Creosota
Tal vez haya pocas cosas tan
persistentes como el olor; la fragancia que algunas sustancias dejan prendido a
nuestro cerebro puede acompañarnos toda la vida. Y, de pronto, vuelta a oler,
esa sustancia –o mejor, su recuerdo- nos transporta en un viaje vertiginoso a
través del tiempo.
A esta terraza de verano, al borde
del Mar de Vigo, el virazón trae aroma a creosota procedente de las bateas. Ese
olor fuerte, intenso, acre, carnoso... golpea la pituitaria y me traslada
treinta años atrás; a otras tardes de verano en que transitaba sobre las vías
del ferrocarril Gijón-Oviedo buscando clavos sobre los que acababa de pasar el
tren. ¿Qué para que eran los clavos? Bueno, nosotros los utilizábamos como
ganzúas. Una vez el tren había pasado dos o tres veces por ellos quedaban
delgados como cuchillos y ya sólo era cuestión de pulirlos con una pequeña lima
–previamente robada- y someterlas a la prueba de fuego del primer candado ifam
que encontrásemos. En todas partes había candados, cerraduras, cerrojos,...etc.
Sólo había que tener la herramienta adecuada; eso era al menos lo que
pensábamos a los nueve años. ¿Qué porque lo hacíamos? No lo sé. Seguramente
porque nos aburríamos mortalmente.
Las tardes de los sábados debíamos
abandonar el internado y salir de paseo. Pasear esta muy bien siempre
que tengas un sitio agradable donde ir o alguien agradable con quien
pasear. Si además no tienes un puto duro en el bolsillo lo más fácil es
deambular y, eso es lo que hacíamos. Deambular de un lado a otro buscando algo
medianamente excitante, y las vías del ferrocarril lo eran: si en vez de un
clavo ponías una piedra esta saltaba hecha pedazos en multitud de fragmentos, o
entera si era pellizcada por la rueda. Si ponías un montón, unas a
continuación de las otras, nuestra imaginación hervía febril con la posibilidad
de que el tren descarrilase. También
cabía la posibilidad de que un fragmento saltase y te dejara ciego pero,
esa variable no la considerábamos. Agazapados en el talud, tras un matorral, a
escasos metros de la vía, permanecíamos ocultos a la vista del maquinista
procurando no perder de vista el clavo una vez cayese del rail; o
contemplábamos absortos y con el estómago encogido la explosión de metralla que
producían las piedras.
El tren nunca descarriló. Aunque alguna vez si
tuvimos que salir por pies cuando veíamos a lo lejos la figura amenazante del
guardabarreras blandiendo una negra estaca en el aire. Si el guardabarrera no
amenazaba con aparecer, lo que nos quedaba era una profunda expresión de
melancolía al paso de los vagones. Allí dentro había tipos que iban a alguna
parte – que importaba donde- iban. Había niños como nosotros, con sus
padres, que señalaban histéricos a través de la ventanilla hacía el lugar donde
nosotros estábamos: pijos, idiotas, malcriados, niños de papá... Creo que el
pensamiento que fluía silencioso de nuestras cabezas era el mismo en todos
nosotros. Sin duda era un sentimiento revanchista –infantil, claro- y preñado
de envidia: cualquiera de nosotros se hubiera cambiado por ellos y hubiera
hecho exactamente lo mismo, señalar histéricos hacía el talud. El caso era ir.
Irse, alejarse de la desolación, el desamparo y el aburrimiento del paseo
obligado de los sábados por la tarde.
El tiempo para la ensoñación no
duraba mucho. Había que buscar y dar forma a nuestros clavos. Si querías
pertenecer al grupo, habías de hacerte cuanto antes con un buen manojo de ellos
de diferentes tamaños y grosores. Había muchos candados esperando, muchas obras
a las que entrar, muchos futbolines y máquinas de petaco que destripar.
