Princeps Rodericus Campidoctor

 

Iberia siglo X



La primera vez que oí mencionar su nombre fue en León, como paje al servicio del príncipe Sancho, a la edad de diez años. Después habría de escucharlo muchas más, en diferentes cortes, pronunciado con envidia, recelo, desprecio, ira, reverencia. Siempre con temor. Han pasado setenta años desde su muerte y el eco de los cascos de sus caballos aún resuena en las paredes de los barrancos que atravieso, el tronar de los tambores entre los pinos, los gritos aguerridos de mercenarios bereberes vadeando el cauce de los ríos hacia el norte; o bien, ya de regreso, los lamentos de cientos de esclavas cristianas con destino a los harenes cordobeses y palacios andalusíes —siempre ávidos de gallegas, vasconas y francas de pelo bermejo y anchas caderas, pechos firmes y dentadura perfecta—. También los muchachos servirían, una vez castrados y vendidos en otras plazas, como eunucos.

Almanzor, «el Victorioso», se arrogó sobrenombre como haría un califa, ya que eso ansiaba, crear una estirpe, establecer una dinastía que no mirase a Damasco ni a Bagdad, solo a Córdoba. Que no fuese abasí, ni fatimí, tampoco omeya, sino amirí. Y a punto estuvo de lograrlo, al menos, durante siete años.

En cuanto a mí, por mis hechos me conoceréis, pues sin duda la historia hará mención de ellos: tan hostiles y diversos fueron que ni un solo día de mi vida hallé descanso, militando con tesón en las causas más dispares hasta mi muerte en Valencia. Mi nombre es Rodrigo, nací en Vivar y fui conocido con los apelativos de «Campeador» o «Cid», en virtud del soberano al que ofreciese mi brazo. Mas yo mismo terminé por ser mi patrón, y entonces gusté de llamarme, príncipe.

Sucesos que no vienen al caso me condujeron a la taifa de Zaragoza, entonces gobernada por Al-Muqtádir. Allí, entre cojines y sedas, aromas densos y fuentes rumorosas conocí la sensualidad de las mujeres del serrallo —que no el amor—, a la edad en que el vigor aún acompaña al hombre y el deseo demanda el placer: la guerra estaba cerca, Jimena lejos, la muerte acechaba en cada batalla y Diego, nuestro primogénito, era ya vida en su regazo. Esta es la única deslealtad que admitiré —bien por falta de coraje en aquellas lides bien por lascivia: ¡no hay excusa!—, tal vez influenciado por la descripción que del cordobés hacía mi anfitrión como hábil seductor de mujeres. Contaba que fue Subh, esposa del califa Alhakén II, en quién aquel se apoyó para entrar en la corte y afianzarse en ella durante largos años. Siendo todavía joven, ya me sentí fascinado por ese hombre capaz de conciliar la crueldad con la delicadeza, la ambición con la cautela, la estrategia en campañas militares y alcobas de palacio con la misma habilidad, puestas al servicio de un único fin: él mismo. Y quise emularlo, el tiempo dirá si lo he logrado.

Graus sería mi bautismo de fuego, combatiendo junto al caudillo zaragozano contra Ramiro I de Aragón, hermano y rival de Fernando I de León. Un asunto de parias debidas había llevado a mi señor hasta allí. En la refriega, tras haber roto la línea enemiga con nuestra exigua milicia leonesa, los musulmanes entraron en combate ejecutando un tornafuye: acometieron primero y simularon huir después de la contienda, encerrando de vuelta a las tropas del rey Ramiro entre una lluvia de saetas y azagayas. Estos, tratando de perseguir su caballería ligera en campo abierto agotaron a la suya, mucho más pesada, concebida para el choque. El lance fue desastroso, docenas de caballeros muertos de forma vil, sin posibilidad de defenderse, flechados desde los flancos, descabalgados e incapaces dentro de sus armaduras. Los infieles montaban a la jineta y se conducían veloces entre las filas, tratando de llevar a los aragoneses hacia trincheras formadas con piedras y bagajes, buscando refugio en los intervalos de cargas y retiradas; los cristianos, en cambio, montaban a la brida, mucho menos ágil; obedecían a la provocación tratando de salvaguardar la gloria y honor individuales, quebrando así la disciplina de grupo. Los moros lo sabían y se manejaban con éxito entre el ejército rival. Dolía verlos caer de modo infame pues, aunque enemigos en esa contienda, eran hermanos en la fe. Y allí mismo me conjuré, en el fragor de la lucha, para que en el futuro no me sucediese cosa igual: dejarme engañar sin haber aprendido sería haber vivido en vano, sin provecho alguno.

