Madrí 2020

Madrid está hermoso a comienzo de año. Si uno consigue desembarazarse del coche y tratar de evitar aglomeraciones - centros comerciales, cabalgata de Reyes Magos, Plaza Mayor con su mercadillo navideño, Puerta del Sol y alrededores, o algún que otro mercado de abastos hoy orientado al turismo masivo - puede encontrar lugares donde compartir el espacio con tranquilidad: visitando una exposición, acudiendo a un teatro, yendo al cine – aunque, desde que las salas son expendedoras de palomitas o chucherías aquí no está garantizada -, o salir a cenar. Bien es cierto que se trata de una gran urbe y la vida bulle en toda ella -no espere encontrarse en el Museo del Prado a solas con las Meninas, aunque quien suscribe gozó de cinco minutos frente a los Borrachos sin compañía, todo un lujo- pero programando la visita y transitando calles secundarias, es posible disfrutar la experiencia sin sentirse agobiado o gregario.

En esta ocasión saldaremos una vieja deuda con el Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, allí donde Francisco de Goya fue director podemos encontrar parte de su obra y la de otros artistas, pretéritos o contemporáneos, que se postularon para formar parte de esta en el pasado dejando al menos una obra en prenda. En la sala dedicada a Goya es imposible pasar por alto el retrato que le encargó Manuel Godoy tras la “guerra de las naranjas” contra Portugal, en él posa ufano en traje de campaña contemplando las banderas arrebatadas al enemigo, el bastón de mando entre las piernas, poniendo de manifiesto a qué atributos debía su autoridad. Todo el poder y la ambición de un personaje en una época extraordinariamente convulsa de nuestra historia. Fernando VII a caballo, Leandro Fernández de Moratín, El entierro de la sardina – feroz crítica, tierna y paradigmática muestra de la sociedad de su tiempo -, un autorretrato del genio frente a su caballete o las planchas originales de los grabados en una sala del primer piso.

Resulta maravilloso poder contemplar en escayola las réplicas de las esculturas encontradas en Herculano tras la erupción del Vesubio. Aquel mundo antiguo quedó durante siglos sepultado por la ceniza volcánica y preservado en perfecto estado. Con la excavación ordenada por Carlos III, rey de Nápoles – más tarde lo sería de España-, el mundo pudo ser testigo del modo de vida y el lujo extremado de las clases acomodadas del imperio romano, virtud a los vestigios escultóricos allí encontrados. También se pueden ver los únicos vaciados en yeso de la decoración de las puertas del Baptisterio de Florencia existentes en el mundo. Los monjes de Zurbarán, cuya luz se recoge entre los pliegues de sus blancos hábitos o en sus miradas alucinadas; el fantástico dibujo a carboncillo de Diego de Velázquez sobre el cardenal Borja; La primavera, de Giuseppe de Arcimboldo, fantástica composición antropomórfica en escorzo, a base de frutas y hortalizas, donde la vistosidad de los colores y la precisión de las formas, rivalizan con la originalidad y la desbordante imaginación del autor para transformar unos calabacines o unas flores en una nariz, un ramo de flores silvestres en un cabello ensortijado… Uno puede haberlo visto docenas de veces como reclamo o imitación publicitarios pero tenerlo enfrente, fascina. Retratos del taller de Velázquez para el rey Felipe IV, máquinas y maquetas, planos de las ciudades de Madrid y Barcelona en enormes formatos y tintadas de detallada precisión, el delicioso salón de actos; en fin, una orgía de belleza que obliga a sumar el Museo de la Real Academia al conjunto de espacios que deben visitarse periódicamente, pues nunca se acaban de conocer del todo.

