Melina


Tijelino. Fue Andrés Tijelino quién lo ganó. El Concurso de la Canción, digo. Se realizaba hacia la primavera coincidiendo con Eurovisión. Montando en la sala de juegos donde nos quedábamos cuando el tiempo era muy malo y no podíamos salir al patio, un estrado de tablas de aglomerado para que los concursantes pudieran  hacer sus interpretaciones. Se subía desde una silla apoyada en las tablas. Se cantaba a Capella, con dos cojones; sin música de acompañamiento, ni de ambiente, ni nada; a voz en cuello. El karaoke estaba aún muy lejos de ser inventado –tal vez sí en Japón, desde luego no en Gijón-. El jurado lo formaban el padre Lara, el padre Andrés, Don Mario, Don Manuel, la Justi y Tina -ayudante en la lavandería-, juntos constituían las fuerzas vivas del colegio. Se sentaban a un lado, entre el estrado y el público, que éramos el resto de los chicos y, tras cada actuación, levantaban un cartelito con un número rotulado de cinco a diez después de una serie de cuchicheos. Imagino que interiormente se descojonaban y que el espectáculo estaba montado más para su diversión que para nuestra autoestima. Hasta ese punto era humillante pero entonces no lo sabíamos. Se cantaban los éxitos del momento, la mayoría aprendidos en la sala de juegos mientras le dábamos al futbolín o a los petacos; o bien en los coches de choque donde solíamos pasar un montón de horas buscando el modo de robar alguna ficha: Nino Bravo, Víctor Manuel, Fórmula Quinta, Miguel Bosé, Los Bravos –era un primor escuchar Black is Black en una suerte de inglés Wachu Wachu que aún hoy provoca sonrojo recordar-, La Charanga del tío Honorio, Triana…etc. Ningún tema femenino por supuesto. El San Benito que uno podía arrastrar duraría hasta el día en que abandonase el colegio.
Tijelino cantó el penúltimo y atacó con firmeza Un beso y una flor. Lo cierto es que el tío tenía voz, un vozarrón que le salía de la misma boca del estómago. Uno se quedaba perplejo porque era un tipo al que nunca imaginarías en tal circunstancia: sosegado, tranquilo. No había demostrado nunca el menor interés por la música o cualquier forma de diversión que no fueran el fútbol, el balonmano o las chapas; impresionó a todos por su empaque, su determinación, su afán de sobreponerse a las circunstancias y hacer una actuación digna desde la más absoluta precariedad. Cuando arrancó con la primera estrofa el cachondeó fue general – “dejare mi tierra por ti, dejare mis campos y me iré…” adónde va este nos preguntábamos, vaya pretencioso- aunque a medida que el tema avanzaba la iba colocando, no se arrugaba.  Hacia frente con el gesto, la mirada y los ademanes a la platea de animales asilvestrados que formábamos el resto. Yo me reía como todos al principio –con risa de conejo porque sabía que después iba Jota y le costaría superar aquello- pero, también como todos, me quedaría perplejo al final. La tensión era evidente cuando se hizo con la segunda y tercera estrofas: el tema se hacía más grave, los recursos vocales habían de ponerse a prueba y, o llegabas o hacías el ridículo más espantoso del año. Nadie, por muy brillante que fueras en cualquier otro aspecto, te libraría  de ser la mofa del colegio una buena temporada. Pero llegó. Tijelino llegó y pasó: “de día viviré pensando en tu sonrisa, de noche las estrellas me acompañaran, serás como una luz que alumbra en mi destino, me voy pero te juro que mañana volveré”. Aquí nadie se reía ya, no había cuchicheos y el jurado estaba más perplejo aún que nosotros: ¿De dónde había salido este tío?, flacucho, menudo, poca chicha, tímido y lleno de granos, con ese pedazo de voz, con esa presencia: ni que fuera Raphael parecían decir las miradas del jurado. El primer estribillo ya lo cantamos todos a coro, no por nada, sino porque Nino ya molaba entonces y además todo el mundo conocía la canción, incluso los más tarugos. Al inicio de la primavera los cabrones de los curas la ponían como diana –si tenías el sueño ligero te despertabas con “dejaré mi tierra por ti”, si profundo con “al partir”; de cualquier manera, ¡te despertabas ¡-. Lo cierto es que todo el mundo intentaba entonar: “al partir un beso y una flor un te quiero una caricia y un adiós, es ligero equipaje para tan largo viaje, las penas pesan en el corazón” y Tijelino, ya dueño de la situación se crecía. Miraba a todos con arrogancia y hacía gestos aprendidos de la tele que, seamos francos, en Nino Bravo resultaban viriles y naturales, pero en el mingurrias de Tijelino la cosa resultaba grotesca.
