar saciado de tuétano; los demás sufrirán las consecuencias de los gases alojados en su intestino durante semanas.

— Aaaaaggggh —profiere ella asqueada, apartándose con brusquedad de la senda ahora cubierta por una nube de gas invisible. Agita las manos frente a su cara tratando de disiparla y desplazando su cuerpo enjuto hacia un lado del camino, internándose unos metros en el mar de hierba que la cubre hasta el pecho, el rostro retorcido en una mueca, soltando maldiciones que el resto del grupo celebra sin abandonar la fila: se doblan por la risa, palmotean y hacen sonar sus escasas pertenencias; el canto de las cigarras se ha detenido alrededor, el águila hace rato que picotea intermitente sobre la barriga abierta de un ratón. Solo las carcajadas viajan a lomos de una suave brisa que se ha levantado con el calor incipiente de la mañana.



De súbito, un grito estremecedor sacude a la comunidad colmando el aire, cortando en seco la risa de todos; su rostro avejentado se ha vuelto del color de la grana, su cara y su enmarañado pelo rojizo semejan el extremo de la tea con que enfrentan las fieras; dos goterones se desprenden caudalosos de cada ojo alcanzando la boca —abierta en un gesto de agudo dolor que muestra tres dientes amarillos entre las encías despobladas—, por la que escapa un sonido gutural arrancando en lo profundo del pecho. Ella no solo sufre, de inmediato, también comprende.

Sin dejar la senda, con el astil de las lanzas, sus compañeros remueven la hierba a sus pies tratando de comprender el origen del llanto. Enseguida descubren bajo uno de ellos la causa de su dolor: todavía clavado en la planta de su pie derecho un erizo pende de este por las púas, profundamente incrustadas en él. Despejan la zona de maleza con las manos, pisan alrededor con extremo cuidado —el erizo podría tener familia— para improvisar un área donde observar con calma su pie. La tienden sobre el suelo y, sirviéndose de una bolsa de cuero vaciada con urgencia de yesca y pedernal, lo envuelven con ambas manos tratando de separarlo de su carne. Cuando lo logran lo ensartan en una lanza para comerlo más tarde: una vez muerto no será difícil limpiarlo de púas acercándolo al fuego y rascándolo contra el suelo. Viniendo desde la cabeza de la columna con paso vivo se acerca Guía. Entretanto la hinchazón ha transformado el pie en una masa informe, donde dos mujeres del grupo se afanan con pericia en la extracción de espinas. El tiempo apremia. Dentro de escasos minutos la tumefacción será tal que ocultará algunas de ellas, provocando inflamación a lo largo de la pierna que se convertirá en infección, fiebre, deshidratación y gangrena del miembro, conduciéndola a la muerte en pocas jornadas tras agudos dolores y delirio. Ha ocurrido otras veces. Guía la observa con semblante siniestro, no dice nada. Levanta la mirada entorno al herbazal que los rodea en esa vasta extensión hasta alcanzar con ella la elevación caldeada por el sol donde estarán a salvo, por ese día. Cargan con ellos un pernil seco de ciervo que comparten junto al fuego por las noches y un grupo de hienas pretende hace días, cercándolos a distancia: su poderoso olfato las excita, sus potentes mandíbulas las envalentonan, las afiladas lanzas endurecidas al fuego y las hachas de sílex las amedrentan; riesgos de la caza. El grupo ha pasado de la risa jubilosa al semblante lúgubre en instantes, todos miran a Guía ahora, en su decisión estriba la seguridad o el peligro inminente. Después de todo ella es vieja, apenas tiene dientes con que alimentarse o trabajar las pieles, depende para todo de su hija quien mastica su comida y realiza su trabajo; su carne magra mantendrá ocupadas a las fieras durante la jornada, permitiéndoles alcanzar el altiplano sin riesgo, después habrá uros y, será mejor para todos. La brisa sopla en dirección opuesta a la marcha, si caminan rápido no escucharán sus gritos cuando la alcancen las bestias. Ha ocurrido más veces, y es mejor para todos. Solo la hija no lo ve del mismo modo, percibe en su semblante lo que traman, los golpea en el pecho con los puños cerrados, tira de la piel que los cubre, los insulta sin encontrar rechazo en el gesto, apenas miradas cabizbajas que eluden enfrentar su cara avergonzadas. Conocen el rubor, esa sensación que acude involuntaria a sus mejillas y oculta emociones contrarias. La hija lo percibe y les sacude por ello; se dirige luego a Guía y, agarrándose a su vestido intenta sacarlo de su mutismo, del estado de reflexión en que se ha sumido, desea que tome la decisión que conviene a su madre —no al grupo—, por esta vez. Él intenta separarla de sí —aferrada a su brazo con fuerza llora un lamento largo, profundo, desgarrador, lo maldice soltando espuma por su boca entre sollozos—, está a punto de dar la orden de continuar levantando su lanza por encima de la cabeza en un gesto imperativo, definitivo e irrevocable. Entonces ella, La hija de Manco, tendida sobre la hierba, sin nadie a su lado que extraiga más púas —el pie transformado en una masa amorfa, cárdena y brillante—, trata de incorporarse sobre un brazo mientras mira a Guía a través de lágrimas que anegan sus ojos, licúan su imagen, la de todos quienes forman círculo alrededor de su cuerpo menudo; y comienza a decir en un hilo de voz al principio, creciente en fuerza y aplomo a medida que habla y se sobrepone al dolor —advirtiendo que sus palabras la agarrarán a la vida o la arrojarán con certeza a una muerte brutal—:

— …. cuando Baruk escaló aquel barranco tras la tormenta, aprovechando que padre y madre Águila habían salido a cazar antes que estallase el primer trueno, no le fue fácil trepar entre las peñas mojadas, resbaladizas que se desprendían a medida que ascendía. En alguna ocasión estuvo a punto de patinar y caer al vacío, al fondo de la cortada donde sonaba fiero el torrente que había atravesado al amanecer. Había esperado con paciencia a que abandonasen el nido: es difícil alimentar a tantos polluelos sin el trabajo de ambos; los había observado durante varias jornadas, desde el otro lado del precipicio en que la banda se había establecido, y ese día se había decidido a intentarlo. Tomaría dos, dejaría otros dos, así sus padres no sentirían tanto la pena al regresar al ponedero con las alas mojadas…



Una risa siniestra, premonitoria, cercana se dejó oír desde de uno de los flancos por los que avanzaba el grupo. Las hienas, detenidas con ellos, parecían advertir la recompensa a su perseverancia, al tesón con que llevaban a cabo el cerco, manteniendo la distancia en las noches, cuando encendían fuego, para acercarse de nuevo durante el día, atentas a cualquier oportunidad que pudiera llenar sus estómagos.

Un murmullo excitado recorrió el grupo y todos los que estaban próximos pudieron reconocer aquellas palabras, enlazaban con otras que habían brotado de su boca la noche anterior; alojadas en su seno desde hacía tiempo y arrojadas al fuego que los protegía y confortaba como un leño más, pero distinto: un tronco definitivo, sin peso ni materia, que no se consumía; el que faltaba para que en sus cabezas adormecidas prendiese una revelación, un hilo que partiendo de las llamas azuladas, rojizas de la lumbre, desembotase sus sentidos y los hiciese volar, como pavesas que ascienden de la hoguera en la oscuridad hasta confundirse con las estrellas en el firmamento. Sin saber cómo, los liberó de sí mismos, escapando de ese lugar para viajar a otro que no existía más que en sus mentes, pero tan vívido como aquel donde ahora estaban: puso en su interior imágenes que antes de escucharla no existían y una vez calló, añoraban.