Callejearemos por el Barrio de las Letras en dirección a Terramundi - deliciosa comida casera a un precio más que razonable-. Completo, imposible sin reserva. Probaremos suerte en La Fábrica, justo al doblar la esquina. Todo lo contrario: comedor mal atendido, tapas y raciones insulsas, postre y pan industriales, y encima, caro. De no volver. Como perros apaleados dirigimos nuestros pasos a la Fundación Mapfre, allí está anunciada una exposición sobre “Giovanni Boldini y la pintura española a finales del siglo XIX”. Lo primero que llama la atención es el precio de la entrada: tres euros, inaudito; lo segundo, la calidad de la muestra y el interés de la gente por ella. Una muy agradable sorpresa. Tal vez uno de sus retratos más conocidos sea el de Giussepe Verdi con chistera y pañuelo al cuello, pero a medida que uno va avanzando por las salas – dos plantas-, cae en la cuenta de que está viendo algo prodigioso, desaparecido para siempre: el reflejo de una sociedad sofisticada, exquisita, en el París de entreguerras – con Prusia primero y la I guerra mundial, después -. Retratos en gran formato de bellas y elegantes mujeres, escenas costumbristas con torero y flamenca, desnudos, paisajes – la plaza de Clichy en su tránsito de personas y animales sobre un espacio inmenso- todo ello reflejado con una precisión milimétrica en el trazo, de un color y una evocación fortísimos, que recrean, sugieren más que muestran, como latía la vida en un época ya del todo inasible. La muestra tiene, además, el buen gusto de poner en contraste a pintores contemporáneos de Boldini – unos gozaron del éxito, otros menos- Rogelio de Egusquiza, Fortuny, Sorolla, Raimundo Madrazo,…todos ellos recrean un fresco, un ambiente, un modo de vida que es ya pasado remoto: ese instante en que la sociedad parisina comienza a conocer la prisa, el vértigo, las máquinas, las noches sin fin de que hablase Stefan Zweig en sus relatos… Sólo queda la belleza. En Fortuny, La elección de la modelo, Playa de Portici, Corrida de toros; en Sorolla, Desnudo de mujer o Descanso báquico, escenas llenas de sensualidad y pincelada gruesa donde el detalle no es tan importante como la luz mediterránea que recoge la paleta del artista e irradia en los cuerpos; la delicadísima composición diagonal de Ensueño durante el baile, en que Rogelio Egusquiza hace correr la luz a lo largo de esa línea, partiendo de la luminosidad anaranjada e íntima de una lampara de mesa, hasta llegar a un escabel donde reposan los pies de una joven semidormida cuyo vestido es todo luz y gracia. En definitiva, estén atentos, y si escuchan o leen el apellido Boldini en su ciudad o alguna próxima, no dejen de acudir; la muestra es extraordinaria pero en Madrid, ay, finalizó el 12 de enero.

Aún conmovidos, dirigimos nuestros pasos al teatro Infanta Isabel donde se representa “La fiesta del Chivo”, adaptación de Carlos Saura de la obra de Mario Vargas Llosa sobre la vida del dictador Leónidas Trujillo. El salto es vertiginoso, en apenas dos manzanas vamos del cielo al infierno: de la belleza sofisticada y delicada de aquellas pinturas, a la brutalidad megalómana de un hombre que se creía llamado por dios a dirigir con mano de hierro los destinos de la República Dominicana y las vidas de sus más estrechos colaboradores. Si no han leído la obra, háganlo antes de acudir al teatro, no les ocurra como a mis vecinas de butaca – señoras hechas y derechas (!) – asombradas por lo que estaban viendo: “¡qué asco, qué asco!”, repetían removidas en voz queda, al desenlace de la trama. Lo triste es que aquello, ocurrió, no fue ficción. El elenco, espléndido: Juan Echanove, Lucía Quintana, Manuel Morón, Eduardo Velasco, Gabriel Garbisu, David Pinilla…logran que toda la historia de mucho “asquito”; necesario, por otra parte.

El Museo del Prado es visita obligada cada vez que se acude a Madrid, cualquier excusa es buena pues no es posible – ni aconsejable, si uno no quiere terminar como uno más al pie de “los Borrachos”- contemplar de una vez toda la colección. Este es quizá, el único inconveniente: hay muchas, tal vez demasiadas personas, que sí lo creen viable, y transitan por las salas a velocidad de vértigo, atravesando sin miramiento alguno entre el cuadro y quien lo contempla, en un afán quimérico por amortizar los quince euros que cuesta la entrada. Los japoneses, en cualquier otra circunstancia tan respetuosos, aquí parecen olvidar las buenas maneras, haciéndose no sólo con una pintura, sino con la sala entera; se plantan con su guía hablando a voz en cuello para un grupo de ellos y señalando la obra en detalle para que nada se les escape. Lo único positivo, es que son rápidos. ¡Pensar que hubo un tiempo en que era gratuito algunos días y apenas nadie acudía!