Con el calor la creosota destila y
su olor lo impregna todo. De modo que caminar sobre las vías con el sol en el
cogote buscando un clavo entre piedras y traviesas, llega a ser mareante,
obsesivo. Todo el cuerpo se empapa de ese aroma y la memoria permanece
inalterada una vez te acuestas e intentas dormir: piedras, traviesas, un clavo
brillante entre ellas; nada más cerrar los ojos y durante el tiempo que
transcurre hasta que el sueño acude solo ves eso, sólo huele, a eso.
Vamos - bramó Cordido, una vez
hubo pasado el tren – no os quedéis ahí con cara de guilipollas. Vamos antes de que aparezca el cagón del poli.
Todos los que llevaban un uniforme
eran polis, ya fueran serenos, conserjes guardabarreras, empleados de la sala de
juegos o policías. Cordido era el mayor y ejercía de jefe. Su autoridad era
indiscutible, era el más fuerte, el más alto y el más osado. Imponía su
criterio desde la supremacía que le daban sus trece años cumplidos.
Esa tarde habíamos ido a las vías
Cordido, Alberto el extremeño, mi hermano Jota y yo. A la voz de Cordido
nos pusimos a buscar cada uno nuestro clavo sin mediar palabra, nos dispersamos
por la vía y fijamos la vista en el suelo. El primero en encontrar el suyo fue
Alberto. Se excitó tanto que inmediatamente le echo la mano, al instante pegó
un gran alarido: se había quemado los dedos al cogerlo, lo que provocó una carcajada general. ¡Como podía
ser tan torpe! ¡Cualquiera sabía que había que esperar unos minutos antes de
coger el clavo directamente con las manos! Éramos crueles, pero no había lugar
para la compasión, al menos de cara a los demás. Poco a poco fue apareciendo el
resto. Evaluamos – bajo la experta supervisión de Cordido- qué clavos
necesitaban una segunda pasada y cuales no, comparándolos con el perfecto mazo
de ganzúas que él atesoraba: las tenía engarzadas en un alambre circular
perfectamente dispuestas en orden de mayor a menor y de diferentes grosores,
como un juego de galgas.
-
Miguelito, ponla otra vez. Todavía esta muy gorda. Jota la tuya esta bien pero
tienes que limarle la cabeza; ¿ves? ahí, en la punta hay una saliente. Alberto
¡chúpame la polla, a ver si así se te enfrían los dedos! – ante la ocurrencia
de Cordido todos rompimos a reír de nuevo. Incluso Alberto se descojonaba
mientras agitaba en el aire sus dedos doloridos y mostraba su boca llena de
dientes mellados.
- ¿Cuándo pasa el siguiente tren? – preguntó Jota, mirando hacía
un extremo de la vía, mientras se hacía sombra con una mano sobre los ojos.
- Ni idea – respondió Cordido – ¡toma, trabaja esa ganzúa
mientras! – añadió prestándole su lima.
-
Deberíamos volver al colegio. A las ocho pasan lista – dijo mi hermano.
- ¡Bah, que le den por el culo a esos cabrones! Saltaremos la
tapia, no te preocupes.
Saltar la tapia no era difícil, lo
difícil era sentarse a la mesa de la cena sin haber pasado antes por recepción y dado tu nombre,
para que allí, el hijoputa de Don Mario te anotase el regreso. Siempre podíamos
decir que no estaba cuando entramos, lo cual muchas veces era cierto, se
ausentaba con frecuencia –en especial las tardes de los sábados- a nadie en el
internado se le escapaba que se tiraba a la Justi, la encargada de la
lavandería. Muchos aseguraban haberlos visto follando, aunque probablemente era
la expresión de un deseo general, más que un hecho contrastado. Lo cierto es
que cuando estaba se sabía bien, porque del despacho salía un humo espeso y
emanaba un fuerte olor a tabaco dulzón: Lola. Así se llamaba el tabaco que
fumaba don Mario.