Había balbuceado Baruk cuando todos contemplaban hipnotizados las llamas en silencio, sin prestarle atención, molestos porque viniera a sacarlos del dulce sopor en que estaban sumidos, rompiendo con su voz el hechizo del fuego al crepitar, de alguna brasa al estallar. Era su boca la que, desbordándose en un torrente de palabras, evocaba escenas que llevaban varias estaciones elaborándose en su cerebro, ordenándose, ampliándose con otras a las que debía acomodar para que ayudasen a las anteriores a cobrar sentido; un juego íntimo que hasta entonces no había salido de su cabeza, la acompañaba durante las jornadas de marcha que conducían al grupo de un cazadero al siguiente, del frío de los hielos al sofocante calor de los páramos. Nunca le importó ponerse otra vez en marcha, conjuraba el cansancio, el hambre, el frío, las heridas y la sed con pensamientos nuevos que incorporaba a su interior, a ese espacio vivo incluso cuando cerraba los ojos, cuando dormía y a él acudían imágenes que no había convocado pero que, extrañamente, se asociaban a las que sí. Mirando las llamas —absorta como el resto— había dejado brotar de sus labios con voz cadenciosa, involuntaria:

— Baruk caminó a la sombra del pinar metiendo piñas en el interior de una bolsa de piel de conejo, cuando la tuvo llena volvió bajo el saliente de piedra arenisca donde Guía había dicho que pasarían la noche. Una parte del grupo exploraba alrededor buscando huellas, excrementos, olor a orina, pelo agarrado a los troncos o ramas próximas que pudieran advertir de la presencia de Oso. Avanzada la temporada en que brotan las flores, Oso abandona las cuevas, sale de ellas hambriento y es peligroso encontrarse con él. La niña Baruk tomó la dirección opuesta a la que había llevado en su salida anterior, serían necesarias varias bolsas como la que había llevado antes —tenía tiempo para explorar el entorno—, cuando acertó a ver una nube de vapor que ascendía de un profundo corte en la tierra. Agachándose con cuidado se tendió sobre el pecho en una roca firme, sobresaliente, intentando ver el fondo sombrío y húmedo del barranco, pero la ausencia de luz lo impedía; en cambio, del otro lado, a un tiro de piedra, esta rebotaba con intensidad en la pared opuesta; frente a ella, ante sus ojos, dos enormes águilas reales la miraban con curiosidad: volvían el cuello y mostraban sus párpados amarillos, abriendo y cerrando sus ojos graves, desprendiendo luz dorada desde su pico afilado ante su asombrada mirada infantil…

El murmullo creció en intensidad convocando a los más distantes en la fila, se retrepaban sobre los hombros de sus compañeros tratando de adivinar qué ocurría, qué los había llevado a ese estado de alborozo después de aquel silencio espeso tras las risas familiares. Alguno dijo Baruk y la palabra corrió como la brisa por la hilera. Se miraron entre ellos sorprendidos, sin poder explicar el origen de sus emociones exaltadas, incluso Guía mudó el gesto y, confuso, ordenó silencio por saber si decía algo más. Ya no fue posible, tras la última cayó desmayada de espaldas dejando conmocionado al grupo y horrorizada a su hija quien, por un instante, pensó que había muerto.

Cuando volvió a abrir los ojos el crepúsculo bañaba la pradera. Desde una curva de la colina que ascendían la veía hermosa, tersa como los carrillos de un niño; le hubiera gustado ver más pero las piernas que ahora tenía a la altura de los ojos lo impedían: durante el trecho en el ascenso iba suspendida sobre los hombros de algunos hombres, una vez el terreno era llano descendía a la altura de su cintura. Antes de perder otra vez el sentido comprendió que viajaba acostada entre dos lanzas ensartadas en una piel de caballo, dos mujeres mascaban bayas y extraían de su boca una pasta que colocaban con regularidad sobre su pie. Los portadores sujetaban el extremo de las lanzas y la miraban con un punto de orgullo. Su hija la tomaba con fuerza de una mano y no cesaba de repetir: Voz del Fuego, Voz del Fuego, …acostumbrándose a esa extraña sonoridad que ya le pertenecía. Su vida aún corría peligro, pero no había sido alimento de las hienas, por contra, había ganado un nombre.

Esa noche la tendieron lejos de las llamas, abrigando con pieles su cuerpo y tratando de bajar la temperatura de su frente con bebedizos y arcilla fresca encontrada en la subida. La rodeaban varios hombres con teas encendidas y mujeres que elaboraban pasta medicinal. Uno de aquellos era Maloliente, despierto en extremo, firme y atento con su lanza a cualquier animal que merodease entre las sombras; al fulgor de las llamas su rostro acongojado trataba de remediar la desgracia que había estado a punto de cernirse sobre el grupo por su causa. Tras la oscuridad se escuchaba la salmodia de placer de los uros, machos y hembras entraban en celo a la vez y quebraban con reclamos urgentes la quietud de la noche. Al tiempo, la dulce monotonía de los bramidos era rota en ocasiones de forma estridente, cubriendo de tragedia y muerte el campo: entonces devolvía sonidos de dolor, de lucha encarnizada por la supervivencia; durante dramáticos instantes el grupo revivía la ferocidad de las bestias abatiéndose sobre los miembros más débiles. Conocían la violencia de las garras sobre la piel, los zarpazos certeros que acaban de golpe con la vida de un hombre, sabían de los hocicos ensangrentados hozando ávidos en su estómago una vez caía derrotado, de las vísceras arrancadas de cuajo mientras todos, temblando de pánico, blandían sus lanzas tratando de alejarse entre gritos, los ojos desorbitados, las piernas sujetándolos con dificultad, los vientres sueltos por el terror. Pero esta noche las víctimas eran otras, ellos solo habían de permanecer vigilantes y mantener el fuego encendido hasta que la luz se abriera paso sobre la planicie a que Guía los había conducido. El pie de Voz del Fuego comenzaba a supurar un líquido viscoso, amarillento y pestilente por efecto de los emplastos, abriendo pequeñas pupas en la carne tumefacta, desprendiendo olor nauseabundo; en otra circunstancia hubiera sido imposible contener a las fieras hambrientas sin poner en peligro al grupo entero, por fortuna, esa noche había presas más sencillas que cazar, con suerte, ellos mismos podrían disponer al día siguiente de sus restos.

Velos de niebla baja cubren la meseta entre colinas, el aire de la mañana trae consigo aromas de romero, tomillo, jara, espliego aliviando en parte el hedor de la herida abierta. La mañana ha amanecido plácida, cálida entre encinas y melojos que tapizan de intenso verdor la campiña, bajo las copas descansan los animales exhaustos que anoche se entregaban a cópulas gozosas o luchas desdichadas, batiéndose en los extremos de la vida. Una partida de mujeres y hombres ha salido a explorar la zona dejando al resto bajo un nogal que hunde sus raíces en una pared de piedra caliza, y el líder ha elegido como abrigo donde guarecerse. Los fuegos no se apagarán mientras permanezcan allí. Los despojos y la recolección de frutos silvestres son su sustento principal, aunque en ocasiones, aprovechando la suerte de algún animal enfermo o herido, se hacen con él, defendiéndolo ante los demás carroñeros.

— … la mano sujetaba con firmeza la roca blanqueada de excrementos y húmeda de lluvia …

La debilidad de Voz del Fuego apenas llama la atención del grupo que la cuida. Un murmullo surgiendo de sus labios secos lleva a la mujer más próxima a aplicar algo de agua sobre ellos, apretando un trozo de vellón de carnero humedecido de rocío.

— … en el pecho podía sentir el calor de su cuerpo frágil, el plumón desprendiéndose de él al más leve roce, los latidos desbocados de su corazón acompasándose a los suyos …

Pone su mano en la frente y comprueba que la fiebre ha bajado un poco, aunque sus mejillas permanecen inflamadas y las cuencas oscuras de sus ojos no auguran nada bueno.

