al sur de Siena




Cuando en la plaza de San Quirico D’orcia tuvimos la fortuna de dar con Ilaria y su marido no sospechamos lo afable y provechoso que había de resultar el encuentro. Es posible que fuese el tono de nuestra voz el que llamó su atención - el manido tópico del español ruidoso- pero como supimos después, no fue el volumen si no nuestra lengua la que despertó en ella recuerdos juveniles. Ilaria había vivido en Sevilla y recordaba la capital con cariño; lo ponían de manifiesto su simpático acento ítalo-andaluz y su castellano perfecto. Nos contó que había trabajado como investigadora en la Universidad en alguna rama de la filología pero, ay, también en Italia los presupuestos acaban recortándose por la cultura y hubo de volverse. En cualquier caso se trajo el castellano y una buena experiencia andaluza, a decir de ella y su esposo.


Eran florentinos, pero huían de Florencia. “Se ha vuelto insoportable. La afluencia masiva de turistas que copan el centro la hace intransitable, ¡Y cara!” de modo que aprovechaban los fines de semana para moverse por el entorno y “¡respirar!” Cuesta creerlo. Una ciudad magnífica, el sueño de medio planeta. Pero así es, precisamente por ello y debido a los vuelos baratos, la que es probablemente una de las mas bellas ciudades del mundo se ha vuelto tediosa. Destino obligado, con interés por el arte o sin él, de la mayoría de las personas que consumen “paquetes” de vacaciones a Italia. Florencia vive aquejada del mal que afecta a tantas capitales europeas – Barcelona, Roma, París, Madrid, Londres,...etc.- el proceso de gentrificación y una lenta pero irremediable muerte de éxito de no cambiar radicalmente el modelo turístico. Y no parece probable, al menos en el corto plazo.


Por ellos supimos de primera mano del atractivo de lugares como Cortona, Murlo, Montepulciano o Pienza. Lugares donde pasear tranquilo, sin esperas o grupos de turistas que parecen perder siempre el último tren, todavía es posible. Dejarse llevar por callejones umbríos para descubrir al final una placita recoleta o una tienda de artesanía local, una trattotria o un muro elevado sobre las colinas desde donde apreciar el atardecer, es factible. Cuando uno callejea por estos pequeños pueblos toscanos no deja de maravillarse ante el mismo encanto que fascinó a Stendhal. La armonía de calles e iglesias, palacios y casas domésticas, parques y torres, aportan al conjunto un atractivo tal que lleva a replantearse lo vivido hasta entonces. ¿Qué demonios habría que hacer para vivir aquí? Es una pregunta recurrente cuando se visita la zona.


¿Qué lleva a los habitantes de este lugar a construir, conservar, decorar y habitar el entorno de manera tan grata? Es un misterio. Mayor aún si recordamos que ya desde tiempo de los Etruscos -sus moradores primigenios- en el siglo VIII antes de Cristo y hasta mediado el siglo XX han sufrido guerras, invasiones y conflictos sucesivos. Aún así los pueblos se muestran primorosos, las torres, murallas y campanarios lucen orgullosos, los campos delicadamente cuidados y en el paisaje, uno trata de encontrar sin lograrlo, alguna muestra discordante, algo de fealdad, algún establo desvencijado, una fachada o un tejado levantados sin gusto o con materiales foráneos. Algo que “humanice” a sus moradores, que nos acerque a los demás a su cualidad para entender la vida.