Hemos decidido repasar Goya en su totalidad, desde las pinturas para la Real Fábrica de Tapices hasta las Pinturas Negras, pasando por la familia de Carlos IV. Les aseguro, es suficiente para una jornada; entre una sala y otra siempre nos sorprende algún capricho personal que constituye un delito dejar atrás, uno es humano. Para la Real fábrica pintó el Pelele, La boda, Los zancos, La era….cuadros de gran formato donde llama la atención su capacidad para hacer de escenas cotidianas asuntos de estado, no olvidemos que los tapices obtenidos a partir de las pinturas decorarían las estancias del palacio real, por tanto los reyes e infantes contemplarían a diario escenas como La gallina ciega o El invierno. Maravilla comprobar cómo, a pesar de haber visto estas escenas a lo largo de toda la vida en infinidad de reproducciones y libros de texto, sigue emocionando su presencia viva frente a nosotros.

En la sala dedicada a los retratos apreciamos a Jovellanos, joven y melancólico, el Duque de Medina Sidonia o un pequeño retrato de Cayetana de Alba y su dueña donde la duquesa asusta a esta con un pequeño trocito de coral mientras ella trata de repelerla con ojos espantados y un gran crucifijo en su mano. En esta escena divertida, y probablemente imaginada, Goya resume la personalidad de esa mujer controvertida, frívola y especial que sin duda fue la duquesa. Las majas - una de las salas repletas - montadas la una junto a la otra y pintadas con cinco años de diferencia por encargo de Manuel Godoy, representan – parece que hoy el acuerdo es unánime entre los expertos – a Pepita Tudó, su amante. Además de lo trasgresor de la composición -el autor fue llamado a declarar ante la Inquisición- da la sensación de que Goya rinda una vez más homenaje a su adorado Velázquez pero reinterpretando a su manera La Venus del espejo, dotando a esta de mirada y mostrando su anatomía sin complejos. Tal vez, por exigencias del guion que Godoy le escribió.

La familia de Carlos IV, a quienes sirvió como pintor de corte, merece una visita tranquila, sosegada, para disfrutar en toda su plenitud de estos hombres y mujeres que tanto tuvieron que ver, y no precisamente para bien, con los destinos de nuestro país. En la misma estancia se muestran el rey Carlos III ya anciano, frente a su hijo, futuro rey Carlos IV – de un parecido increible en su forma de mirar con Juan Carlos I, actual rey emérito – junto a algunos de los bocetos que el pintor tomó para la gran composición familiar protagonista de la sala. En esta, Goya dispensa un homenaje más a Diego de Velázquez, realizando una composición basada en las Meninas de lectura sutil, pues es necesario saber interpretar el cuadro para apreciarlo en su totalidad. Pongo en manos de los expertos del Museo ese relato apasionante. Si no la conocen, échenle un vistazo al enlace anterior y a su texto asociado. A ambos lados de la habitación y en gran formato, los retratos ecuestres de la reina y el rey vestidos con el uniforme de la guardia de corps, manifestando la enorme influencia que el valido Manuel Godoy ejercía sobre ellos, este fue su primer empleo en la corte hasta su meteórico ascenso trufado de intrigas y manejos.

Llegados a las Pinturas Negras sorprende poderosamente la calidad de los formatos presentados, no parece en ningún caso que hayan sido arrancados de las paredes de la Quinta del Sordo y trasladados a lienzo, tal es su factura. El Perro, con esa cara de tristeza infinita sobre un cielo dorado, desesperanzado, será siempre un misterio no sólo de la pintura sino de la intención del autor. El aquelarre o El macho cabrío, expresión de las fuerza oscuras, la superstición, la brujería; doscientos años de vigencia poniendo de manifiesto problemas que aún nos habitan como sociedad. Saturno devorando a un hijo, en una interpretación del mito tan libre como espantosa. El duelo a garrotazos o la Romería de San Isidro de una contemporaneidad que le atribuyen a Goya carácter visionario. Ni siquiera La Leocadia o Asmodea nos reconfortan, pues hay en ellas un trasfondo desasosegante que impide disfrutarlas con gozo: siempre convocan a la reflexión.