- Antes de que anochezca ha de pasar otro tren, no os preocupéis –
aseguro Cordido – además será mejor para saltar la valla que sea de noche.
¡Venga probemos las ganzúas hasta que
llegue el tren! Mientras lo decía extrajo del bolsillo de su pantalón un
grueso candado que él abría con total facilidad.
- Déjame probar a mi primero – solicité alargando una mano
manchada de brea.
- De acuerdo, pero piensa que debes saber cual vas a introducir
antes de hacerlo. Piensa que en la sala de juegos no tienes mucho tiempo para
probar. ¡Si nos pilla la poli nos cruje! Cordido puso en mi mano el candado y
observó atento mientras sorbía ruidosamente los mocos. Acto seguido lanzó un
sonoro lapo en parábola perfecta que fue a parar compacto al otro lado
de la vía.
-
¡Venga, a que esperas!, ¡Ya tenía que estar abierto! - bramó.
A veces Cordido podía llegar a ser
odioso.
Hurgando en el bolsillo de mi
pantalón corto, separaba con cuidado las ganzúas una a una, con delicadeza. Me
ponía mentalmente en situación: Recreativos Suárez. Una de la tarde, después de
misa, frente a la iglesia. La sala llena. El olor rancio a tabaco y goma
quemada, a tiza de billar. A chicle Bazzoka.
La vista fija en las borlas de los pezones de la chica de The
Swimming Race –giraban como locos cuando hacías avances de cincuenta, y se
deslizaba por el tobogán acuático cuando cantaba bola extra, emitiendo un
sensual Huuuuumh, que todos coreábamos, al que seguía el mágico ¡clack! -. Nos
tenía locos, apostaría mis canicas de hueso a que todo el Dormitorio de
Medianos se la meneaba pensando en avances de cincuenta y bolas extra: ¡Huuuuumh!
Nos dio mucha pena el día en que
la cambiaron por Black Dragon, tal vez el poli se coscó y cayó en la cuenta de
que no se correspondían la recaudación con el tiempo que pasábamos rodeándola.
Quizás me puse demasiado en
situación, lo cierto es que saque la ganzúa equivocada. Era demasiado pequeña.
Aunque hurgué adelante y atrás, a un lado y a otro con toda la delicadeza de
que fui capaz, procurando abrirlo, el candado se resistía tozudamente. Cordido
permanecía inquieto. La vista clavada ya en la vía, ya arrojando ojeadas
furtivas sobre mis manos torpes. Jota y Alberto el extremeño me daban
aliento con sus ojos expectantes..
- ¡Serás matao! A esta hora el poli ya te había soltado tres hostias
– aseguró Cordido – póntelo
debajo de los huevos con la cerradura hacía mí.
-
¿Qué? – mascullé perplejo
- Que lo sujetes con fuerza bajo los huevos, con la cerradura
mirando hacía mí –repitió doblándose sobre el tronco hasta que mi cara quedó a
la altura de la suya y nuestra narices casi se tocaron. Hablaba despacio,
despectivamente- y dime si notas algo – agregó-.
Mis rodillas
estaban más juntas que las de las chicas del coro en misa de doce – a pesar de
que se sentaban en un banco junto al altar, y frente a nosotros, nunca supe de
nadie que les hubiera visto las bragas- temblando por el esfuerzo.
Cordido se
pegó a mí y mirando por encima de mi cabeza comenzó a trastabillar en el
bolsillo derecho de su pantalón. Mi nariz estaba tan pegada a su pecho que
podía oler el sudor de su cuerpo mientras las ganzúas tintineban metálicamente
en mis oídos. En lo que se tarda en parpadear, oí un ligero clic metálico, al
que siguió una sonora colleja propinada con su mano izquierda – que me hizo
caer hacia delante – y el sonido sordo del candado golpeando contra el suelo de
piedras: ¡lo había logrado en segundos, sin que apenas me diese cuenta!