— … estiraba la mano en el interior de la cavidad tratando de alcanzar otro polluelo, sintiendo picotazos leves en el dorso de la mano confundida con comida…

La mujer, creyendo reconocer aquellas palabras, despierta a su hija, que descansa agotada tras permanecer la noche entera velando su cuerpo y su mente alucinada. Esta aplica el oído a su boca.

— …creyó escuchar graznidos a lo lejos y sintió el pavor de ser sorprendida indefensa ante el nido…

Repite a los demás su discurso inconexo, tratando de no perder ninguna de las valiosas expresiones, procurando no ocultar con su voz lo que dice. El grupo se acerca alborozado, reconociendo el débil hilo de algo que habita en sus cabezas desde hace unas jornadas y se manifiesta a través de su cuerpo delirante.

— … sus picos afilados extraerán sus ojos con picotazos certeros ….

Desvela inquieta las palabras que escucha por boca de su madre…

— … estirando el brazo hasta el límite de su fuerza, los pies asidos con firmeza al saliente calizo, consigue hacerse con la otra cría …

— ¡Tienes que irte Baruk, padre y madre Águila te arrancarán los ojos si no …! —grita Maloliente extático: la mandíbula inferior descolgada, las pupilas dilatadas mientras camina nervioso en círculos y, excitado, se adelanta al relato, tratando de ayudar a esa niña, poniendo su corazón, su experiencia, su arma al servicio de alguien que no existe más que en su cabeza. Agobiado, confuso, se aleja y golpea esta contra el tronco del árbol mientras llora y repite “Baruk, Baruk, …” —pisando con fuerza la tierra bajo los pies desnudos— “tienes que irte, tienes que bajar, …o te arrancarán los ojos”, repite entre sollozos.



Los trece del Sidrón

Avanzada la tarde regresa la partida de exploración encontrando al grupo a resguardo de un saliente en la pared, junto al nogal. Ha comenzado a llover con fuerza y los fuegos se han extinguido obligándoles a abandonar la copa bajo el árbol y buscar ese resquicio donde ahora se apiñan. Una anciana acuclillada bate el pedernal con pericia junto a un puñado de musgo seco mientras un joven sopla con delicadeza sobre el montón a medida que brotan las chispas. Están satisfechos, han conseguido reunir un cervato recién parido, un pedazo de piel y algo de carne de la madre tras esperar con paciencia, ocultos tras unas rocas, a que una pareja de leonas acabase con ella; momentos antes habían logrado separar a la cría de esta tras el parto, cuando han aparecido las leonas. Apenas tuvieron tiempo de golpearla en la cerviz con un hacha ante la mirada desquiciada de la hembra, agotada sobre la hierba, y salir huyendo; entonces las leonas se abalanzaron sobre su cuello destrozándola a zarpazos y dentelladas, entre bramidos agónicos y rugidos feroces. Recuperado el resuello cubrieron con tierra seca al cervato —viscoso, caliente—, para ocultar su olor y esperaron. Escucharon sobrecogidos astillarse los huesos de la cierva, partirse bajo las potentes mandíbulas, la piel desgarrarse de un arañazo preciso en busca de sus vísceras palpitantes; vieron ascender el vapor cálido, flatulento del vientre conteniendo los intestinos, cuando aparecieron quienes temían hacía rato: los buitres han descendido en vuelos silenciosos, majestuosos entre la niebla siguiendo a su olfato infalible. Por fortuna, guardan prudente distancia entre las leonas y los restos del parto a su lado, no tienen prisa.

Comandados por Guía los integrantes de la partida se acercan al resquicio rocoso donde Voz del Fuego delira. Los semblantes de la hija y las mujeres que la atienden indican poca esperanza, a pesar de ungüentos y lana húmeda aplicados con frecuencia a su frente, el calor no desciende. Una mujer del grupo explorador se adelanta a una indicación del líder, lleva en sus manos el trozo de piel de cierva goteando un líquido rojizo del que se desprende algún coágulo; a su orden desenvuelve el contenido a la vez que las mujeres descubren el pie inflamado, purulento; una vaharada pestilente hace a todos volver la cabeza con repugnancia. Envuelven con delicadeza este —la pierna entera, inflamada ya hasta la rodilla—, cubriéndola por completo con esa víscera sanguinolenta. Es el despojo que no estaban dispuestos a compartir con los buitres, por el que esperaron con paciencia hasta que vieron alejarse a las leonas saciadas; abandonando su guarida junto a las rocas, blandiendo hachas, lanzas y palos, profiriendo gritos graves, urgentes consiguieron alejar a la partida de carroñeros. Buscaban la nutritiva placenta en que el cervato había venido al mundo y con la que confiaban devolver a Voz del Fuego a la vida.

Las siluetas de los uros se muestran fantasmales a la luz de los relámpagos, pastando en la noche o cabalgándose unos a otros en acometidas placidas mientras el grupo da cuenta del cervato con avidez. Sujetan pedazos que han ensartado en palos y acercado al fuego para calentarlos: la carne es tan tierna que no precisa de cocción alguna. Con una tajada en la mano izquierda agarran cuchillos de sílex en la derecha, muerden y van cortando, engullendo deliciosos bocados. En ocasiones rozan caninos e incisivos con la piedra dejando marcas sobre estos, emitiendo sonidos chirriantes. Varios fuegos rodean el entrante en la pared tras el árbol donde se encuentran a resguardo de la tormenta y las fieras. Disponen de agua y carne sabrosa y fresca en abundancia para la jornada, nueces que el viento ha puesto a salvo de la intemperie junto a la roca, un cazadero donde conseguir comida sin mucho esfuerzo: ha merecido la pena atravesar la pradera sin fin, dejar atrás la confortable cueva donde han pasado las últimas estaciones, enfrentar la incertidumbre de los espacios abiertos. Alrededor de una hoguera, mientras hurgan entre los dientes con finas astillas de nogal, escuchan en silencio crepitar las llamas, la lluvia que viene y va en ráfagas copiosas sobre el campo, el canto estridente de algún ave despistada volando veloz en la noche camino del nido. A su paso, algunos miembros del grupo levantan la vista y la siguen con el oído hasta que el sonido se pierde en la oscuridad. Por instinto vuelven la cabeza hacia el lugar donde está ella: añoran su relato. Maloliente más que nadie, permanece sumido en un mutismo hermético desde que la partida ha regresado. Ni siquiera ha tocado los huesos que han traído y apenas ha probado bocado, está próximo al lugar donde ella descansa humedeciendo en agua de lluvia trozos de vellón que acerca de cuando en cuando a su hija.

— Manco —dice Guía tomando en brazos al bebé que una mujer le acerca tras separarlo de su pecho.

— Manco —repite Piedra mirándose la mano izquierda, rememorando con nostalgia—, encontró huevos en aquel agujero.

— Y le costó la mano con que lanzaba —argumenta Guía emitiendo una risa compasiva—, pero al menos pudimos comer algo por fin, ¿recuerdas cuánta hambre?

— La barriga dolía de mascar solo raíces y tubérculos durante semanas.

— Corrió a la pared del barranco gritando como loco, diciendo que había visto salir un pájaro grande de aquel hueco …

— … antes de que llegásemos ya tenía en la mano derecha un gran huevo; recuerdo su cara de alegría y la preocupación que tenía mientras sacaba el resto porque no se nos cayesen —sigue Piedra.

— Sacó tres más, hasta que la roca que tenía bajo los pies cedió y quedó atrapado con la mano dentro —confirma Guía— si no es por ti se hubiera muerto pegado a esa pared.

— Enseguida lo vi claro —comienza a reír la mujer—: si la roca que se desprendió lo había dejado atrapado había que poner otra…

— … hasta que bajase la hinchazón de su mano y pudiera extraerla del hueco —continúa Guía—, por eso estuvimos todo el día turnándonos, puestos a cuatro patas bajo él hasta que pudo sacarla.

