Entre les vagues

No es sencillo captar la emoción del espectador en tiempos de sobreexposición mediática. Cine, televisión, series —desde infinidad plataformas o redes sociales— compiten por opacar a una realidad convulsa e hiperconectada que nos lleva a estar presentes en cualquier hecho cotidiano o extraordinario que suceda en cualquier lugar del mundo. Todos al tiempo buscan nuestra atención. Rivalizan por una sensibilización, un juicio, una opinión, un posicionamiento o el traslado de una información previa, desde la cual ir allanando el terreno para llevar a cabo un cambio de mayor calado en un futuro más o menos próximo. Es inevitable que surja un sentimiento de precaución, animosidad o cierto prejuicio al contemplar una imagen o escena. Venga esta de la publicidad, un programa de entretenimiento o un informativo. 

Por eso resulta excitante dejarse llevar sin reservas por películas como Entre les vagues (Entre las olas). Ir entrando poco a poco en el juego que propone, hasta situarnos en la piel de sus personajes. Tratar de sentir lo que ellas sienten (se trata de dos actrices). Un cambio profundo e irreversible que va de la vivencia apasionada de una relación entre dos jóvenes mujeres, a la irrupción de la muerte y el vacío que esta deja. Sin recurrir en momento alguno a trucos de baratillo para trasladar al espectador honestidad, desamparo o amistad profunda llevada al límite. 

Dos jóvenes actrices aspirantes a un mismo papel en una obra teatral —una como principal, la otra en calidad de suplente— disfrutan de su amistad e ilusiones mientras se forman en una escuela de interpretación parisina. El amor, la amistad, el deseo o la ambición profesional conviven con la puesta en escena de su primera obra importante. Todos los integrantes de la escuela dan muestra de la misma precariedad y amor por lo que hacen desde distintos ámbitos de la realidad o la interpretación; ya sea en papeles clásicos, contemporáneos o desde la misma cotidianidad que todos viven. Como las de cualquier actor, sus vidas mezclan realidad y ficción en el mismo escenario vital.

El papel al que aspiran ambas exige una suerte de inmersión en el personaje que las lleva al límite de sus emociones. Al igual que dos integrantes del Actor's Studio, deben buscar en su intimidad la caracterización frente a una directora tan exigente como buena profesional. El drama surge cuando una de ellas —la suplente—, descubre de manera accidental que su compañera y amiga padece un cáncer del que está tratándose. Entonces, la realidad irrumpe brutal en la vida de las dos —también en la obra, cuyo plazo para su puesta en escena avanza sin remedio—: la una ha de sustituir a la otra. La elegida en un principio ve cómo sus opciones se esfuman. Pasa de la esperanza inicial, al autoengaño; de la ira hacia la amiga, al consuelo de que sea ella y no otra quien finalmente interprete al personaje. El mismo que llevará hasta su cama de hospital en un ensayo doloroso y terapéutico al tiempo. La segunda sufre primero el impacto de darse de bruces con una realidad que la supera para pasar más tarde a la comprensión, la aceptación y el intento por superarla. Inevitablemente, tiene que llevar a cabo su trabajo en un proceso que la desgarra y le devuelve alguna esperanza: la que la enferma precisa para seguir adelante, aunque sea a través de amiga y obra. Ahí, en este contexto terrible, es donde la intérprete encuentra la autenticidad que el papel necesita y la directora demanda.

La actriz consigue el éxito en la representación. La obra sale adelante. La paciente muere la misma noche en que su amiga triunfa. Es la vida. No hay paliativos para esta. Desde el otro lado, sobre los puentes de un París poco reconocible, habla la amiga: «está muy cerca, lo ha vivido todo, ha sido suficiente y es lo único importante».

 

   





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