Tras despedir a Ilaria y pareja con nuestros mejores deseos - ¡Acudían a su reserva para cenar y aún no se había puesto el sol! Quedó claro que los horarios sevillanos no la habían acompañado en su viaje de regreso a casa- tuvimos ocasión de callejear largo rato por el pueblo de San Quirico D’orcia - pronúnciese “cuirico”, le entenderán mejor- hasta dar por casualidad con la trattoria Al vecchioforno. Excelso lugar donde cualquier locura es posible con una copa de Brunello en la mano y una pareja enfrente. Si uno anhela declarar su amor el recuerdo será imperecedero. Si, por el contrario, trata de poner fin a una relación, la magia del lugar amortiguará sin duda el impacto. Todos los demás tonos comprendidos entre uno y otro punto de ese paleta emocional se verán mejorados en il jardino de la trattoria, bajo emparrados de cañas y árboles umbrosos, macizos florales dispuestos sobre antiguas barricas de roble, mesas recoletas con manteles de cuadros y el suave suelo de grava amortiguando incluso, el llanto de los niños. El lugar parece el decorado de una película cursi de domingo lluvioso en que por una vez, uno adora estar inmerso. No recuerdo qué tomamos pero me atrevería a asegurar que estaba delicioso. Sí recuerdo en cambio qué no tomamos: una enorme, gruesa, y seguramente jugosa bistecca alla fiorentina cuyo aroma hacía perder el sentido a su paso, cerca de nuestras narices. Pero huyó hacia la mesa de al lado. Ya se sabe lo que dice el adagio castellano de las grandes cenas. No era cuestión de meterse entre pecho y espalda un kilo de carne de buey para cenar, regarlo con una botella de Chianti y conducir una hora por carreteras secundarias entre bosques llenos de jabalíes – ¡e italianos! -. Será en otra ocasión. Cualquier excusa es buena para volver a la Toscana y la fama de su carne es celebrada.

Vescovado di Murlo es un excelente punto de partida para hacerse una idea de la región. A media hora escasa al sur de Siena, posee el encanto de estar a unos minutos del enclave de Murlo, al que se llega después de transitar entre campos de trigo y olivares. En el interior del pequeño recinto que constituyen no más de veinte casas, a las que se accede a través de un arco de piedra centenario, se haya uno de los mejores museos etnográficos de la región dedicado a la cultura etrusca. Allí podemos hacernos una idea aproximada de su importancia como sociedad, sus ritos, costumbres, arquitectura, economía, y su evolución en el tiempo hasta ser finalmente absorbidos por Roma, tras ocho siglos de rica historia. Llama la atención la importancia de la mujer en una sociedad ancestral como aquella. El nivel de participación de estas en la organización social, política, ritual, doméstica, festiva, en la toma de decisiones en suma, no se daba entonces en sociedades como la griega o cartaginesa de las que fueron socios o rivales según las épocas.





Pasear por Murlo, observar las colinas y campos alrededor, respirar la fragancia del cereal cosechado, escuchar el sonido de las cigarras una mañana del final del verano es detener el tiempo. Sentir en la piel la brisa de los siglos y convivir con el ensueño y la futilidad de la vida.









Murlo


Perderse en la Toscana es siempre una excelente idea. Dejarse llevar, equivocarse, transitar sin prisa en cualquier medio de locomoción, buscar sentido a la palabra aventurarse... Si se desea llegar rápido a Montalcino desde Murlo, debe hacerlo a través de Buonconvento donde la carretera es mejor, pero entonces descuidaría uno de los atractivos de la región: la infinidad de pistas de gravilla -caminos blancos- que comunican bodegas, palacios, agroturismos, casas de labranza, o pequeñas iglesias de una belleza simple y delicada. Tienen el peligro de que por ellas transitan los italianos -esos locos del volante- y ellos generalmente están trabajando, no contemplando el paisaje. La precaución es siempre recomendable. A cambio podemos disfrutar de las mismas pistas utilizadas por los participantes en L’Eroica, la singular marcha ciclista que se celebra cada año entre estos viñedos, olivares y campos de labor y que se creó con el fin, precisamente, de preservar estos caminos del asfalto. La marcha comienza y finaliza en Gaiole in Chianti en un recorrido circular con diferentes opciones de participación en función del estado de forma de cada persona. No importa la edad, no importa la condición física, no importan la procedencia o el sexo. La única condición es utilizar una bicicleta de carreras clásica – construida antes de 1987-e ir ataviado como los viejos pioneros de este deporte. El recorrido es de estética sublime y la camaradería de sus participantes memorable. Los vinos Brunello y Chianti serán los protagonistas mudos de este escenario de maravilla, las regiones vinícolas por donde transcurre la marcha. Si además se dispone de excelente salud económica, el hotel Castiglion del Bosco anexo a la bodega del mismo nombre, rodeado de bosques y colinas, campo de golf privado y selectísimas casas unifamiliares en alquiler, es una opción inmejorable. De no ser así, hay un recodo del camino hacia Montalcino desde el cual se tiene una encantadora vista del conjunto. Puede hacerle una foto a su pareja con ese trasfondo y prometerle algo improbable de cara a la jubilación.