— Y decía «dejadme un poco, no los comáis todos, dejadme un poco», entre lamentos histéricos —repite Piedra con risas jocosas contagiando a quienes le conocieron.

— Mientras, ordenabas de tanto en tanto señalando a los más fuertes del grupo: “tú haz de piedra, ahora tú haz de piedra”. Así ganaste tu nombre…

— … y él perdió su mano, pobre, después de darnos de comer a todos —remata ella.

— Nunca lo lamentó —añade de pronto Voz del Fuego desde el interior de la cavidad, sus palabras amplificadas por la bóveda pétrea que la cubre, asombrando al resto con su intervención inesperada.

»Incluso cuando tuvo que cortarla, no le pesó. ¡Debió de ser mucha el hambre que pasasteis!, él también lo recordaba riendo: “después de unos días la mano tenía un color verdoso y hacía tiempo que no sentía nada en ella. Veía como la infección subía por encima de la muñeca y amenazaba al brazo. Fui yo quien pidió a los demás que la cortaran”, me aseguró en más de una ocasión.

»“Buscaron hierbas que machacadas y mezcladas con agua provocaban el sueño, y me las dieron a beber. Cuando desperté tenía la mano cubierta por un trozo de piel y la seguridad de que no podría lanzar como antes. Pasó mucho tiempo hasta que aprendí a usar la lanza con la misma puntería en la mano derecha, pero lo conseguí, después de mucho practicar”.

»Cada vez que me quejaba de hambre se reía y me contaba vuestra historia. O cuando alguna cosa me resultaba difícil de comer, levantaba su brazo izquierdo y decía riendo “al final, yo tampoco pude comer aquellos huevos por el dolor que tenía en la mano”.

La banda se fue estrechando en torno a ella que todavía yacía debilitada, los ojos vidriosos pero con media sonrisa en la cara cuando construía el relato de Manco, su padre, y traía a la memoria fragmentos de su vida juntos. Al hablar de ellos sentía como la pena se aliviaba en su pecho y el mero recuerdo de su existencia la ponía en contacto con emociones muy reales: su aparición entre las encinas siendo niña, cuando regresaba tras varios días de caza y extendía hacía ella sus fuertes brazos para que fuera a abrazarlo corriendo; desenmarañando las guedejas de su pelo mientras permanecía sentada en sus rodillas, buscando liendres en él y provocándole cosquillas mientras lo hacía; la manera en que la subía de pronto sobre los hombros y la hacía sentir el ser más dichoso. Después perdió la mano y ella se hizo mayor, pero su relación con él siempre fue tierna, la ayudó cuando perdió al padre de su hija, compartió su comida y su lugar junto al fuego, las pieles que tenía y la costumbre de despiojar a las mujeres, aun sin una mano conservaba la misma habilidad: su madre primero, después ella y más tarde su hija, lo rodeaban a la entrada del refugio que habitasen y le ofrecían el pelo para que las acicalase una por una, prefirieron no aprender mientras estuvo vivo. De no haber perdido la mano, quizá su nombre tuviese que ver con los piojos.

Escuchándola, los miembros del grupo intuían la necesidad de disponer de un relato, un continuo de ideas con que ordenar sus emociones, expresar la pena agarrada al estómago que los acompañaba cuando perdían a alguien, la alegría cuando venía a la vida un ser frágil, una de sus crías. Desconocían como declarar aquello que palpitaba junto al corazón, manifestándose en su vientre cuando alguien en el grupo los miraba de determinada manera, haciéndoles sentir especiales, felices mientras caminaban a su lado, se sentaban junto al fuego o recolectaban bayas; en esas ocasiones, al amparo del bosque, buscaban sin encontrar qué decirse, hasta que sus cuerpos sabios los conducían al calor del otro para terminar yaciendo entre jadeos, como veían hacer a los animales en su entorno.

Voz del Fuego sabía cómo ordenar las palabras, cómo dar cauce a las emociones dejándolas brotar del interior a través de su boca para liberar los corazones de la pena, expresar alegría o mostrar respeto a los animales cuando los mataban para vivir.

— ¿Baruk? —dijo con debilidad confusa una voz a sus pies. Desde su cabeza, alzada sobre las rodillas de su hija, veía en los ojos de Maloliente todo el desamparo del mundo. Los pómulos se le descolgaban en una expresión de tristeza que crecía en su boca abierta, anhelante. Buscó en la nebulosa agitada de su pensamiento para dar con la voz de aquella niña al menor estímulo, y conectar con su relato allí donde lo había dejado, viajando vertiginoso a través de su cerebro febril para decir:

— Al calor de su vientre los dos aguiluchos que ahora sentía bajo la piel de corzo que la abrigaba se habían calmado —no piaban reclamando comida—, dando tiempo a la niña para descender veloz desde la plataforma sobre el barranco. Dejándose resbalar sobre la espalda por las piedras sueltas que conducían al fondo, alcanzó en seguida la arboleda junto al torrente. Apenas tuvo tiempo de inclinarse sobre este y tomar unos sorbos de agua cuando unas garras afiladas rasgaron la piel en su espalda y un picotazo certero abrió una brecha en su cabeza…

— ¡Baruk! —gritó Maloliente desasosegado, poniéndose en pie y golpeando su cabeza contra lo alto de la cavidad, provocando la risa de todos.

De improviso intuyó cómo liberar o retener emociones en los demás, hacer de un ser inexistente algo vivo, presente como la mañana, la noche, el oso, el agua, el hambre, el dolor, las hienas, los huesos, el calor, las raíces o las flores. Resultó revelador comprender que aquello que imaginaba era capaz de despertar emociones similares en otras mentes, otras sensibilidades diferentes a la suya.

— Con la espalda dolorida y la cabeza ensangrentada la niña Baruk apareció en el campamento. Sobre su barriga abultaban las capturas que llevaba y cuidaba no aplastaran sus padres al acudir en su ayuda. Se mostraron alarmados e indagaron sobre el origen de las heridas, cuando extrajo a las crías bajo su vestido. La cara de su padre se transformó en un gesto de preocupación, enfado, y al fin, cólera: con ellas no podían comer, ni abrigarse, ni hacer nada con sus débiles huesos; por el contrario, tendrían que alimentarlos. Además ella misma se había puesto en peligro. Tras limpiar su herida, caminaron hacia el lugar donde se divisaba el nido a ese lado del barranco para hacerle comprender que había causado un daño sin sentido.

»Debemos devolverlas —sentenció su padre buscando un claro entre las nubes, esperando el momento adecuado—. Así, descendieron juntos el barranco y atravesaron el torrente para ascender del otro lado, aprovechando un instante en que las águilas abandonaron de nuevo el nido, para depositar los polluelos sobre la plataforma, retornando veloces al campamento.

»Acostados sobre la gran piedra que hacía de observatorio esperaron su regreso. Sus ojos asombrados vieron como desgarraban dos pequeños ratones que habían capturado, para ofrecérselos a los polluelos que habían permanecido en el nido, ante los reclamos insistentes de los que habían sido devueltos. Una vez terminados comenzaron a picotear y desgarrar los cuerpos de aquellos sin reconocerlos como suyos, entregándoselos de nuevo a los primeros.

»Baruk lloró sin consuelo abrazada a la cintura de su padre hasta reunirse con el grupo, no contó a nadie lo ocurrido, pero guardó en su corazón una valiosa lección para el resto de su vida.

— No debemos tomar del campo ningún animal o planta sino es para defendernos, calmar el hambre, la sed o el frío Baruk —completó Maloliente, en su rostro se advertía una contrariedad aliviada: le gustaba la suerte que había corrido la niña, pero presentía que el relato se detenía ahí, dejando a su corazón huérfano de su destino.



