El sexto hijo

El sexto hijo aborda con valentía el tema de la maternidad subrogada, como se la conoce eufemísticamente, o vientre de alquiler, en su denominación más popular. De forma un tanto artificiosa, acaba por conducir al espectador a un callejón sin salida donde ha de posicionarse a favor o en contra de la actitud que adoptan las parejas protagonistas para tratar de salir airosas de un embrollo al que les conducen sus circunstancias: una de ellas es gitana y espera su sexto hijo; la otra es estéril y, tras intentar concebir o haber recurrido sin éxito a la adopción se plantea ahora llegar a un acuerdo con la familia anterior. Sirva decir que la primera es humilde y carece de recursos o son muy escasos, y la segunda es una exitosa pareja de abogados. Están encadenados, además, por un conflicto donde los primeros quedan moralmente obligados a los segundos tras resultar absueltos en un juicio por accidente automovilístico en el que el  marido de la familia gitana era responsable. A partir de aquí el debate está servido, todo parece condenarlos a entenderse excepto la ley.

La trama resulta artificiosa, digo, porque desde el principio cierra la posibilidad a cualquier otra forma de resolución que no sea el acuerdo alcanzado entre las dos mujeres y al que los hombres parecen asistir como convidados de piedra. De modo que sólo la decisión que ellas toman, aun resultando ilegal en su país —Francia—, parece la única salida para los dos matrimonios. Las posibles dudas que al espectador le van surgiendo en relación con los conflictos planteados para resultar creíble —los anteriores partos de la madre gitana y que el pediatra "decide" no detectar: por necesidades del guion se presenta como primeriza; la imposibilidad de adoptar por parte de la pareja de abogados al ser descartada por la psicóloga; el conocimiento de la ley y, a pesar de ello, su incumplimiento por parte  de los abogados— resulten como agua que el director achica de forma permanente para que el barco de la película se mantenga a flote. Acabe por abocar a un intento desesperado porque todos se entiendan. Consecuentemente, el dinero termina por afluir y viene a ser el bálsamo que cura todas las heridas y permite a los unos sobrevivir y a los otros cumplir sus deseos. Queda así planteado el debate ético. ¿Puede este comprar la paternidad? ¿Existe o puede existir el derecho a ser padre en el cuerpo de otra persona? ¿Se trata de altruismo o es transacción económica? ¿Puede descartarse el feto si este presenta síndrome de Down o es múltiple? ¿Puede una misma mujer concebir dos o más embriones para otros tantos clientes? ¿Se cosifica el cuerpo de la mujer?

Con todo, uno de los mayores conflictos, a mi entender, es el que se da en la pareja de abogados cuando la mujer decide ir adelante y fingir su embarazo —pone un almohadón sobre la tripa— plantándose ante amigos comunes y compañeros de bufete. De ese modo arrincona al hombre, antes reticente a llegar a acuerdo alguno con la familia gitana —representaría veinte años de prisión—, y lo sitúa ante una encrucijada: la mujer a la que, a pesar de todo, ama, o la cárcel. La pregunta que le plantea a ella es determinante: «el problema no es el hijo, el problema eres tú», viene a decir frente a una mujer dispuesta a todo por conseguir el bebé que desea. Tal circunstancia viene a dar la razón a la psicóloga que la incapacitaba como potencial madre adoptiva.

Las interpretaciones de Sara Giraudeau como abogada y potencial madre, o Benjamín Lavernhe como pareja de esta, son encomiables. Lo mismo que la dirección de Léopold Legrand: aun constriñendo la trama al punto de llevarnos donde él quiere, logra que el espectador se haga preguntas capitales que forman parte del debate social de nuestro tiempo: ¿puede la tecnología ir por delante de la ética?


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