Una vez en Montalcino lo correcto es callejear, abandonarse al placer del dolce fare niente, caminar sin rumbo por callejones que desembocan invariablemente en plazas de mayor o menor superficie salpicadas de tiendas, pequeñas trattorias, bodegas donde probar y adquirir el afamado Brunello (recomendable el best seller “Un viñedo en la Toscana” de Ferenc Máté: delirante epopeya sobre como materializar el sueño toscano); comprar prohibitiva moda italiana, artesanía o souvenirs de dudoso gusto, a lo largo de calles donde la arquitectura y conservación del patrimonio son observados con rigor casi castrense. Tras almorzar en el patio recoleto y fresco del palazzo Pieri (no se dejen engañar por palazzo, el restaurante y el patio son accesibles a todo el mundo) donde sonaba desconcertante “Hotel California”, llegamos a la fortaleza de Montalcino. Toda villa que se precie tiene aquí su fortaleza, torre o almena desde la que defenderse o avistar al menos al enemigo: estas han sido históricamente tierras peligrosas para la vida. Ese día, en el interior de la fortaleza tenía lugar una feria donde los apicultores de la región ponían a la venta sus productos, y explicaban las virtudes de los diferentes tipos de miel, los utensilios, panales, aspiradores, indumentaria,…etc, para convertirse en experto productor. Una banda local amenizaba con éxitos de la tradición melódica italiana. Observando el paisaje desde lo alto de las almenas de la fortaleza, mientras en el patio sonaba “Vooolaaareeé…”, parecía incluso atractiva la idea de criar abejas durante el resto de nuestros días y vender su producción a través de aquellos pueblos que divisábamos; las carreteras blancas de grava serpenteando entre las colinas junto a enhiestas hileras de cipreses. Pequeños lugares como Montalcino donde el edificio más alto continúa siendo la iglesia.





Pienza. ¡Quien fuera gato para morar entre tus muros una mañana de abril! Aspirar el olor a resina a medida que el sol caldea los pinos. Contemplar desde el promontorio sur donde se asienta el pueblo, el verdor de los campos sembrados de trigo. El cielo raso de azules o profundo de grises cuando la tarde amenaza tormenta. Escuchar el trueno poderoso por la Val d’Orcia y presentir el chubasco que avanza inminente hacia el belvedere. Escapar entonces hacía el claustro de San Francesco y buscar refugio junto al brocal del pozo. Callejear de madrugada por calles cubiertas de ladrillos cerámicos que conservan aún el calor de la tarde en verano: Vía Pía, Condotti, dell’Angelo, de la Fortuna…sentarse bajo la luna con el resto de los gatos ante el mármol que recuerda a los caídos por la libertad en Porta al Prato, como en un dibujo de Hugo Pratt. Dormitar al sol sobre un alfeizar, recostado en una contraventana veneciana entreabierta por la que ondea liviano un visillo blanco. Observar los campos del final de verano cuando el sol se desplaza lento, dejando en los olivares sombras que se estiran en pos del ciprés que acotan los sembrados. El color de las viñas vira del ocre al pardo hasta adoptar un tono sanguina y confundirse con el cielo cárdeno de la tarde. Los últimos rayos del día saltan oblicuos de una colina a la siguiente hasta perderse en el horizonte, alternando cultivos y bosques; desordenando un paisaje que los campesinos ordenaran de nuevo al día siguiente. Oh, Pienza.