En la habitación 64 se encuentran La lucha con los mamelucos y Los fusilamientos. Se exhiben juntas, imagino que por la proximidad de los hechos que muestran, el enorme formato, la fecha de facturación y mil circunstancias que dejo a criterio de los especialistas del museo. Lo cierto es que la visión de ambas deja en el espectador una terrible desazón: la lucha es cruel, despiadada, de un ensañamiento que aterroriza. Las masas compactas, entreveradas, de hombres que pelean, se acometen, se acuchillan con saña - a pie o a caballo -, que yacen ensangrentados en el suelo o se baten en confusa refriega, con armas de combate en el caso de mamelucos y coraceros, con enormes navajas y espetones de asar los madrileños. Las masas de los caballos, la cercanía de planos, el encarnizado degüello, apenas dejan a uno aliento para asimilar las consecuencias que tuvo para las clases populares de Madrid. Estos se echaron a la calle para defender su dignidad y el honor de sus reyes y como pago fueron fusilados – los que no murieron en las diferentes contiendas – en la montaña del Príncipe Pío. Con los Fusilamientos se acentúa el horror que uno carga ya. La desesperación de esos hombres que se enfrentan vencidos a la muerte, las bayonetas a unos palmos de sus pechos, las masa compacta del piquete francés, la luz del farol que venía a traernos la Ilustración a los españoles,…todo perdido en un baño de sangre que no respeta a frailes o paisanos. La tonalidad oscura, cargada de desesperanza; el griterío de la contienda se ha tornado en lamento y más muerte dejando a todos aquellos que ocupamos la estancia sumidos en un silencio respetuoso, funeral, dos siglos después.

Buscando las exposiciones temporales se siente frustración. En el Prado uno se ve obligado a elegir constantemente, el tiempo es finito y la derrota debe asimilarse como un orden más de la vida. Si deseamos ver la obra de dos pintoras renacentistas que están “de paso” en la ciudad, hemos de agachar la cabeza o mirar al frente con pesar aún a sabiendas de que a nuestros costados están Rubens o Tiziano, el Greco, Tintoretto, Caravaggio,…¡Velázquez! Y dejarlos ir con pesar, hasta nueva cita. Pero de camino, en la 56, “vive” El jardín de las delicias, ese tríptico enigmático que lleva siglos inquietando a ricos y poderosos. No es posible resistirse y, a pesar de que la sala está llena, buscamos un hueco entre las cabezas que nos permita observar primero la parte superior de la obra para ir descendiendo después a la inferior, hacia la infinidad de detalles que encierra. Es necesaria más de una vida para comprender lo que el Bosco quiso expresar en su totalidad. Cada figura – animal o humana, imaginaria o antropomorfa-, está cargada de significación y misterio, de duda e inquietud. Aunque la lectura general del cuadro remita, a groso modo, a un paraíso terrenal que, como consecuencia de la lujuria y otros vicios, deviene en un castigo de proporciones bíblicas, siempre buscamos una escena donde el placer pueda no estar cuestionado. No existe. Los apetecibles frutos que nos son ofrecidos deben ser rechazados, so pena de padecer durante toda la eternidad por el gozo disfrutado. Una pena. Se ha dicho que Felipe II, uno de los poseedores del tríptico, llegó a torturar por hacerse con él tras una batalla. Lo imagino contemplándolo a solas en algún oscuro gabinete del Escorial, rezando reclinado frente a él: ¿Qué le diría la pintura al todopoderoso emperador?

En el mismo lugar hay otros trípticos, El carro de heno y la Adoración de los Magos, que aluden al mismo concepto: aquello que debemos observar en esta vida si queremos disfrutar (!) de la Gloria. Y tablas, como Las tentaciones de San Antonio abad o la Mesa de los Pecados Capitales, en la que se nos advierte de manera colorida, detallista, y francamente inquietante: “Cuidado, cuidado, Dios está mirando” asegura Cristo desde el anillo interior. Huelga decir que Felipe II la tuvo en sus aposentos desde que la adquirió hacia 1560 hasta su muerte en 1598, con todo, no pareció disuadirle del débito conyugal, tuvo once hijos.

La exposición temporal muestra a Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana, dos pintoras renacentistas que sobrepasaron los límites a que estaban destinadas cómo mujeres, Sofonisba fue educada en el amor a las artes en su familia y elogiada por Miguel Ángel o Vasari. Ejerció su arte aun no pudiendo firmar sus obras – había sido llamada a la corte española en calidad de dama de compañía de Isabel de Valois, no de pintora -. Retrató a Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II así como a este, en la pintura más conocida, austera, e imponente que se tenga de él. Su imagen, vestido de negro riguroso, el Toisón de Oro al cuello y un modesto rosario en la mano izquierda, revela en cambio majestad y poder infinito en su expresión y en su mirada. En la selección se exhiben uno frente al otro y no es fácil tomar partido. Tampoco necesario.