Canté. Canté como todos -que podía hacer- pero con el rabillo del ojo veía a Jota al otro lado de la sala apoyado en una columna, tranquilo, con esa media sonrisa chulesca que solo él sabía poner y entonando la canción sin entusiasmo. No creo que lo hiciera por deportividad, más bien porque no fueran a decir más tarde que era un resentido y no le hacía coros a su contrincante. Con su serenidad yo estaba cada vez más desconcertado, intentando superar la sensación de vergüenza ajena aún antes de tener motivos para ello y, por supuesto, con un enorme sentimiento de culpa por eso mismo.
                Tijelino, El Tije, resultaba patético: esos aires afectados, esos ademanes miméticos extraídos de una televisión donde aún no existían los concursos infantiles. Nos preguntábamos de donde habría sacado todo ese despliegue, ese repertorio de gestos, esa manera de caminar así como de “medio lao” mientras entonaba resuelto: “buscare un lugar para ti, donde el cielo se une con el mar”  y toda la concurrencia, ya entregada, proseguía: “lejos de aquí”, luego desandaba el escenario con la mirada perdida, como transido, los ojos fijos en la imagen de San José obrero –patrón del internado, sobre una peana en la pared- como implorando su ayuda cantaba: “con mis manos y con tu amor  lograre encontrar otra ilusión”, esta parte encendía a los curas: hacer coincidir la estrofa y el ruego al santo la verdad es que era un hallazgo. A esta altura el muy jodido ya no se molestaba en cantar si no que mostraba el micrófono al público -el mismo que usaba el cura para la misa, pero sin volumen- para que corease: “lejos de aquí”, arrancando después con fuerza sobrenatural y de todo punto inadecuada a su aspecto y dimensiones, en plan Tom Jones: “de día viviré pensando en tu sonrisa, de noche las estrellas me acompañaran, serás como una luz, que alumbra en mi camino, me voy pero te juro que mañana volvereeeeeeeeeeé”…Sí amigos, lo hizo. Arrastró el “volveré” cuanto quiso, tirando con fuerza de su orquesta imaginaria, con autoridad, dueño del escenario, conteniendo a un público desbocado, ansioso por seguirle donde fuera. Personalmente caí en la cuenta esa noche de que el tema decía “serás como una luz”, no un alud, como yo había entendido de forma absurda hasta entonces. Un gesto de su mano izquierda invitaba sutilmente a levantarse, a acompañarle, y tras llenar de aire los pulmones bramó: “al partir un beso y una flor, un te  quiero una caricia y un adiós, es ligero equipaje para tan largo viaje, las penas pesan en el corazón”; recuerdo que en ese momento volví la vista de nuevo a Jota para comprobar su estado de ánimo, mi cara un puro pasmo decía: esto es la hostia tío, este cabrón nos va a joder. Pero él me devolvió la mirada y con un gesto de sus ojos y un leve movimiento de cabeza vino a responder que no pasaba nada, aunque costara creerlo, porque ya la gente, arrastrada por El Tije a una catarsis colectiva repetía a voz en cuello: “mas allá del mar habra un lugar, donde el sol cada mañana brille mas, forjaran mi destino, las piedras del camino, lo que nos es querido siempre queda atraaaaaaaaaásy dejaba el atrás vibrando en el aire un segundo para rematar con un bis sobre el estribillo. Luego se bajaba del escenario y se internaba entre el público camino de su sitio, en un auténtico baño de masas. Pasó a mi lado y note en su mirada un brillo especial, desafiante, a pesar de que sería mi hermano y no yo quien había de salir tras él a cantar frente a aquella pequeña multitud enardecida. Ya ni siquiera cantaba, se llevaba el micrófono a la boca y movía los labios sin emitir sonido alguno, dejaba que la concurrencia lo hiciera por él en un sola voz uniforme y compacta mientras tomaba asiento en su silla y miraba a todos con los ojos húmedos de emoción, cuando hubieron acabado de cantar su canción se subió con parsimonia a la silla y recogió la ovación cerrada que todos, puestos en pie, le dedicaron. Fue el momento de mayor gloria que Andrés Tijelino tuvo jamás en el colegio.