Mas fue sobre todo en la contienda donde Almanzor demostró mayor capacidad. Su formación original fueron las leyes —yo en ellas solo adquirí rudimentos—, y durante unos años administró la ceca cordobesa, pero llegado el día supo ponerse a las órdenes del general Galib, lugarteniente del califa, y aprender el arte de la guerra en Berbería, nutriéndose de la crueldad y sagacidad necesarias que han de investir a un hombre que aspira a empresas mayores. No pasó mucho tiempo desde entonces, hasta su entrada en la capital de los Omeyas cabalgando a su lado entre el clamor de la multitud. Pediría luego la mano de su hija y, una vez asentado también en el poder militar, comenzaría una sucesión de aceifas que mantuvo a nuestros reinos clavados al norte del Duero, al recorrer sin desmayo la frontera durante veinticinco años —de Barcelona a Santiago, de Zamora a Pamplona hasta su muere en Medinaceli, al pie del nuevo milenio—, y hostigar a las impotentes fuerzas cristianas cada primavera, pasando a sangre y fuego sus ciudades. Una vez se hubo hecho con el mando de la milicia tras la muerte de su suegro en Atienza —dizque por causas naturales dada su avanzada edad, lo cierto es que lo mutiló para exhibirlo más tarde en Córdoba—, ya nada se interpondría entre el califato y su ambición. No es extraño que la autoridad, el envanecimiento y el inmenso botín adquiridos le llevasen a albergar deseos de perpetuidad.

La crueldad está vinculada al ejercicio del poder, es tal vez lo único que no aprendí en su legado; pronto caí en la cuenta de que es necesaria para ganarse el respeto de los hombres —propios o ajenos, tanto da—: nadie sigue a uno en la lid de no mostrar determinación e impiedad llegado el caso, no se infunde temor en las taifas ni se cobran parias siendo compasivo; en un mundo violento la violencia es norma: llegando a ser capaz de cerrar los ojos y conciliar el sueño, tras quemar vivo al caudillo de una población a la que se ha sometido a largo asedio, colgado de los muros a sus defensores, mirado hacia otro lado cuando tienen lugar la violación y el pillaje; expulsar de sus casas a los moradores y reunir en un montón sus fortunas, hacer esclavos, solicitar rescate por los ricos o dar muerte a las bocas que no pueden alimentarse, pasa a convertirse en rutina. La mesnada espera botín, este justifica los padecimientos y alienta a continuar en la algara. Por otra parte, ¿cómo si no habrían de sufragarse las próximas campañas? Incluso el rey, soberbio y distante en su trono, lo aguarda. A la postre se comprende que el honor descansa en la brutalidad que conduce de un campo al siguiente, de la toma de una plaza al sitio de otra; más en el terror que se inspira que en la piedad que se ofrece. Con eso se vive.

Tras los hechos de Aledo gané mi libertad, ya no deseaba someterme a valedor alguno, creí haber entregado suficiente a diferentes señores, siendo pagado con magra gratitud. Los celos, las envidias se han movido en mi entorno a lo largo de la vida, confabulado en mí contra a pesar de haber dado muestras sobradas de una lealtad sin medida. El rey me ha infringido agravios, desterrado por segunda vez, me ha desposeído de bienes y hacienda, ha encarcelado a mi familia tras escuchar a una caterva de aduladores de mérito menos probado que el mío. Me he cobrado cumplida venganza asolando la Rioja, ahora no hay vuelta atrás, mis ojos miran al Mediterráneo, rompo lazos con Castilla, busco alianzas en Aragón para convertirme en dueño y señor de Levante: Valencia, Lérida, Tortosa, Denia, Albarracín, Sagunto, Segorbe, Almenara, … ya pagan parias al «Cid». Los nobles castellanos habrán de mostrar respeto por aquel infanzón al que hacían de menos tiempo atrás, han cambiado las tornas, he sabido labrarme un destino con mi espada, mi mesnada y mi valor.