Palazzo Picolomini


Nada más aparcar en Montepulciano llama la atención el enorme caballo situado al pie de la muralla. Cabalgando al trote frente al monolito erigido en memoria de los caídos en la guerra este parece un mondadientes. Más adelante sabremos que el caballo es una réplica del original diseñado por Leonardo da Vinci para el duque Ludovico Sforza en Milán y tendemos a restarle importancia. Como si el hecho de ser una réplica lo convirtiese en una obra menor. ¡Siete metros de caballo para los que hubo de inventarse también el edificio y la fragua donde fundir el bronce y el modo de verterlo en los moldes! Al llegar a lo alto de la fortaleza donde se celebra una exposición dedicada al genio, sabremos hasta donde alcanza nuestra ignorancia. Allí podemos apreciar las maquetas y grabados que hubo de diseñar para llevar a cabo la colosal obra. Además de otros ingenios como telares, máquinas de contar, engranajes y dispositivos de lo más diverso e inconcebible si no se es un genio. El bronce destinado a realizar el caballo fue fundido para construir cañones y munición con que combatir a los franceses, estos por su parte destrozaron el molde en yeso que Leonardo había desarrollado una vez vencieron (¡). Ya en el siglo XX la escultora Nina Akamu recibió el encargo de ejecutar la obra partiendo de los dibujos y notas que Leonardo dejó. La que se muestra aquí es una réplica, como todas, el original murió con Leonardo.





Montepulciano requiere buena forma física. Toda el pueblo es una gran pendiente hasta alcanzar Piazza Grande, aunque el esfuerzo de la ascensión lo compensa el café Poliziano. Si eres un turista con suerte tal vez puedas almorzar en alguno de los balcones que dan al Este y observar como reverbera el sol en el lago Trasimeno, ya en Umbría. Delimitando ambas regiones esta la Autostrada del Sole - como en una canción de Adriano Cellentano- va de Milán a Nápoles y su nombre no podía estar mejor elegido. Cuesta abandonar el balcón y ponerse en marcha de nuevo tras tomar algunas cervezas, deliciosa pasta, un helado y varios expresso a fin de estirar el momento. El Poliziano, decorado en estilo art-decó te hace sentir por un instante como Curzio Malaparte, Federico Fellini o Milo Manara, celebres visitantes del local. Siguiendo el ascenso nos colamos en un palacio cuyas contraventanas de lamas de madera nos había llamado la atención desde la terraza del café. Siempre me han fascinado esas ventanas: la posibilidad de observar hacía fuera sin ser visto entornando las lamas; preguntarse que ocurrirá en esos cuartos que la dura luz mediterránea atraviesa de forma oblicua dejándolos entrevistos desde el interior. Me transportan al imaginario de Noveccento o el Gatopardo. En esta ocasión tras los muros del palacio se ofrecía una muestra del dibujante Massimiliano Frezzato. Un gran descubrimiento: tierno y evocador como ilustrador de cuentos infantiles - la melancolía de Garfio en su camarote observando a Campanilla embotellada, o tratando de recuperar el tiempo de las fauces del monstruoso cocodrilo- como dibujante de cómics nos ofrece mujeres autosuficientes, poderosas y sensuales o tiernas y emotivas. Un proyecto de un Drácula inconcluso estremece y llena de pavor además de mostrar el deseo de vampiresas sobrecogedoras. Caminar por el palacio desamueblado, cubierto sólo con los dibujos e ilustraciones de Frezzato en contraste con escayolas y frescos decimonónicos en los techos, mientras escuchamos nuestros pasos rechinar en los viejos suelos de madera, es una formidable manera de hacer la digestión.
















Catwoman




Desde Piazza Grande, junto al ayuntamiento, una balconada permite contemplar el atardecer sobre los valles, con la iglesia de San Biagio en primer término y un bello gajo de luna que habría de acompañarnos hasta Montichiello: ese lugar de postal donde los cipreses serpentean colina arriba junto a pequeñas explotaciones agrícolas diseminadas entre campos y bosques.