El caso de Lavinia Fontana es totalmente atípico, educada en el taller de su padre también pintor, se ocupó de promoverla además, algo increible en el siglo XVI. Alcanzó fama y notoriedad en su época como retratista y se atrevió con la pintura mitológica y la de carácter sacro, reservada entonces sólo a los hombres. Una las creaciones expuestas, Marte y Venus, podrá verse tras la exposición en la fundación Casa de Alba, en el Palacio de Liria de Madrid, ellos son sus propietarios. Sorprende la osadía de Marte en su gesto, su mirada culpable en contraste con la de Venus, a quien no parece encantarle este en absoluto.

La jornada siguiente la dedicaremos al Botánico donde expone Chema Madoz, una felicidad colectiva cada vez que muestra algo nuevo – y nos maravilla otra vez con “lo viejo” -. El Botánico. Ese remanso de paz poco ponderado en el mismo centro de Madrid, aunque en invierno lógicamente, no luzca sus mejores galas. Descubriremos que es allí donde han ido a parar los famosos bonsáis que Felipe González mimase en su etapa como presidente. ¡Qué enigmática decisión de Estado se ocultará tras la poda de cada rama!. Madoz en cambio, nunca defrauda, sorprende siempre con la asociación de conceptos que ofrece en sus imágenes, pues eso son, conceptos inexistentes hasta el momento en que él los fija en nuestras mentes, posibles ya para siempre: una foca que hace malabares con un prisma, una aguja que enhebra gotas de rocío, una nota musical en el interior de una copa de coctel,…¡y los objetos! creados a propósito para dar lugar a las fotografías de enorme formato e impecable positivado: un hacha de madera, un libro con una mirilla en su portada o un monedero de piel donde se ha grabado “Das Kapital” al frente. Las palabras poesía y visual resultan manidas, pero es que es realmente difícil encontrar otras que definan mejor su obra. Imperdonable perdérsela.
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Un largo café y un gin tonic bajo los altos techos de la cafetería del Círculo de Bellas Artes, hojeando indolente la prensa y contemplando de cuando en cuando, como la luz de la tarde se va deshaciendo lenta sobre el edificio Metrópolis, mientras la marea humana se dirige Alcalá abajo hacia la cabalgata de Reyes, es un placer posible y necesario. Además, ponen gominolas como aperitivo.

Y bien entrada la tarde, a perderse por Lavapiés. Literal. Es lo que tiene ser provinciano, una vez superados los prejuicios, todo conserva el encanto de lo nuevo. Y nuevo es el barrio, aunque siempre sea el mismo, amenazado una vez más, ahora por el fenómeno del turismo global; tratando de desplazar a los residentes habituales para transformar sus comercios, viviendas y calles en los mismos de cualquier ciudad europea. Lo que antes era distante y marginal es ahora céntrico y apetecible para el negocio del viaje intrascendente, de puente y borrachera. Lavapiés ha sido siempre escollera, barrio de aluvión donde se instalaron inmigrantes españoles venidos del extrarradio, antes y durante el desarrollismo (!) franquista de finales de los años sesenta. Entonces acogió a multitud de artistas e intelectuales que huían de la represión de las dictaduras latinas o buscaban una oportunidad en la capital una vez muerto Franco -allí abrieron sus puertas el Candela, casa Patas, o la sala Mirador, hace ya casi cuarenta años-, también lo habitan trabajadores y consumidores, como no, de la Cultura que se crea en sus calles, por sus vecinos y los de los barrios próximos -Embajadores- donde las fronteras se diluyen, pero el espíritu no. En esas calles se fraguó parte de lo que conoceríamos después como la Movida pero, lo realmente interesante, es que no han perdido un ápice de su dinamismo, de su vitalidad, donde antes vivían españoles o latinoamericanos, hoy lo hacen, además, pakistaníes, indios, nigerianos, chinos, tailandeses.… Y juntos forman, formamos, un totum revolutum donde perderse y disfrutar de la cultura -alternativa o no- de la vida, con gentes llegadas de todas las partes del mundo, es todavía posible.