La mañana siguiente trajo consigo el empeoramiento de Voz del Fuego, la placenta del cervato había conseguido bajar la fiebre y detenido la infección de su pierna, pero la extremada debilidad que mostraba y la necesidad de comida para el grupo llevó a este a organizar una partida de caza. Con ella convaleciente y disponiendo de abrigo, agua y caza no tenía sentido continuar desplazándose.

Diseñaron un plan que consistía en tratar de separar uno de aquellos herbívoros y llevarlo hasta una pequeña depresión al extremo de un arroyo, en medio de la pradera; allí se apostarían algunos con sus lanzas y ensartarían al animal, sorprendiéndolo agazapados bajo una falla en que se hundía el riachuelo. El resto debía ahuyentarlo mediante carreras y gritos, blandiendo lanzas y avanzando por los flancos, como habían visto hacer a las leonas en alguna ocasión. Podía dar resultado si lograban apartar un ejemplar viejo o enfermo. En un ritual silencioso, cargado de miedo y prevención, pintaron rostros, brazos y pechos con ocre en señal de fortaleza; muslos y pies indicando agilidad, velocidad; grabaron el contorno de sus manos sobre la superficie de la pared que les servía de abrigo, conjurándose para volver junto a ella; se abrazaron a sus mujeres e hijos y, tomando hachas, lanzas y piedras, descendieron atravesando la fronda bajo el nogal hacia el claro en el pastizal, abriendo con sus cuerpos un estrecho sendero entre la hierba. Desde el alto, bajo un silencio espeso, el resto de la banda los veía alejarse sobrecogida, distribuirse por el terreno y comenzar su peripecia bajo un sol intenso que hacía brillar el extremo de sus armas. La forma de moverse, realizar aspavientos, mostrar coraje o cobardía; el tono de sus voces al gritar o jalear traía de vuelta a cada individuo hasta el grupo: ¡eran tan pocos, tan frágiles!, que conmovía verlos.

Bajo los cuidados de su hija y Maloliente, en el duermevela de una extrema languidez, Voz del Fuego asistía al discurrir de la caza allá abajo; el comentario de cada familiar cuando uno de los suyos intervenía le mostraba con nitidez el devenir de la contienda: escuchaba algarabía viniendo de un extremo del grupo al hablar de un animal separado de la manada; a este seguía bullicio desde otro lado cuando alguno, mediante aspavientos, lograba encauzar al animal hacia el arroyo; por el centro llegaba confusión cuando caía en una pequeña sima y era alanceado; más tarde, un murmullo de miedo sacudía a todo el grupo al reconocer a uno de sus miembros herido, sujeto por los demás. Se habían cobrado la pieza sí, pero no todo había salido como esperaban.

Los bramidos del uro moribundo se confundían con los lamentos de un integrante de la partida, acudiendo el resto para terminar de darle muerte entre estertores. Reclamaban a voces la ayuda de las mujeres, que contemplaban alarmadas la escena desde el refugio: debían bajar y socorrer al accidentado mientras ellos trataban de arrastrar la pieza ante la pronta llegada de los depredadores, alertados ya por buitres merodeadores. Todo transcurrió muy deprisa, los gritos nerviosos dieron paso a la acción y en unos instantes todos contribuyeron a arrastrar al animal y transportar a Guía hasta la cavidad bajo la pared rocosa: su líder había sido golpeado en la cabeza por una de las pezuñas del animal lanzado a la carrera, tenía una brecha profunda en la frente que se prolongaba en la mejilla izquierda, de ella manaba sangre oscura, abundante, espesa. Tendido en el suelo dos miembros de la banda trataban de detener la hemorragia, presionaban la herida y limpiaban alrededor. Guía lamentaba su suerte al tiempo que sonreía conmocionado, feliz por la captura; el resto se aplicaba al despiece del animal, extraía vísceras, desollaba con afilados bifaces antes que comenzasen a rondar carroñeros. Amontonaron leña, prendieron fuegos en torno a la cavidad para ahuyentarlos, dispusieron lanzas y hachas próximos, se aprestaron a defenderse en previsión de un ataque nocturno, que no se produjo.

Esa noche Guía y Voz del Fuego yacían juntos, cabeza con cabeza a unos metros de las llamas, el destino había querido unirlos en ese extraño trance. A él le daban a beber la sangre viscosa y caliente que aún manaba de las heridas abiertas del animal; para ella cortaban finas tiras de hígado o riñón que ensartaban y cocinaban al fuego y su hija masticaba antes de ponerla en su boca, ayudándola a tragar. La cena transcurrió en un silencio triste, expectante, roto en ocasiones por el crepitar de las llamas y el estallido de alguna pavesa que ascendía hacia lo alto para deshacerse en cenizas sobre ellos. Una vez concluida habló Voz del Fuego —súbitamente repuesta tras ingerir alimento—, con la certeza de quien se sabe ya escuchada, necesitada por los demás.

Cosió con habilidad las hebras del relato al tiempo que los demás lo revivían, y así, cuando mencionaba a quienes ahuyentaron al animal hacia el lugar donde se hundía el riachuelo, estos reían jocosos, se golpeaban con los codos, lo mismo aquellos que lanzaron piedras o lanzas con tal fin; o quienes, una vez en la trampa, habían encontrado el coraje suficiente para enfrentar la temible cornamenta del uro y clavar sus lanzas en su costado: daban palmas y hacían sonar abalorios y palos golpeándolos excitados. Al señalar a las mujeres acudiendo veloces, desarmadas, valientes exponiendo sus vidas en campo abierto para socorrer a Guía, reían alborozadas, se abrazaban comprendiendo el valor demostrado. Incluyó a los niños, que al acarrear leña y distribuir hogueras proporcionaron seguridad al grupo. Se ocupó de los ancianos, diseñadores de la estrategia que los llevó al éxito y de las técnicas para aprovechar al máximo al animal abatido. Ensalzó el arrojo de Guía y consoló su dolor mientras se batía con la muerte, como antes lo hiciera con el animal. Tuvo palabras para la participación pasiva de Maloliente, traduciendo su mutismo discreto —él se mortificaba pensando que el resto le acusaría de cobardía al no haber intervenido en la caza—: ella lo reivindicó, sin su protección no habría narración.

Al otro lado del muro de fuego veían moverse los ojos brillantes de las hienas, escuchaban sus risas nerviosas a salvo de sus ataques; los bramidos de bisontes y uros se repetían con la monotonía de otras noches ante la presencia de cazadores en la espesura. A este lado, el humo de las fogatas unía sobre sus cabezas una revelación: sus esfuerzos sumados eran mejores que los de sus individuos: ninguno podía ser sin el grupo, pero este era sin alguno. Rumiaban en silencio esa trama mientras daban vueltas a las escenas vividas aquel día, la hija de Manco había sabido aglutinar sus emociones aportándoles confianza, seguridad: ahora se reconocían como individuos trabajando en equipo, todos necesarios. En cambio, habían estado a punto de dejarla atrás, de abandonarla a su suerte en aquella pradera.

El amanecer trajo la muerte de Guía. Los desvelos que los miembros del grupo hicieron por mantenerlo consciente, así como el alimento de sangre y vísceras ofrecidas, no fueron suficientes para sostenerlo con vida. Todos lloraban, sollozaban huérfanos de quien les había conducido durante tantas estaciones a lo largo de peligrosos pasajes. Debían enterrar su cuerpo, honrar su memoria y nombrar un líder capaz de conducirlos con éxito de nuevo.