En Cortona se haya el mas importante museo de la cultura etrusca y uno de sus objetos más enigmáticos – y menos esclarecedores- la Tabula Cortonensis, una especie de Piedra Rossetta de esta civilización pero sin la capacidad de aquella para interpretar su legado. En el magnífico Palacio Comunal de la ciudad es posible empaparse del precioso bagaje de esta civilización que tanto influyó posteriormente a la romana: la técnica con que enterraban a sus muertos, organizaban sus ritos funerarios, construían sus viviendas -desde la forma de los muros hasta la ornamentación en sus tejados- acicalaban sus cuerpos o cocinaban. Calderos de cerámica o bronce decorados con simbología antropomórfica, cacerías, escenas domésticas…Uno abandona el museo con tal borrachera de conocimiento que sólo una Moretti helada – medio litro de cerveza, muy popular en Italia - en la plaza puede consolidar. Una de las grandes aportaciones de este pueblo fue el regadío, mucho antes de que los árabes invadiesen el Occidente europeo ya los Etruscos dominaban las técnicas para desecar las zonas pantanosas y transformarlas en fértiles tierras de labor; eran capaces de llevar el agua del lago vecino allá donde fuese necesaria. Bastante antes de que Roma estableciese su Mare Nostrum, Etruria ya comerciaba sus excedentes agrarios con Grecia Y Cartago, así se hizo rica y poderosa.


En realidad son necesarias más de dos vidas para asimilar todo lo que esta región ofrece, ¡y ni aun así! Es tal la cantidad de atractivos que, o bien permanecemos en continuo estado de excitación, o bien nos dejamos llevar por una lánguida sensación de impotencia y que los sentidos alcancen donde la razón no llega.


Así llegamos a Siena. No conozco ninguna otra ciudad que de nombre a un color: ese tono especial de ocre que reflejan sus fachadas al caer la tarde, como si fuesen capaces de absorber la luz y devolverla matizada con una calidez única, reconfortante. No es casualidad que cientos de turistas permanezcamos embelesados viendo atardecer desde alguna de las terrazas - ¡prohibitivas terrazas! - de la Piazza del Campo o sentados en el suelo de esta mientras la luz del sol se apaga lenta. Si la mayoría no aplaudimos es por pudor. La plaza es una maravilla arquitectónica concebida a un tamaño colosal. Vista a escala humana, si uno observa el campanario desde el estanque de enfrente – decorado con esculturas de escenas bíblicas, y alegóricas lobas que las protegen- o el Palacio Comunal desde cualquiera de los ángulos de la plaza, puede sentir un escalofrío en la espalda imaginando el poder que detentaron sus gobernantes a lo largo de la historia. Allí uno puede sentirse pueblo, formar parte de un todo al que se dirigen desde las imponentes azoteas o ventanales los gestores de la ciudad: convocado, copartícipe, engranaje de una sociedad que evoluciona con su concurso. El mismo foro tiene una caída de un par de metros formando un foso que no se aprecia hasta estar inmerso en él. Y es en ese foso, con el público situado en medio, donde se celebra dos veces cada año la carrera de caballos del Palio, en que un jinete de cada uno de los distritos de Siena cabalgando a pelo y vestido con los colores de su barrio, disputa al resto un Palio o mantel de lana. Nada hay que guste a los italianos más que correr, después de la pasta. Llama la atención cuando se callejea por la ciudad la profusión de banderas y estandartes que delimitan una y otra zona, colgados de farolas y candelabros de forja, esas llamadas de color dejan constancia de por que barrio se mueve uno.


A poca distancia a pie nos quedaremos boquiabiertos de nuevo al observar el Duomo. Da igual la calle desde la que abordemos la plaza, al encontrarnos de pronto con el bellísimo edificio gótico es imposible no dejar escapar una exclamación de asombro. Los colores blanco y negro del mármol listando las fachadas y el campanario anexo, la portada decorada con esculturas, mosaicos y arcadas de aire bizantino; las gárgolas y escenas de santos magistralmente tallados, las columnas que enmarcan las puertas de roble y bronce, conmueven más por su equilibrio que por su grandiosidad. Vista desde el lienzo de la Opera Metropolitana es imponente: una nave blanca que brilla en medio de la plaza. Curioso edificio este último. En origen fue un intento de ampliación de la catedral hacia el Este, pero la falta de presupuesto por la llegada de la peste bubónica dejo en suspenso el proyecto. Con una habilidad sorprendente, los sieneses lo han incorporado a la ciudad y al espacio catedralicio sin que parezca un fracaso, al contrario, el museo complementa la visita al Duomo y permite disfrutar de los tesoros que ha ido acumulando a lo largo de los siglos: esculturas, arcas, joyas y, en particular, el magnífico rosetón vidriado que hubo de descolgarse durante la segunda guerra mundial para preservarlo de los bombardeos y que aún no ha vuelto a su lugar de origen. También puede verse una escultura de la famosa loba capitolina, de origen etrusco aunque asociada a la fundación de Roma. Es posible ascender al lienzo construido para ampliar la catedral y así observarla con distancia -es como si los habitantes de la ciudad, orgullosos de su obra, hubiesen concebido esta pared para solazarse contemplándola-. Desde lo alto se tiene una vista a todo horizonte de Siena, de los campos y colinas al alcance de los dedos desde el propio corazón de esta; así nos percatamos de su tamaño ideal, racionalista, pensado a la medida del hombre que no olvida que viene de la naturaleza y se debe a ella. Es una pena que la visita a este lugar sea por tiempo limitado porque uno no se cansa de mirar sobre tejados y calles en cualquier dirección y sentirse abrumado por la belleza.