En el teatro del Barrio, una representación de los diarios de Virginia Woolf transformada en la obra Una habitación propia, donde la actriz Clara Sanchís -enorme- recoge el espíritu de una serie de charlas, que la autora británica ofreció a las alumnas de los colleges femeninos en Cambridge, allá por 1928. ¿Es la mujer menos capaz que el hombre para abordar la literatura, la vida en suma?, ¿o es, simplemente, que no se la ha formado para ello? En la fecha en que están escritos los diarios, hacía sólo nueve años que la mujer había accedido al derecho al voto. Uno abandona la sala calle Esperanza abajo confiando en que así sea y después de casi un siglo, la senda comience a ir en bajada; continuaremos con el debate en Nap -calle Ave María arriba, nadie dijo que fuera fácil-, excelente pizzería napolitana, donde sale del mismísimo infierno la pizza que comerás en unos minutos. La chica que atiende la caja asegura en uruguayo que los pibes que se encargan del horno de leña no hablan español – aunque lo entienden –, ni falta que hace.

Otro día. Vuelta al Prado. Ojala haya muchas, este es ya una amor de por vida. Velázquez, y algún capricho. Las Meninas, los Borrachos, el Conde duque de Olivares cabalgando en corbeta (extraña, para mí, palabra asociada a la equitación: cuando el caballo camina doblando los brazos en el aire hacia el pecho y se mantiene equilibrado sobre las ancas, bajando la grupa hacia el suelo. Ramón de Mesonero Romanos). Parte de la historia de España, pero sobre todo del genio, concentrada en esa estancia y aledañas; la impresión intensa de tratar de poner distancia entre estos hombres, mujeres y niños que te miran desde el lienzo como si fueran a descender del cuadro o el caballo – es un suponer – e invitarte a recorrer las salas. Salvo ante las Meninas, donde no es posible estar un segundo a solas, en el resto de pinturas se puede curiosear adelante y atrás, apreciar la genialidad de los detalles, la simetría en los bordados, la viveza en las expresiones, la bondad o la locura en los gestos de los bufones, la majestad en los reyes e infantas y la vida cotidiana en el aspecto de los borrachos junto a Baco, mi preferido sin duda, aunque el melancólico y desvalido Marte comience a ganarme para su causa. Y el capricho: La Anunciación de Fra Angélico, al parecer recién restaurado. No recuerdo como era antes, tal vez siquiera lo hubiese visto más que en libros y reproducciones, lo cierto es que ahora te llama, es imposible no detenerse ante él. La pintura refulge, parece que es uno mismo el anunciado y cuando se aproxima a los rostros del ángel y la virgen, a las alas y halos en pan de oro de ambos, al manto de ella y la techumbre de la estancia en intenso lapislázuli o, a la infinita gama de verdes tonalidades en la expulsión del paraíso, bastaría dar un pequeño salto para introducirse dentro y seguir la senda de Adán y Eva, escuchando nuestros pasos sobre el follaje.

Comida en el café Gijón, más por impregnarse de el aroma a leyenda que artistas e intelectuales dejaron allí, que por la comida en sí misma. El ambiente es excesivamente ruidoso - al menos en el comedor del café - y la cuenta, desmesurada. Tomamos café en Zerolo, en la plaza del mismo nombre, justo donde el camarero del Gijón nos indicó que él, no iría, al ser preguntado por un lugar al sol. Excepto por la cháchara cargante del chico venezolano que atendía la barra, el lugar es fantástico. Pena de un rayito de sol.

Y en la noche, al cine. A los míticos Ideal de Doctor Cortezo. La fachada es la misma, el interior pertenece a la cadena Yelmo. No hay taquillas sino expendedores de tiques de a diez euros la entrada. Sino te manejas con las máquinas, te jodes. Ahora bien, si deseas palomitas o chucherías te atenderán personas. Muchas. El sonido y la pantalla excelentes, las butacas o quieren una renovación o mis posaderas se han vuelto demasiado delicadas. Los compañeros de sala, idiotas – dos. Mujeres. Si hubieran sido hombres, habrían sido idiotas: dos, hombres -, no hay nada más estúpido que pagar ese precio por ir a hablar. Y pocas cosas que violenten más que llamar la atención a quién lo hace. ¿La película? El oficial y el espía. Puro Polanski, contenido e intenso. Nada maniqueo, profesional, reflexivo. ¿Qué pretende expiar alguna culpa? No lo sé, tampoco me importa, ojala le quede energía para un par de películas más.

