El pie (relato corto)

Lo mío, son los pies. A diario los veo pasar por el tragaluz que ilumina mi lugar de trabajo. Todos los días del año, a lo largo de la pared, la luz se cuela con distinta intensidad durante la tarde y va modificando su tonalidad a medida que transcurre esta, pasando del amarillo vivo de primera hora, al suave melocotón de atardecer, para discurrir hacia un dorado ambarino en el ocaso e intensificarse de nuevo, cuando la luz artificial sustituye a la natural. Se proyecta en un lugar preciso de la pared y esa imagen en sí misma tiene ya propiedades relajantes. La consulta, situada en la planta baja de una famosa zapatería que da a una calle peatonal, era en origen el almacén de esta. El lugar es absolutamente discreto pues, para poder verme desde la calle, una persona tendría que ponerse en cuclillas y aún pegar la nariz al vidrio; en cambio yo, cuando se detienen a ver el escaparate, veo sus piernas y pies. Me llamo Estela. No soy Podóloga ni mucho menos, callista, así que me he inventado una profesión: terapeuta podal.
Mis paredes están pintadas en color verde carruaje y decoradas con reproducciones fotográficas enmarcadas: Helmut Newton - aquella serie en que aparecen tres sofisticadísimas mujeres bajando una escalera. En una de ellas lo hacen elegantemente vestidas, en la otra desnudas, calzando tan sólo unos zapatos de vertiginoso tacón-, Isabel Muñoz, algún cuadro de una amiga de motivo podal y varias reproducciones del mito de Diana cazadora: Boucher, Chirico, Hokusia…
Como único mobiliario un taburete con ruedas sobre el que me desplazo mientras trabajo y, una otomana, tapizada en cuero rojo Burdeos, con reposabrazos y estructura en alma de roble, que adquirí hace años en un anticuario; cuando los pacientes se tumban sobre ella el grado de molestia merma sustancialmente.
Una tarde, al alzar un instante la vista del trabajo, llamaron mi atención unas piernas en la calle. Paradas ante el escaparate o moviéndose unos metros, volvían a detenerse de nuevo en otro punto. Hasta donde podía ver eran largas, estilizadas, torneadas, aunque no musculadas, se engrosaban un poco en la pantorrilla y estrechaban de nuevo en el tobillo, sin brusquedad. La falda, cuyo ruedo remataba una cinta fina de ganchillo beis, estaba estampada con motivos florales, de textura similar a la seda o terciopelo ligeros, en color rosa pálido. Los pies los llevaba tatuados. Todo el empeine y los tobillos estaban dibujados con una filigrana que recordaba un velo oriental. El dibujo discurría gradual, más denso en la zona del tobillo que en el dorso o los dedos, y confluía tras el talón en una línea gruesa que ascendía apenas un palmo, siguiendo el recorrido del tendón de Aquiles; recordaba la costura de unas medias. El color del dibujo era similar al de la henna, parduzco con un tono rojizo. Llevaba puestas unas sandalias con un trenzado similar, aunque no tan tupido como el dibujo, sin tacón y descalzas en el tobillo. De pronto, la perdí de vista. Entró en la zapatería. El rato que estuvo dentro se me hizo eterno, y entonces pensé en subir a saludar a don Ramón con cualquier excusa: el alquiler, el recibo de la luz,…algo, lo que fuera, con tal de ver su cara. Ya me había quitado la bata y subía escaleras arriba cuando, Mercedes, una buena clienta, vino a sacarme de mi ociosidad descendiendo las mismas. No podía deshacerme de ella. Mientras la atendía ensimismada pensaba: ¿es posible enamorarse de unas piernas?, ¿de unos pies?, ¿perder de pronto la cabeza por alguien a quien nunca has visto?
Cuando comenzaba a recobrar la normalidad unos minutos más tarde, aquellas piernas salieron de nuevo del comercio, reparé en ellas por el taconeo vivo que provocaban al caminar. Ahora los mismos pies pero con otros zapatos, se detuvieron de nuevo un instante ante el escaparate. Se había comprado y puesto inmediatamente - había de ser una mujer apasionada, deduje infantil- unos zapatos de tacón de ocho centímetros, en color marrón, que estilizaban aún más sus piernas. Después se fue alejando rápidamente del tragaluz hasta que dejé de oír sus vibrantes taconeos.
Viernes noche, restaurante libanés, cena con amigas, comida deliciosa y ligera: berenjenas asadas con tomate, ensaladas con hierbabuena, falafel, ternera con piñones y un delicioso vino de origen francés del que bebimos con ganas para rematar con un surtido de postres a base de masa quebrada, miel y frutos secos. La luz se hizo más tenue y apareció una bailarina de danza del vientre moviéndose sinuosa entre las mesas al ritmo de música oriental. Recogía su cabello azabache con reflejos azulados en un pañuelo de aire zíngaro, sus ojos brillaban vivaces y miraban sin disimulo al fondo de los de una agitando caderas y vientre, e invitando a la sedición. Del sujetador con brocados verde y plata pendían dos borlas doradas con flecos que fijaban la mirada, insolentes; sus pies descalzos asomando bajo el fino pantalón de tul, serpenteando entre los comensales, eran aquellos pies. Los mismos que no apartaba un minuto de mi cabeza desde hacía semanas, que me hacían suspirar cada noche recordándolos y ahora, cruel destino, apenas los había descubierto debíamos irnos. Ellas habían decidido que se aburrían y mejor iríamos al centro. Pagaría yo con la tarjeta, en mi ensimismamiento había olvidado coger dinero y no tenía efectivo. Fui atropelladamente al baño y, nerviosa, sobre una tarjeta de la consulta escribí: “Para la bailarina”. La puse bajo la de crédito. El propietario me devolvió el recibo tras marcar el código; tomando discreto mi tarjeta, sus ojos antiguos y sabios como el Mediterráneo me dijeron sin palabras que se la haría llegar sin falta.
Cada día espero agitada a que se abra esa puerta y entre ella con el más leve problema, a fin de cuentas las bailarinas tienen pies y ese es su principal instrumento de trabajo. El mío son las manos. Lo mío son los pies.

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