Cavaron una fosa profunda bajo el nogal que les daba amparo, cubrieron su cuerpo con la piel del uro en señal de respeto por la vida de ambos y pusieron sus armas junto a él; llenaron de flores silvestres la fosa pero, antes de arrojar tierra y piedras encima, conducida en andas bajo el árbol Voz del Fuego les habló:

— Como él lo hacía, el sol y la luna nos guían cada jornada, el agua y el aíre nos reconfortan mientras caminamos, el fuego nos calienta y protege al final del día. Las manadas se dirigen estación tras estación hacia un lugar, para volver en la siguiente a aquel del que partieron. El campo se cubre sin cesar de pasto verde y alimento para todos.



»En la madrugada, infinidad de puntos brillan contra el fondo oscuro de la noche: son aquellos que no están ya con nosotros. Al principio de los tiempos esa oscura piel estaba vacía, como la de un uro sin mancha alguna, después los seres comenzaron a morir y, poco a poco, fue llenándose con el fulgor que ahora vemos. Hay noches en que la luna se llena de luz con las vidas de quienes han muerto, recorre las praderas buscando entre la hierba, bajo los árboles del bosque, junto a la ribera de los ríos, sobre la nieve de las montañas…para subirlas en su lomo y dejarlas en el firmamento; desde allí nos observan y esperan para conducirnos tras otros rebaños, cuando estemos de nuevo a su lado.

»Hasta entonces, su presencia nos protege y alienta, debemos buscar su mirada en las noches sin luna, situar a los nuestros ya que, una vez el cielo se llene con el resplandor de toda existencia, allí se hará día cuando aquí sea noche, y todo volverá a comenzar de nuevo desde el principio: las vidas, como las muertes, son siempre las mismas.



«Siguiendo el curso alto de un río descendemos con rapidez desde las montañas, hace una estación que dejamos atrás las praderas y, al internarnos en estos valles en la época en que la vida brota de nuevo, nuestro mayor temor es Oso: sale hambriento de las cuevas y pronto tendrá oseznos que alimentar, eso lo hace peligroso y debemos tenerlo presente antes de cruzarnos con él. El río bulle de grandes peces que ascienden en sentido opuesto a las aguas, yendo a morir en su nacimiento, facilitando alimento para todos: osos, lobos, cuervos, buitres, nuestra tribu y, … la de los otros humanos.

»Esta mañana los hemos visto entre la bruma, en la otra orilla del río, unos seres parecidos a nosotros: más esbeltos, con menos pelo, de piel oscura; sus caderas son estrechas y parecen débiles, delicados. Pintan sus cuerpos de modo diferente y el aire nos ha traído su olor, menos acre e intenso; también se cubren con pieles y parecen comer lo mismo. De repente, desde ambas orillas, hemos dejado de pescar y nos hemos observado en silencio, comparado mientras el río golpeaba entre las piedras con vigoroso fragor, sopesando las intenciones de cada uno, tratando de comprender; instintivamente hemos aferrado lanzas y hachas, aunque la fuerza de la corriente hubiera impedido cualquier encuentro. Tras unos momentos de tenso recelo, todos hemos recogido nuestras capturas y nos hemos internado en el bosque, cada uno en su orilla.

»Ya de noche, alrededor de la hoguera, buscamos entre las copas de los árboles la luz de Guía tratando de encontrar una explicación a ese encuentro casual: ¿quiénes serán esos seres?, ¿qué costumbres tendrán?, ¿serán hostiles o amigables?, ¿hablarán cómo nosotros?, ¿de dónde vendrán? ...Yo, Voz del Fuego, no tengo respuestas para el mundo real; en circunstancias como esa es el líder quién opina, al que parece revelarse la actitud a seguir ante cualquier hecho que escape a lo común; pero Miel aún es joven y este encuentro necesita las vivencias que aporta el pelo blanco cubriendo las sienes.

»Miel había ganado su nombre y el liderazgo al final de la etapa en los prados cuando, siguiendo las sendas que abren los animales al internarse en el bosque, ella había demostrado pericia para encontrar frutos llenos de energía —castañas, avellanas, nueces, piñones, almendras recolectados a medida que descendíamos hacia el fondo de los valles—, que combinados con la miel encontrada en algún panal silvestre o el fruto de higueras y madroños, nos mantuvieron con vida una vez llegaron las nieves; junto con alguna pequeña pieza de caza, cobrada de manera fortuita, pudimos “atravesar los fríos” hasta alcanzar esta estación en que vuelve a haber abundancia. Su ayuda fue decisiva al utilizar emplastos a base de jalea real, gracias a su comida y la aplicación sobre las heridas mi recuperación fue muy rápida, y al final de la estación seca podía caminar sin ayuda de nadie. Pero ahora toda su intuición y la osadía propia de sus años no sirve de nada ante un encuentro que rompe nuestra concepción de la vida: no estamos solos, hay otros seres, parecen querer lo mismo.

»La excitación crece esa noche junto a los fuegos: unos provocan humo que seca los peces capturados, destripados y abiertos; otros rodean el campamento ahuyentando a lobos y osos; en torno al último y más grande nos agrupamos manteniendo una cháchara excitada:

— Su olor es dulce como la savia del arce —dice alguien pensando en alto.

— El nuestro es mejor, más fuerte, a orina y humo; así advertimos a Oso de nuestra presencia y no nos ataca —apunta otro—.

— Yo prefiero el suyo, parecen más limpios, como recién bañados en el río —apunta una mujer ante el desconcierto de todos.

— Uno llevaba plumas en la cabeza, tal vez sea su Guía —observa otra con agudeza.

«De ser como ella dice —pienso buscando certezas— todos sabrán a quién dirigirse, quién es su líder, el que los conduce y habla por los demás».

— Miel tal vez deberías distinguirte también —sugiere una mujer entre risas—, ¡¿pero cómo?, no te gustan las pinturas, aunque quizá deberías usarlas!

— Si elaboramos un collar con cuentas de hueso, ¿lo colgarías del cuello? —secunda un hombre la idea de la mujer—. Mañana podríamos buscar plumas también, así indicaremos que eres nuestra líder.

»Intuyo que Miel valora en silencio las propuestas tratando de ganar tiempo, no parece partidaria del contacto con el otro grupo, pero en algún momento debe mostrar su opinión o su liderazgo será cuestionado: es lo que se espera de ella, para eso la elegimos, para tomar decisiones y mostrar determinación, aunque ningún líder se ha enfrentado a un reto semejante: ¡otro grupo humano! Imposible conocer sus intenciones, lo que quedó claro es que —como nosotros— empuñaron sus armas en actitud defensiva. No sabemos cuántos son, qué los ha traído hasta aquí, qué andan buscando. ¡Ni siquiera sabemos si volveremos a verlos!

— Está bien, pondré plumas sobre mi cabeza y un collar de cuentas si así lo queréis, pero mi decisión es continuar nuestro camino río abajo, siguiendo la orilla en que estamos ahora, tratando de no encontrarnos con ellos —asegura con arrojo, levantando un murmullo contrariado en algunos; otros se muestran satisfechos con su decisión, a pesar de la curiosidad excitada de todos—.



Sonia Cabello, hombre neandertal con bebé


»El río se ensancha a medida que su curso desciende, pronto la otra orilla queda tan distante que la posibilidad de un encuentro se vuelve difícil. Las jornadas transcurren con el ajetreo de la “caza” —es lo que hacemos al ensartar con nuestras lanzas o tomar con las manos aquellos peces que ascienden en gran número las aguas superficiales—, obteniendo más cantidad de la que podemos consumir. Vemos a Oso propinar divertidos manotazos y arrojar capturas a la orilla para que los oseznos las devoren glotones. Los restos de cabezas y espinazos son aprovechados por lobos y buitres que frecuentan las orillas manteniéndose a distancia prudencial. Nunca hemos disfrutado de tal abundancia en las praderas y agradecemos a Miel la decisión de habernos conducido a los ríos: aquí el aire es limpio, nunca hace demasiado frío o calor, sobran la leña y el agua, y no es difícil encontrar cuevas donde pasar largas temporadas. Usando las espinas de los peces elaboramos utensilios con que cardar el pelo de cabezas y barbas, buscamos liendres entre ellos y desenmarañamos las sucias guedejas, tal vez animados por el aspecto cuidado que hemos apreciado en los seres al otro lado del río. Nadie habla de ellos por respeto a la decisión de la guía, pero están en el pensamiento de todos.