Despedida y cierre. Templo de Debod, sorprende Egipto en mitad de Madrid sobre el parque de la montaña del Príncipe Pío, donde fueron fusilados los sublevados durante el alzamiento de 1808 contra las tropas de Napoleón. Allí se encuentra ahora una hermosa zona verde donde se ha ubicado este templo procedente de uno de los meandros del río Nilo, junto a la isla Elefantina, próxima a la primera catarata en Asuán. El gobierno de aquel país lo regaló al español tras los trabajos de ayuda para recuperar el patrimonio que, de otro modo, se hubiera perdido bajo las aguas con la construcción de la presa. Egipto solicitó colaboración a la Unesco para desplazar los templos de Abu Simbel, dedicados a Ramsés II y su esposa Nefertari y, tras los trabajos, donó este templo a España. Está incompleto, falta una de las arcadas (pilonos), y la rica policromía interior se ha borrado por efecto del agua – esta inundaba a menudo el templo durante las crecidas del río -, en cualquier caso es un bellísimo edificio dedicado a los dioses nubios en el bajo Nilo; la disposición de los arcos y el templo es tal, que los rayos de luz penetran a su través iluminando la hornacina donde se encontraban las figuras adoradas. El culto estuvo dedicado al dios Amón. Uno siente entre sus piedras el temblor de los siglos, la cultura y religión que una vez fueron determinantes en otros lugares, - construyendo templos delicados o espléndidos a sus deidades – hoy olvidados, sepultados por el polvo del desierto y el tiempo inclemente.

Lentamente nos dejamos resbalar montaña abajo hasta el paso elevado sobre las vías del tren que conduce a San Antonio de la Florida. Entre los trinos de los pájaros cuesta imaginar el pavor que sintieron aquellos madrileños fusilados los días 2 y 3 de mayo de 1808 por mandato imperativo de Joaquim Murat. Los fusilamientos sirvieron de excusa a Napoleón para exigir la abdicación de Carlos IV y Fernando VII, dejando el gobierno español en manos francesas. Goya lo recogió en uno de sus cuadros más famosos y aún hoy no se entiende ese atropello cobarde y cruel contra una población que defendía legítimamente a sus reyes, estuviesen estos equivocados o no. Murat probaría años más tarde su cobardía, traición y muerte ante un pelotón de fusilamiento, como él había ordenado en Madrid. Dicen que arrogante y valeroso. Habría que haber estado allí para comprobar si lo fue tanto.

Antes de visitar la capilla cuyos frescos pintó Goya en su cúpula – bajo la cual están enterrados sus restos desde 1919 – repondremos fuerzas en casa Mingo, concurrido y popular restaurante asturiano, donde por poco dinero se puede tomar medio pollo con patatas fritas y ensalada, acompañado de sidra asturiana. También cocido madrileño, callos, ¡fabada! …etc. El lugar era muy frecuentado – lo sigue siendo – en los años ochenta del siglo pasado los domingos de resaca, tras la fiesta nocturna que seguía a las noches de “movida”. Hoy sigue mejor.

La capilla de San Antonio de la Florida está dedicada a San Antonio de Padua, santo milagrero al que las muchachas acudían para encontrar novio. Es muy popular en Madrid y durante años se ha celebrado una romería en su entorno. Los frescos pintados por Goya ilustran el milagro en que san Antonio resucita a un muerto para que testifique en favor de su padre, acusado de asesinato. La escena, plasmada sobre una barandilla artificial que rodea toda la cúpula, aunque de carácter religioso se reviste del ambiente de lo popular en los personajes de los niños, cortesanas, majos, santones alucinados…etc. Bajo la bóveda se ha dispuesto un juego de espejos que permite contemplar los frescos con facilidad.

Ya en Doctor Cortezo de nuevo, teatro. En el Fígaro. Parque Lezama. Adaptación de Juan José Campanella - ¡El secreto de sus ojos! – de la obra de Brodway de Herb Gardner. Dos ancianos se encuentran a diario en el parque con actitudes bien diferentes ante la vida pasada y la por venir, su disposición ante las circunstancias que los atenazan como viejos, el humor – a menudo desternillante – y la ternura que destilan, nos impulsa a reflexionar sobre nosotros mismos.

Esto es lo que dan de sí cinco días en Madrid mal aprovechados. Es seguro que si hubiésemos dedicado tiempo a cuadrar las agendas, guías y horarios de las infinitas muestras que la capital ofrece, le hubiésemos sacado más partido a la visita. Pero entonces no nos habríamos perdido, ni deambulado, ni sentado en una terraza o el ventanal de un café viendo la vida pasar, que en Madrid es mucha y muy rica.

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