Colliure

No sabría decir con precisión lo que sentí al dejar flores junto a la tumba de Antonio Machado. Acaso la sensación del deber cumplido. Una deuda que era preciso saldar en cuanto tuviese ocasión. Un compromiso de gratitud con quien me había enseñado a soñar (a ser) desde la primera lectura de Las moscas en una escuela… “nacional” (San Martín de Laspra, Asturias, 1972). Un deber para con el hombre que no ha dejado de ayudarme a entender, a la vuelta de cada poema releído, descubierto o escuchado —ay, Serrat— el país donde vivo, la gente que lo habita. Pero también el amor, la ironía, el desencanto, el hastío; la inteligencia, la cobardía o la esperanza; el paisaje desnudo o el rumor del agua al correr de una acequia... A mí mismo, sobre todo.

Hube (hubimos, mi mujer me acompañaba a regañadientes) de desviarme más de cien kilómetros del destino prefijado. Discutir sobre la conveniencia o no de acudir a un lugar costero, atestado, turístico y festivo. En estos días, repleto de gente que busca un pasatiempo nada popular cuando el poeta, para su infortunio, hizo su visita postrera: sol, playa, vacaciones. Entonces, junto a su familia y a miles de otras personas humildes, exhaustas, humilladas, alcanzaba esta población huyendo de la guerra, la miseria, el hambre, la enfermedad. Hoy, conduzco maravillado hacia el cementerio donde se encuentra su tumba —observo el hermoso paisaje que él contempló, seguramente bajo otra mirada: con «el corazón helado»—. Los últimos Pirineos se tapizan de frondosos pinares que, a la luz dorada de la tarde, me evocan el pubis denso y cálido de una muchacha. De súbito, como queriendo refrescarse tras el millar de altas, sofocadas cumbres, se hunden en un mar crespo de “borregos” blancos. El mar Mediterráneo acoge, maternal, el último cabo dispuesto a zambullirse en su profundo azul. La graciosa silueta de un pequeño faro lo corona distante. Luego, el paisaje se ordena en la pendiente sinuosa que conduce al pueblo: viñedos, olivos, bancales, huertos con frutales se divisan aquí y allá, salpicados de villas blancas junto a las que crecen elegantes los cipreses. Recorridos algunos kilómetros se rompe la mágica ensoñación. La atildada voz femenina del navegador ordena: “a cincuenta metros, en la rotonda, tome la tercera salida en dirección Colliure”. “¡Cómo ha cambiado todo!”, lamento. Aunque, tal vez no tanto. “No demasiado lejos —reflexiono— sobre el mismo suelo europeo donde ahora nos ocupamos en la ‘obligación’ vacacional, se libra otra guerra”. Nuevos miserables, otros refugiados, más gente que sufre, otros poetas que huyen. Y es quizá ahí, en ese arrebato de justicia poética, donde encuentro la fuerza moral para desviarme del camino; descender la carretera hacia un municipio saturado de coches; incumplir varias normas de circulación y acercarme (ella espera, paciente, en un barranco seco donde está terminantemente prohibido aparcar) con un ramo de girasoles en un jarrón de cristal: sólo por mitigar la mala conciencia de sentirme privilegiado. Ahora, reñir sobre una cuestión trivial —la conveniencia o no de llegar unas horas más tarde a destino—, resulta baladí, un trastorno leve por cumplir un mandato del corazón.

Una vez atravieso la verja del cementerio me reconforta comprobar que no soy el único que ha llevado a cabo (disculpe, don Antonio) tal “machada”: dos familias jóvenes con sus hijos, se han acercado también. Los padres se arrodillan para dejar sus bocas a la altura de las pequeñas cabezas infantiles. Susurran palabras en su oído. Paciente, espero a que se retiren para hacer mi ofrenda mientras contemplo la losa que se alza sobre su lápida. Sobre esta, una placa del Gobierno de España reconoce a «uno de sus hombres más dignos y preclaros». Está fechada en… ¡2019! Ochenta años después de su muerte lejos de su tierra. De la verja que la separa del resto de tumbas penden varias banderas. Muchas son republicanas, otras no: Andalucía, Castilla y León… todas reivindican al poeta para su causa. ¿Habremos aprendido algo, los españoles? Antes de que se alejen, solicito a los jóvenes una fotografía testimonial. Aún no sé para qué la quiero. “Por tener la certeza de haber cumplido un rito laico a mi alcance”, diré más tarde. Me hubiera gustado, además, caminar por su playa, citar sus últimos versos paseando descalzo sobre la arena: «Estos días azules y este sol de la infancia…». Una excusa para regresar, quién sabe, en mejor ocasión.

