Bajo los adoquines...


Cuando desciendo de la bicicleta camino de la explanada del Concello de Vigo, me asombra escuchar apenas el ruido del tráfico. Este viernes 15 de marzo, está convocada la primera manifestación estudiantil en apoyo de aquella que iniciase en solitario Greta Thunberg, frente al parlamento de su país, en su ciudad (Estocolmo) el pasado mes de agosto. Debo admitir que mi primera reacción es de decepción: esperaba la plaza a rebosar de estudiantes, que un eco ensordecedor de consignas la recorriese de una esquina a la otra, que cientos de pancartas se agitasen con la brisa de esta hermosa mañana. No fue así. Apenas doscientos estudiantes de entre dieciséis y dieciocho años -los únicos autorizados para faltar a clase- y algún adulto simpatizante, ocupan el centro de la gran explanada de cemento, coreando de cuando en vez alguna consigna sin demasiado entusiasmo: “este-sistema-es-una-mierda”, “cambio-climático-cambio-sistemático”, “obreros-y-estudiantes-unidos-y-adelante”…Parece echarse de menos una falta de liderazgo, alguien que tire del supuesto cabreo que estos chicos deberían tener para hacer que sus demandas lleguen verdaderamente lejos y a las autoridades no les quede otra opción que comenzar a actuar. Ese es el germen de la demanda, la razón de ser de estos paros, el hecho contrastado -como bien supo intuir Thunberg- de que los meses corren imparables y los políticos se reúnen y hablan, pero no hacen nada. No es verdad. Precisamente hoy, 15 de marzo, han vuelto a reunirse en Nairobi y han suscrito un compromiso: dejar de producir plásticos de un solo uso para el año 2030. ¡Eso es hacer nada, dadas las circunstancias! El tiempo avanza inapelable, a decir de la gran mayoría de científicos a nivel mundial, y esos tibios compromisos no sirven ni para modificar la temperatura del planeta significativamente ni, desde luego, alterar el grado de cabreo que estos jóvenes comienzan a manifestar con razón. Es su futuro el que está en juego.
De manera que, una vez paseo entre estos chicos tratando de percibir sus sensaciones, observar sus ojos limpios de adolescentes, vencer la timidez de la edad para gritar a coro las consignas; a dos chicas abrazarse con intensidad porque una acaba de llegar y sumarse a la manifestación, entiendo que estoy juzgando con mirada ajada una actitud lozana. Es probable que fuese yo el que necesitase líderes, banderas ondeando al viento y enardecidos eslóganes amplificados por megafonía. Percibo entonces que ellos, aún mirando de soslayo las pantallas de sus móviles, están allí, coreando consignas que no deberían corear, porque nosotros, adultos y al mando de las decisiones, deberíamos estar garantizando el futuro de aquello que más queremos, en lugar de pensar siempre “en plan” codicia.
Cuando tomo las escaleras para abandonar de nuevo la plaza, una imagen se compone espontanea en mi mente. Unos niños juegan ajenos al tumulto mientras los chicos mayores gritan sin perder la sonrisa. Al fondo de la plaza se alza imponente un monolítico edificio de cemento con el que llevamos décadas sin saber que hacer. Bajo este, acampan desde hace años personas sin hogar, con los que tampoco sabemos que hacer. Caigo entonces en la cuenta de que no son tan pocos. Aquí, apenas en agosto pasado, no había nadie.
De manera que me alejo pensando, ¡Ánimo muchachos! Juntos, sin lideres que secuestren la fuerza imbatible de vuestra inocencia. Sin banderas, con pancartas de cartón reciclado y voces de chicos y chicas en la primavera de sus vidas. Ojalá echéis abajo ese edificio enfermo que nos representa. Al fondo están el mar y ese cielo tan limpio como vuestras miradas.



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