»A menudo me interno en lo profundo de las cuevas, aquellas donde Oso pasa la estación fría; me ilumino con una tea empapada en resina y avanzo con el corazón encogido ante la posibilidad de un encuentro con alguno rezagado. Las galerías se estrechan en cavidades donde el cuerpo pasa con dificultad, para abrirse de pronto a otras enormes donde la voz me es devuelta desde paredes lejanas. Dentro se respira un calor húmedo, suenan gotas cayendo desde lo alto de un bosque de piedra cubierto de picas que apuntan al suelo en vivos colores. En ocasiones, estanques transparentes dejan entrever un fondo hermoso, en tonalidades verdeazuladas —me pregunto si alguien habrá visto aquello antes que yo—. Acercando la tea trato de saber si habita algún animal en su interior, pero no veo más que nítida profundidad perdiéndose en agujeros oscuros. A la luz de la llama, sobre mí cabeza, la enorme cúpula anaranjada erizada de lanzas gotea sobre la superficie provocando ondas que la recorren; apenas durante un instante dejan de caer y me veo reflejada: ese ser de ojos claros y piel tostada moteada de pequeñas manchas oscuras, de pelo enmarañado, rojizo, que ahora abre su boca mostrando tres dientes y mueve una mano mientras el agua hace lo mismo; esa cuyos pechos cuelgan entre sus rodillas, los que amamantaron a la cría de cuya mata roja, densa entre las piernas, salió una tarde de dolor intenso: esa soy yo, Voz del Fuego, la hija de Manco; la que ha de desaparecer un día como hizo él, Guía y tantos antes. Después, una secuencia de gotas cae del techo llenándolo todo de ondulaciones y borrando la imagen. Me acercó a una de las paredes de la gruta y, tomando un carbón desprendido de la tea, dibujo sobre ella una figura rectangular y sitúo algunos puntos en su interior: representa el fragmento de cielo que veo cada noche, contiene a los muertos que recuerdo hasta donde la memoria me alcanza.

»Una mañana el bosque se despeja, el río se ensancha y divide en brazos internándose entre montículos de arena de fácil ascenso. La brisa trae olor salado, fresco, húmedo acompañado de rumor profundo, cadencioso, a menudo roto por el graznido de aves blancas que planean sobre nuestras cabezas o se suspenden del aire sin más. Al otro lado de esas elevaciones donde crecen cañas que mece el viento, aguarda una superficie inmensa y calma del color del cielo, confundiéndose en la distancia. El río que nos ha traído se interna en ella levantando espuma blanca entre la que salta vigoroso algún pez. Desde lo alto guardamos silencio, todas las caras se vuelven hacia Miel, Piedra, incluso hacia mí, buscando respuestas que nadie sabe dar. Bajamos a esa orilla y la seguimos en dirección indeterminada, saltando confusos cuando las olas rompen con estrépito junto a los pies. Una sensación desconocida, jubilosa, se adueña de todos entre vapores y reflejos dorados hasta alcanzar una zona rocosa junto a una oquedad amplia donde albergarnos. No por mucho tiempo, a medida que la mañana avanza esta se inunda poco a poco, dejándonos atrapados en su interior muertos de pánico, para descender llegada la tarde y crecer de nuevo en la madrugada. Una vez el agua se retira, entre las rocas o charcas, quedan animales atrapados en cantidad; observamos aquellos que las aves abren con el pico e imitamos su comportamiento descubriendo sabores, olores y texturas desconocidos hasta entonces: nos sentimos afortunados por disfrutar de tal abundancia sin tener que exponer la vida para tomarlos; buscamos nuevas cavidades donde el ascenso del agua no comprometa nuestra seguridad hasta dar con una donde permanecer secos, a salvo, seguros por vez primera en nuestras vidas, sin bestias que nos ataquen, fríos que nos congelen o hambrunas insoportables: abrigo, agua, leña, comida a nuestro alcance sin más que merodear por el entorno.

»Junto a mi hija exploro estas cuevas, descubrimos maravilladas galerías donde el agua se interna, discurre entre rocas resbaladizas de las que brotan flores de colores pardos, irisados, rojizos, blanquecinos, azulados; crecen bajo la superficie donde nadan peces de vivos colores y se desplazan animales extraños. Al hablar las voces se confunden rebotando en paredes húmedas, las risas se multiplican colmando los huecos; en ocasiones, haces dorados atraviesan las grietas desde el exterior llenando de luz los espacios, transformándolos en lugares donde la vida recuerda a los sueños: un mundo similar a estos, pero más bello. Entonces ella acierta a decir:

— Yo creo que los Hombres del Río nacen de la noche: es ella quien los engendra; tras el parto la luna los recoge y deposita en otro lugar, una vez se oculta en este: por eso no los hemos visto hasta ahora; recoge también a nuestros muertos y los deja en el firmamento; allí permanecen un tiempo para renacer más tarde: altos y esbeltos, pero sobre todo, sabios.



»La noche se sirve de la tormenta al parir: los relámpagos alumbran el nacimiento, los truenos son los gritos con que muestra su dolor. Después, permanecen un tiempo indefensos, suspendidos del cielo nocturno hasta que la luna llena los desciende y comienzan a vagar por los campos. Sus costumbres son las mismas, también sus miedos —por eso empuñaron armas al vernos—, hablan y comen lo mismo, se comportan como lo haríamos ante el temor o la provocación y buscan lo mismo que buscamos: comprender, el placer, huir del miedo o el dolor pues son nosotros, pero mejores y, poco a poco, continuaremos siendo en ellos hasta desaparecer, por eso —sin duda alguna— volveremos a verlos.

»Cuando regresamos al refugio muchos integrantes del grupo se retuercen de dolor agarrados a sus estómagos, algunos sueltan sus vientres junto a la orilla, ahora teñida de rojo: expulsan agua marrón por el culo quedando extenuados mientras se quejan entre lamentos tristes. Otros yacen inconscientes tumbados en la arena, llevan aún en sus manos cáscaras oscuras de los animales que se agarran a las rocas y contienen en su interior sabrosa carne rojiza. O aquellos otros grisáceos, de concha abrupta y rugosa, que abrimos golpeando con piedras —yo también he comido algunos—. Buscando alivio en el fuego hay quien pega su vientre al calor permaneciendo acostado, encogido, llevando entre los dedos pequeñas valvas blancas o alargadas que brotan de la arena. En todo el campamento se escuchan lamentos, acompañados de fuerte olor a excrementos y muerte dolorosa entre agudos retortijones. Mi hija y yo, junto a un pequeño grupo que regresa del río —han ido en busca de agua—, nos movemos impotentes entre los cuerpos del resto, tratando de ayudarlos sin saber cómo. Los vemos morir uno tras otro entre vómitos y convulsiones sin dejar de expulsar líquido oscuro y pestilente entre las piernas, les damos de beber tratando de reponer el agua que pierden sin remedio. A medida que transcurre la jornada los cuerpos de los muertos van siendo arrastrados por quienes quedamos, hasta un lugar en la arena; otros han comenzado a excavar con manos y palos un hueco profundo. Nuestro llanto se ha transformado a medida que el día discurre en mutismo desolado. Golpeados por la tragedia no acertamos a comprender qué puede haber ocurrido, solo hacemos lo que sabemos: dar sepultura a los muertos en medio de un enorme desconsuelo.