-
¡Recógelo, anda! – dijo, escupiendo casi las palabras de la boca
Al agacharme
para hacerlo volví a percibir una vez más aquel olor intenso, químico,
alcanforado: ¡creosota! ... que se pegó indeleble a mis neuronas, asociado para
siempre a la sensación de fracaso, de derrota: ¡Recógelo, anda! (¡maldito
cabrón! - pensé para mí).
A pesar de
todo no penséis que Cordido era un cerdo integral, era uno más, un
superviviente, un Proyecto de Hombre –espero que no terminase en tan magnífica
institución-desarraigado de todo afecto y en consecuencia con una fortísima
conciencia de grupo. Necesitaba de nosotros para Ser. Aún cuando nos humillaba, no había en él intención malsana
sino un deseo imperioso de que aprendiésemos deprisa, se trataba de una actitud paternalista que a veces se
volvía despreciable; pero cuando teníamos ocasión de poner en práctica sus
enseñanzas y salíamos airosos del envite, jamás se crecía, sólo te miraba con
aquellos ojos de acero, fijo y seguido a los tuyos, con una especie de mueca
que hubiera querido ser sonrisa, pero se quedó en sarcasmo.
Éramos su
familia. Tenía otra claro está, pero estaba tan lejos que lo mejor que podía
hacer era no pensar demasiado en ella; para qué gastar energías, para que
mostrar tristeza si ese era un lujo que no podíamos permitirnos ninguno de
nosotros.
De hecho
cuando su familia anunciaba visita
Cordido estaba ya jodido una semana antes. Se mostraba huraño, irritable,
introspectivo. En realidad lo único que le importaba era que dejasen en la
cuenta de Don Mario unos cientos de pesetas a nombre de Rafael Cordido, y se
pirasen cuanto antes: ¡Que cojones, sino lo iban a sacar del internado a que
tantas monsergas!
La verdad es
que daba pena verle alejarse por la acera con la mano de su madre sobre los
hombros -hablándole afectuosamente al oído- las manos en los bolsillos de su
pantalón largo de tergal, camisa solapón
de cuadros blancos y rojos, el pelo húmedo con raya a un lado y unos negros zapatos tristes, que alguna vez
imitaron al charol. Cuando estaban a cien metros del colegio, Cordido se volvía
furtivamente hacia nosotros, levantando
por un instante la vista del suelo. En su mirada no había acero esa vez, sino
una desolación profunda, una resignación absoluta y patética que nos dolía como
una bofetada.
-
¿Son tus amiguitos? –oíamos preguntar a su madre mientras se volvía
también hacia nosotros.
No había
respuesta. Cordido no tenía amigos, mucho menos amiguitos. Sólo
otra familia, tenía otra familia entre
los muros grises de aquel lugar. Nos alejábamos entonces de la entrada pateando
la grava, los ojos clavados en la puntera de los zapatos.
Finalmente
aquel tren no pasó. El sol comenzaba a caer lento y espeso sobre las vías y
nuestros clavos seguían allí, sobre ellas, refulgiendo con más intensidad cada
vez, ajenos a nuestro silencio.
-
¡Venga! – masculló lacónico Cordido.
Y como un
pequeño ejército nos pusimos en marcha a su voz, sin hacer preguntas.
Comprendimos que la jornada en las vías había finalizado y debíamos regresar al
internado. Recogimos cada uno su clavo y los guardamos en el bolsillo. Aún
debíamos atravesar el descampado de la Loza – la parte trasera de Porcelanas
del Cantábrico servía de vertedero para las piezas desechadas, y había montañas
de ellas- solíamos echar una
batalla lanzándonos platos desde un
montículo a otro: ¡Era fabuloso lanzar platos y que estos se mantuviesen
oscilando silenciosos en el aire hacía su destino fatal, normalmente la cabeza
de uno de nosotros! Nunca resulto nadie herido, al menos de forma directa,
aunque nadie se libró de los cortes que los cascotes hacían al lanzarse
precipitadamente a una lado para evitar un plato en la frente.