En cuanto a mí, debo a su poesía la admiración gozosa del humilde paisaje soriano. La luz de oro de sus atardeceres lentos. La serena ribera rumorosa del barranco hondo. El arroyo escaso, ese que canta entre peñas desprendidas al paso del tiempo. Álamos y olmos delatan un paisaje húmedo; también, algún cañaveral disperso entre cuyas ramas asoma el hocico un astado, cuando acude a saciar la sed de mediodía. Con la tarde, una vez el astro se aleja hacia un horizonte azul de montes distantes, el lomo de colinas y barbechos se enfatiza en cada pradera, en cada vaguada. Entonces, se mece con la brisa incipiente el pletórico sembrado de trigo, centeno, cebada: el campo evoca un mar en calma que no surca, ay, ningún barco con su vela blanca. Todo discurre contra un cielo añil que muda, a cada instante, acuarela cárdena: deja el ocaso ensangrentado y da paso a los primeros luceros brillantes.  

Luego de más de veinte años viniendo a Soria, de recorrer sus caminos y altos yermos, de sentir en la cabeza el calor abrasador del sol cuando se cuela bajo el sombrero roto —no, no es el mío ese que usted luce con suprema elegancia en el retrato del café de las Salesas, aquel desde el que nos mira con irónica indulgencia—; de asimilar los desnudos despoblados de esta tierra dura, ventosa y árida. De henchir el pecho con el modesto, fragante aroma del romero, o el espliego sutil al que ahora dicen lavanda por epatar; del tomillo que piso con mis botas y perfuma la senda cuando hago «camino al andar». Aquí —en el último límite de Castilla con La Mancha, al sur del sinuoso Duero—, aquí, digo, la soledad se mastica en cada barranco. Su lápiz lo dejo escrito con precisión, «no fue por estas tierras el bíblico jardín, son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde vaga errante la sombra de Caín». Se comprende al recorrer el cauce de sus ríos secos. Bajo el rumor melancólico de las choperas. Entre los muros derruidos de las taínas. A la umbría silente de sus carrascas recias, única especie que crece en los escasos montes donde tiene su morada el jabalí, el corzo omnipresente.  

Y ovejas, y pastores. Cerradas y toscos paravientos de piedra que destilan ancestral sabiduría. Balidos tiernos y broncos ladridos de mastín. Y hombres que atraviesan con la mirada el frío viento feroz, el sol inclemente reverberando en la insoportable soledad que soportan.

Por fortuna, en mi experiencia, no he encontrado «al hombre de estos campos que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra», sino, más bien, al «hombre al uso que sabe su doctrina», ese que es «en el buen sentido de la palabra, bueno»... Aunque triste y resignado a los deseos de una España que lo ignora y escarnece. Pues, a los hijos y nietos de aquellos que usted conoció, la cultura los ha alcanzado por fin. No así a muchos de quienes la administran y gestionan; o, cuando menos, no parece que sea ese su interés principal.

Magra ofrenda resultó ese ramo recién cortado para tanta poesía como dejó. Vaya en mi descargo el haber sido llevado desde los pagos sorianos que cantó con tanto amor. Tampoco fue generoso el corto poema bisbiseado al pie de la tumba —Desde Sevilla a Sanlúcar—: trataba de ser marinero, navegar en su compañía. Apenas eso ofrecí, poeta amado, junto a su desnuda lápida, una tarde calurosa de verano: flores y versos balbuceados.

Que la tierra francesa, que tanto amó, le sea más leve que la ingrata España que dejó atrás.

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