                Y llegaron las votaciones. Las fuerzas adoptaron un aire de gravedad y comenzaron a levantar sus carteles con lentitud: los curas fueron unánimes, para el padre Lara y el padre Manuel, Andrés merecía un diez, don Mario le adjudicó un ocho y don Manuel un nueve, por último las chicas coincidieron tras de una corta y misteriosa deliberación en adjudicarle sendos nueves, de manera que el padre Lara, portavoz del jurado, comunicó al público la puntuación: Andrés Tijelino había merecido cincuenta y cinco puntos. Era una puntuación muy alta teniendo en cuenta que el resto de los concursantes apenas había alcanzado los treinta puntos. Una vez más la gente rompió a aplaudir con ímpetu.
                Se extinguían lentamente los aplausos a la vez que mi corazón comenzaba a latir con fuerza inusitada, como queriendo salirse del pecho, podía oírlo latir sobre las voces de la gente mientras observaba a mi hermano incorporarse y dirigirse con aplomo hacia Andrés, estrecharle la mano y llevarlo hacía sí en algo que recordaba vagamente a un abrazo, mientras con naturalidad se hacía con el micrófono y se dirigía al escenario tarareando bajito una melodía: lara-lara-rara-lararaira-laralaaaa que repitió de nuevo hasta que alcanzó lo alto del estrado y logró que la gente se callase respetuosamente; lara-lara-rara-lararaira-laralaaaa, de entre el jurado brotó entonces una risa nerviosa y cuchicheos  velados por parte de Tina y de la Justi, todas las miradas se dirigieron hacia ellas; sí, en efecto, era Camilo y el tema que mi hermano comenzaba ahora  cantar con voz melindrosa sin apartar los ojos de ambas era Melina: “Eres fuego de amor luz del sol volcán y tierra, por donde pasas dejas huella. Mujer, tu naciste para querer, has luchado por volver a tu tierra y con tu gente”.  Y ellas, solo ellas, repitieron a coro con Jota “Has vuelto Melina-aaaa” mientras rompían a reír nerviosas. Mi hermano, ya sabedor del efecto que había causado Tijelino con el santo patrón bordó la siguiente estrofa al situarse frente a los curas y cantar con determinación: “alza tus manos hacia Dios que el escuche tu voz” y de nuevo las chicas corearon como una sola Has vuelto, Melina-aaaa”, salvo que en esta ocasión fueron más allá y le acompañaron estribillo adelante: “La huella de tu canto hecho raíces, Melina, y vuelven a reír tus ojos grises, Melina”. Jota hubo de hacer un verdadero alarde vocal para imponerse a sus agudas y apasionadas voces. Continúo desgranando el tema lentamente, sin precipitarse, como lo había hecho en casa tantas veces mientras mi hermana planchaba –a un lado el pick-up con la exigua colección de sencillos de mis hermanos y su gran colección de elepés: todo Camilo, mucho Juan Pardo, el Serrat más melancólico… al otro un enorme montón de ropa- y nosotros jugábamos en el pasillo al concurso de la canción de Viña del Mar, Benidorm, el festival de la Oti, Eurovisión… preparando este concurso. Yo le corregía los gestos, la manera de andar, la forma de sujetar el micro –el mazo del mortero- desde una perspectiva televisiva, única referencia entonces, con la voz no había nada que hacer, clavaba los temas desde la primera vez que los escuchaba: “Tu vida, tus razones y tu país donde el mar se hizo gris, donde el llanto ahora es canto”  y de nuevo las chicas como impulsadas por un resorte aún a pesar de las miradas reprobadoras de los padres: “Has vuelto Melina, Has vuelto Melinaa-a-a”.  