Una vez se pasa al interior del templo uno se confiesa apabullado. No es fácil fijar la mirada ante tal cantidad de estímulos. Es una buena idea comenzar la visita desde los tejados. Tal vez porque así el deslumbramiento es progresivo. Bajo la techumbre, entre los corredores que forman los contrafuertes y lienzos del templo se muestran – restauradas- poleas, polipastos, andamiajes y maquinaria diversa utilizada a lo largo de los siglos para construir la catedral. Asombra que con esos recursos tan precarios, y un talento inmenso, claro, haya podido construirse esta maravilla. En un recorrido circular casi podemos tocar la linterna de Bernini sobre la cúpula, las vidrieras que iluminan la catedral o transitar por corredores y balconadas que se asoman a la plaza. Pero lo más impresionante es tener la posibilidad de apreciar en toda su dimensión, la enorme obra de marquetería en mármol de varios colores que componen el suelo. Mostrando alegorías de carácter bíblico y profano están elaboradas con tal maestría que emocionan. Cuando se aprecian en detalle, ya desde el suelo, parece inconcebible realizar esa labor con ese material. El púlpito, la columnata en colores negro y blanco como el escudo de la ciudad, la propia cúpula observada pie a tierra refulgente de estrellas y coronada de azul en su centro; tal parece se pudiera ascender a los cielos a la vista de ángeles y santos que observan desde lo alto de las columnas, solo con situarse debajo. E imagino que esta era la idea que querían trasladarse a sí mismas las ricas familias de fieles que ingresaban a este templo en el Renacimiento –parece difícil suponer que plebeyos, artesanos, panaderos, y demás gremios habitasen el mismo espacio- debían sentirse mucho más cerca de Dios en el cielo, pues en la tierra lo estaban ya.


Paseando por el interior de la catedral llaman la atención algunas mujeres cubiertas con “capita” blanca desechable sobre los hombros. Quiero pensar que es una señal de especial recogimiento, devoción intensa o respeto personal -pues no la llevan todas- aunque la actitud es la misma que la del resto: cámara en ristre, boca abierta hacia lo alto y cuchicheos asombrados. Y me pregunto por qué, cinco siglos después de la construcción de esta maravilla son solo las mujeres la que deben cubrirse y hacerlo además con esa ridícula capa que habrán de portar quince minutos a lo sumo. ¡Que extraño mundo hemos creado, donde la armonía y la estupidez van de la mano!


Frente al Duomo se haya Santa María de la Scala, en la Via Francigena -discurre entre Canterbury y Roma atravesando el norte de Francia- ha tenido diversos usos a lo largo de la historia asociados siempre a la filantropía: hospital de peregrinos, niños abandonados,…gentes de paso o sin recursos. Hoy es una enorme sala museística con fondos de lo más variado aunque lo que más sorprenda sean sus sótanos y cimientos, profundamente excavados en la tierra de los siglos – su construcción data del siglo IX- y en el que veremos sin duda nuestra imagen reflejada en el tiempo, una vez sabido lo cual, ya solo nos queda regresar, ¡aunque sea en otra vida!





















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