La tapia del
colegio apareció ante nosotros como otras noches, oscura, alta y perfectamente
practicable al fondo, donde las piedras que la conformaban sobresalían lo
suficiente como para hacer de escalones. Otra cosa era al otro lado, si bien es
cierto que un vez abajo quedábamos lo suficientemente lejos del edificio
principal del internado, no era menos cierto que había que bajar. La altura
desde lo alto era de cinco metros, perfectamente lisa y sin un maldito asidero
en ella. La operación era siempre la misma: nos descolgábamos hacia el lado
interior todos a la vez y permanecíamos suspendidos hasta el límite de nuestras
fuerzas para que el miedo a romper una pierna no nos paralizase allá arriba.
Apoyábamos un pie contra el muro y con un pequeño impulso hacía atrás nos
dejábamos caer al vacío, aterrizando prácticamente a la vez y en silencio. Sino
había bajas, caminábamos pegados al muro hacía el edificio principal en cuya
planta baja se hallaba el comedor.
Una mirada a
través de una de las ventanas reveló que Don Mario no se encontraba dentro aún.
Con las bambas rechinando en el suelo encerado irrumpimos ligeros en el comedor
y ocupamos nuestros sitios de siempre, en mesas separadas, salvo mi hermano
Jota y yo.
Al instante
entró Don Mario y vino directo hacía nosotros.
- ¿Cuándo habéis llegado? –graznó alzando soberbiamente el mentón.
Y dedicándonos una mirada inquisitiva e incendiaria.
- Hace cinco minutos. Usted, no estaba en el despacho Don Mario
...- acertó a decir Jota débilmente.
- ¿Y vosotros? – interrogó ahora a Cordido y a Alberto
dirigiéndose hacía ellos chulescamente y arrojando una bocanada de Lola sobre
la fuente de macarrones que reposaba en el centro de la mesa.
- Llegamos a la vez, Don Mario – respondió Alberto.
Mientras lo decía su mirada se posó involuntaria en su bragueta,
que permanecía semiabierta y, a un lado de esta, un cerco oscuro y húmedo
pugnaba por aflorar sobre el pantalón crema. La camisa en el tercer botón, las
mejillas coloradas y el pelo desordenado dejaban poco lugar a dudas.
Percatándose,
Don Mario miró hacía donde lo hacía Alberto. Y rojo ahora de ira gritó:
- ¡A comer Joder!, ¿A que coño estáis esperando? – gritaba a la
vez que abandonaba precipitadamente el comedor
Entre
el ruido de platos, vasos y fuentes, Cordido respondió en un murmullo:
- ¡Al de la Justi, No te jode, el cabrón este!
Afortunadamente
el educador –bonito eufemismo para un malnacido- había salido ya del
comedor. Si lo hubiera oído, Cordido no la cuenta.
En nuestra
mesa masticábamos en silencio aquellos
macarrones con verdadero apetito, a pesar de que el atún ni se veía, el tomate
apenas si le daba un ligero tono rojizo al desvaído color de la pasta que, por
otra parte, podría haberse tenido de pie sobre el plato; además estaban fríos.
Recuerdo que con cada bocado, ascendía junto a mi mano el olor característico
de la creosota, me daba la sensación de estar comiendo los macarrones sentado
sobre la vía y esa imagen me hizo reír.
- ¿Por qué te ríes, que te pasa? – pregunto entonces mi hermano.
- Por nada, me parece que con estos macarrones se podría hacer
otra vía- respondí entre risas, colocando unos cuantos de pie- y además huelen
igual que la vía.
- ¿Qué dices, yo no huelo nada? – dijo Jota, a la vez que los olía
- Creosota, huelen a creosota ... – respondí ante la mirada
atónita de mi hermano.
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