Los feroces almorávides irrumpieron como una centella desde el sur y los reinos cristianos temblaron ante su amenaza, buscaron mi ayuda. Mas yo me debía a un sueño, deseaba Valencia como Almanzor anhelara Córdoba, me miraba en su ambición: ambos rebeldes, violentamente independientes, ascendiendo desde los establos a las cámaras de palacio por mérito propio, con inteligencia y coraje. También con dolor. Él no deseaba expandir el islam sino vencer, humillar a sus enemigos, escupir su rencor hacia ellos, afirmarse como califa de una dinastía sin precedente de nobleza. Lo mismo hice yo llegado el día, carente de ataduras, de obediencia debida o actitud servil. Aspiraba a ser como Babieca sin ensillar, libre de bocado o jinete que lo montara, galopando veloz sobre la arena entre olas y espuma, en pos de la gloria, la única capaz de compensar tanto sufrimiento.

En Cuarte puse en práctica todo lo aprendido hasta entonces. Los mahometanos cercaron Valencia por miles, acampando a escasas leguas de sus murallas. Y aun destacaron fuerzas de vanguardia en Mislata, a orillas del Guadalaviar, sitiándonos desde el noroeste. Pero de nada les valdría la profusión de armas y tambores reclutados al objeto de minar el ánimo de tropa y población intramuros; tras largo pelear entre moros, de sobra conocía las artes encaminadas a debilitar la moral del rival e infundir terror. Por el contrario, me enardecía gobernar una empresa más fuerte que yo: el fruto de una vida de batallas y algaradas se concitaba tras las defensas de esa ciudad; familia —reunida por vez primera desde que cruzara el puente sobre el Arlanzón, tras aquel infausto primer destierro— y hueste, esperaban con fervor una orden: resistir o atacar, lo mismo daba con tal de defender con las vidas el lugar que justificaba nuestra existencia. Decidí atacar. Bastó un golpe de mano —combinando una espolonada al alba contra Mislata, con un avance nocturno destinado a sorprender la retaguardia del real almorávide—, y el poderoso ejército enemigo se dispersó en desbandada. La ciudad soportó el envite y el botín resulto magnífico: durante los seis años que restaban de siglo el Levante no volvió a ser hostigado.

A esta jornada sucedieron otras felices —pocas, la alegría es siempre breve en casa del guerrero—. Mi mujer recorría el palacio fascinada, las estancias decoradas con estucos y arabescos, con maderas bellamente labradas en formas y leyendas desconocidas por la austeridad castellana, se sorprendía ante la riqueza cromática de muros y tapiales: ocres, añiles, verdes y bermejos estallaban ante su mirada supliendo la ausencia de imágenes ornamentales, ajenas a la cultura de sus antiguos moradores; las hijas vagaban entre jardines y huertos envueltas en rumor de agua, aroma de flores y plantas embriagadoras por fragantes; los frutos abundaban al alcance de las manos, madurando lentos bajo un clima suave que desconocía los rigores mesetarios. Las escuchaba reír en algarabía, seducidas por espacios recónditos tras celosías y cortinajes, tan pronto se ocultaban a miradas indiscretas invitando al escarceo amoroso, como se abrían a patios interiores y luminosos donde las aves cantaban, tras haberse saciado en sus fuentes. Por las noches disfrutábamos de manjares elaborados de manera tal, que resultaban extraños al paladar: el cordero que se tomaba en León, los ciervos y corzos que se cocinaban en Burgos —cerdos y jabalíes eran considerados impuros—, aparecían ahora melosos, delicados en compañía de arroces, verduras o salsas. El pescado, por todos desconocido, salvo las truchas del Bernesga o el Arlanzón, suponía un reto de texturas y sabores ignorados. Delicias dulces —pan de higo, alfajores, confituras, pasteles de almendra— , mermeladas, jaleas, mazapanes y, en particular, una bebida de aspecto lechoso aromatizada con canela y servida fría que nos agradaba sobremanera. Las cenas acostumbraban a rematar con tañido de laudes y darbukas, cantos y danzas sensuales ejecutadas por hermosas bailarinas, que tanto a Diego como a mí hacían abrir ojos y boca, ante las miradas severas de Jimena o risueñas de María y Cristina.