En este punto Jota se daba la vuelta como queriendo desenredar el inexistente cable del micrófono -a sugerencia mía- e introducía una pequeña variante que no habíamos ensayado, una improvisación: en el recorrido de la vuelta y mientras estaba de espaldas se desabrochó el botón superior de la camisa para aparecer después con una acusada abertura que dejaba al descubierto un pecho lampiño del que pendía brillante un Cristo dorado -que no de oro- y en un marcado gesto de complicidad o tal vez por errar el giro se situó frente a las chicas -el Cristo y la estrofa pedían encarar a los curas, no así el escote claro está-  y entonó con fuerza: “alza tus manos hacia Dios que el escuche tu voz, lararaira-laralaaaa” a la vez que se dejaba caer de rodillas en un gesto melodramático implorando al cielo, a ellas les faltó tiempo para saltar de la silla y acompañarle todo corazón: “Has vuelto, Melinaa-a-a, tus ojos reflejan el dolor y tu alma el amor. Lararaira-laralaaaa” y es que en aquella época Camilo Sesto era el tío más sexy del planeta y mi hermano: ojos verdes, labios gruesos, dos hoyuelos junto a las comisuras, ensortijada melena, más el extra de la camisa un pibón en el Natahoyo, barrio obrero junto a los astilleros de Gijón donde estaba el internado.
El tema terminó en ovación, mi corazón desbocado pero tranquilo ya por el gran trago pasado. Había quedado genial después de todo, la gente aplaudía con fuerza desde sus sillas, salvo Tina y la Justi quienes, puestas  en pie gritaban bravo como si estuvieran en Benidorm. Y llegaron las votaciones. Los curas otorgaron sendos ochos a cara de perro -más tarde supe que habían argumentado que el tema tenía demasiados gallitos, sospecho que se referían a mi hermano y no al tema, que utiliza el falsete como recurso- don Mario iba a levantar un nueve, pero la Justi le dió un codazo y entendió que merecía un diez y no un nueve como él había pensado -por aquello de las tetas y las carretas, supongo- ellas por supuesto otorgaron sendos dieces,  de modo que sumábamos cuarenta y seis puntos y faltaba don Manuel, sentado entre los curas y las chicas, bastaba un nueve para el empate y un diez para ganar, miró a un lado y a otro para finalmente levantar un cobarde ocho mientras volvía la mirada hacia las chicas. Los curas sonrieron y ellas contrariadas le dieron la espalda, ellos se apresuraron a reclamar a Andrés Tijelino para hacerle entrega del galardón –no recuerdo que mariconada- y nosotros nos abrazamos con fuerza en nuestro círculo de amigos. Así finalizó el concurso de la canción del año 1975.
Cada vez que la he escuchado más tarde de manera casual en mi casa o en guateques y fiestas, me he preguntado qué quería decir Camilo con aquella canción –él componía la mayoría de sus temas- pensaba que sería cualquier balada de romanticismo barato y yo, ignorante, la cantaba con una mezcla de nostalgia y falta de respeto. He tenido que escribir este relato para averiguar que la canción estaba dedicada a Melina Mercouri, actriz y cantante griega que hubo de exiliarse en Francia durante el Régimen de los coroneles en su país. Siempre beligerante y critica con  este, cuando la dictadura le retiró la ciudadanía griega, ella respondió diciendo: "Yo nací griega y moriré griega.  Stylanos Pattakos nació siendo fascista y morirá siendo fascista." Justo en el año 1975 retornó y fue Ministra de Cultura en dos ocasiones, reclamó al gobierno británico los mármoles que se llevaron de la Acrópolis de Atenas y creó la marca Ciudad Europea de la Cultura, además de un gran legado de películas y música. Fumadora empedernida, murió de Cáncer de pulmón en Nueva York a los 73 años de edad. Muchos años después los ciudadanos griegos aún siguen dejando sobre su tumba cajetillas de cigarrillos de su marca favorita.

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