»Nos hemos sentado en la arena, golpeados de manera brutal por la desgracia no hemos visto llegar a los Hombres del Río: han permanecido alejados dejando sobre la hierba, entre los juncos, varios peces abiertos y secos, medio costillar de ciervo, nueces y avellanas, además de un trozo de panal envuelto en hojas. Nos han hecho entender que no debemos comer los animales del pedrero hasta que vuelvan a hacerlo las aves. Nos hablan, pero sus palabras son diferentes a las nuestras.

»Al amanecer los vemos pasar en dirección al río que nos ha traído a todos, los pocos que aún quedamos nos miramos en silencio y decidimos seguirlos a distancia: después de todo Miel ha muerto, no tenemos guía y ellos parecen saber lo que hacer; no se muestran molestos cuando se vuelven y nos ven, ascienden el río deteniéndose a pescar con facilidad asombrosa. Cuando alcanzan la confluencia entre dos ríos, toman el desconocido y continúan su camino con seguridad, sin albergar temor por Oso u otras fieras. Pasamos la noche junto a un fuego diferente al suyo. Escuchamos sus voces, sus risas, su algarabía sumidos en una tristeza profunda. Ya no tengo ánimo para contar historia alguna, cuando mis tripas comienzan a sonar de manera inquietante presagiando momentos funestos; apenas consigo ver la cara angustiada de Maloliente frente a mí, salgo disparada hacia el bosque sujetando el vientre. Él me sigue al instante y comenzamos a verter agua acuclillados, mirándonos con pavor: ambos escarbamos en la arena buscando las mismas conchas oscuras con deliciosa comida en su interior. Los que permanecen junto al fuego, salvo aquellos que solo han comido pescado del río, sufrirán también convulsiones a lo largo de la noche. Al día siguiente nos pondremos en camino con pesar, deteniéndonos a menudo, viendo nuestras caras palidecer, nuestras fuerzas decrecer hasta que, avanzada la tarde, exhaustos, nos tumbamos en un claro, junto a una oquedad bajo unas rocas. En el límite de las fuerzas y la consciencia, sintiendo como la vida se me escapa, acierto a darle a mi hija la caña de un hueso para que se lo entregue a Maloliente, quien agoniza frente a mí. Él lo toma entre los dedos mirándolo sonriente y exclama:

— Baruk …—será lo último que escuche en mi viaje hacia la noche.



A la mañana siguiente los Hombres del Río encuentran a la hija de Voz del Fuego y algunos integrantes del grupo, comiendo los restos de los demás: cortan pedazos de sus cuerpos y los llevan a la boca sujetándolos con los dientes, serrándolos antes de tragarlos. Mientras se alimenta en el cuerpo de su madre piensa, «ella sabría contar por qué los peces ascienden la corriente del río, por qué Oso duerme todo el invierno sin morirse, por qué hay conchas de piedra tan lejos del mar, por qué el agua se acerca y aleja junto a este, por qué nacemos, por qué morimos…»



Cuando traen el café zumba de pronto el móvil de Mauro sobre el mantel. Él lo toma distraído en una mano volviendo a dejarlo en su sitio cuando, cae en la cuenta de que ha entrado un correo: “¿y si fuera de …?” —reflexiona preocupado mirando a Julia, que pregunta alarmada—:

— ¿Qué pasa?

— El ICM —responde Mauro sorprendido.

— ¡Joder!, espera no lo abras —detiene a Mauro extendiendo su mano sobre la mesa—. Ponga los cafés en la terraza, por favor —indica al camarero—.

— Pero… ¡nos vamos a helar! —balbucea Mauro una protesta.

— ¡Pues te jodes! ¿Quieres que me dé un infarto? ¿Cómo voy a leer eso sin fumar?

Se encaminan al exterior con los abrigos puestos, los bolsos en la mano y el corazón batiendo con fuerza en el pecho. Se sientan en el mismo lado de la mesa con el portátil abierto frente a ellos —Julia ha rechazado con un exabrupto la idea de leer el correo en el móvil—, más por ver con claridad el informe que por darse calor con sus cuerpos. Mientras Mauro arranca el ordenador, Julia engulle de un sorbo su café y enciende veloz un cigarrillo. Él abre el programa de correo. Ve la entrada. Lee el asunto. Abre ese correo en concreto. Comienza a leer el cuerpo del mensaje cuando Julia estalla:

— Por favor, Mauro, ¡abre el puto adjunto, joder! ¡Me vas a matar!

— Vale tía, tranquila, ¡Cálmate, estás histérica! —él obedece, comenzando por leer el encabezamiento en voz alta. Ella observa el número de páginas —seis— y ordena:

— Al final, Mauro, al final, ¡déjate de mariconadas!

La mira incrédulo y, sin rechistar, lee el final del informe adjunto:

— Conclusiones preliminares: en la muestra se halla presente el gen MC1R.

— ¡Cabello rojizo! —asegura Julia excitada sin dejarle terminar.

— …asimismo encontramos el gen relacionado con el gusto amargo, aún innominado.

— ¡Perfecto!

— …además concluimos que la muestra encaja en el Sistema Sanguíneo ABO.

— ¡Coño, cómo que somos primos! —asegura dando una calada profunda.

— …las muescas en la superficie de la muestra nos llevan a inferir que su portador era diestro.

— ¡Vaya gilipollez!, eso lo determina hasta un estudiante de secundaria —expulsando el humo a medida que habla.

— …el desgaste del diente permite colegir que afilaban sus armas con ellos.

— ¡Venga, te lo compro tío! ¿Qué más? —exclama sarcástica mientras repite, “colegir”, ¡Ja!

— …estudiando los restos de sarro podemos afirmar que vivían en ambientes cargados de humo, usaban mondadientes, comían carne y vegetales, utilizaban plantas medicinales…

— ¡Otra perogrullada! ¿Cuánto nos va a costar esto? —de veras contrariada.

— …a través de la hipoplastia concluimos que su destete se produjo hacia los tres años.

— ¡Vaya, algo que no sabíamos!

— …por otra parte, la patrilocalidad indicaría que los hombres tienden a permanecer en el grupo donde nacen y las mujeres a cambiar de núcleo familiar.

— ¡Dios, otra como esta y no les pagamos! ¡¿Pero hablaban o no, cojones?! —golpea la mesa con el puño fuera de sí, moviendo tazas y cucharillas, llamando la atención del resto en la terraza.

— Espera … podemos afirmar con rotundidad que en la muestra se halla presente el gen FOXP2

— ¡Joder Mauro, hablaban!, ¡nuestra neandertala hablaba! —Julia se emociona tomando la cabeza de Mauro entre sus manos y plantándole un sonoro beso en los labios.

— ¡Coño Julia, estas loca! Pero espera, …hay más—termina de pasar la página y lee— “por comparación de esta, con muestras de nuestra especie Homo Sapiens, podemos ultimar sin error, que la primera se halla presente en la segunda en un porcentaje de entre un dos y un cuatro por ciento…”

— O sea, que todos somos neandertales, ¡en un cuatro por ciento! —concluye Julia feliz.

— Entre un dos y un cuatro, sí —concede Mauro, conservador— No parece mucho. ¿Qué podríamos portar de ellos ahí? — se pregunta incrédulo.

— Bueno, … si hablaban, se contarían historias, ¿no? Yo prefiero pensar que ahí, como dices tú, viaja hasta nosotros La capacidad de fabular —asegura con ojos soñadores.

— Desde luego la suya no acabo muy bien —afirma Mauro cenizo—, que se lo pregunten sino a nuestra amiga del pasado.

— ¡Ay, que poco conoces a las mujeres! Nada enciende tanto el corazón de una chica como una buena historia de perdedores.

— ….

— ¡Pide la cuenta anda, nos vamos a currar! ¡Pagas tú, por descreído! Oye, ¡qué frío, ¿no?!

— ….



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