Toda la población acudió días más tarde a la mezquita aljama, consagrada como catedral, para agradecer a Dios la protección y ayuda frente al invasor y tomar posesión de la plaza, con deseo de perdurar en ella tanto como Nuestro Señor determinase. A pesar de la conquista reciente nos sentíamos ya parte de la ciudad, en modo alguno ajenos: tantos habían sido los desvelos y tentativas por habitarla que al fin se materializaba ante nosotros, como un sueño alcanzado. Hice entonces el testimonio más importante de mi vida, más aun que las capitulaciones matrimoniales ante el rey Alfonso en León. De hecho los dos la consideramos como una renovación de aquellos votos. Mas en cambio, en esta ocasión, tan solo ante Dios y ante Jimena di en declararme al fin, príncipe.

Diego. Llevaba el nombre de mi progenitor, Diego Laínez, y como él murió sirviendo a los reyes de León: a Fernando, el padre; a Alfonso, el hijo. Acompañó mi destierro, padeció el mismo hambre, la misma sed, arrostró el mismo miedo, peleó junto a mí por conquistar la ciudad amada. Conoció la gloria en Valencia, encontró la muerte en Consuegra, el día de la Asunción de la Virgen del año noventa y siete, con tan solo veinte años de edad. No sé qué más puedo dar a Castilla. De nada me arrepiento, a nada temo. Del brazo de mi esposa recorro las almenas de madrugada contemplando las estrellas, oliendo el aroma a azahar que sube desde los patios y se mezcla con la sal que trae la brisa, ¿quién me hubiera dicho tal en Vivar?

Almanzor halló la muerte recién amanecido el siglo, el milenio, sin haber conocido más derrota que la pérdida de la vida. Como sentencia la crónica1 «después de muchas y horribles matanzas de cristianos, fue arrebatado en Medinaceli, gran ciudad, por el demonio, que le había poseído en vida, y sepultado en el infierno». Fue enterrado como había dispuesto, envuelto en el lienzo de lino que sus hijas habían tejido con sus manos, cubierto con el polvo de las razias libradas, y guardado en un cofre durante años por sus sirvientes a tal fin. No alcanzó a declararse califa aunque ejerció el poder de facto, sus hijos fueron incapaces de preservarlo, perdidos en luchas intestinas y venganzas estériles, pocos años después de su muerte. De modo que, en esta secreta batalla que libramos a través del tiempo mi mentor y yo, a la postre he vencido. Después de todo la muerte me encontró donde quise estar; mi brava Jimena trató de conservar la ciudad por tres años más, los que dispuso el Creador. Pero nuestra mayor victoria consistió en casar con honores a nuestras hijas: María con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, sobrino de aquel que me rechazase arrogante durante mi primer destierro, y al que apresase en dos ocasiones, perdonándole la vida en ambas; Cristina con el infante Ramiro Sánchez de Pamplona, uno de cuyos hijos llegaría a reinar. De manera que la mía pasó a ser sangre de reyes, la de mi esposa lo era ya.

Mis huesos y los de mi amada descansan —extraña paradoja—, en el crucero de la catedral de Burgos. No estuvo mal para un humilde infanzón nacido junto al río Ubierna.



1 crónica Silense.

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