Colliure
Hube (hubimos, mi mujer me acompañaba a regañadientes) de desviarme
más de cien kilómetros del destino prefijado. Discutir sobre la conveniencia o
no de acudir a un lugar costero, atestado, turístico y festivo. En estos días,
repleto de gente que busca un pasatiempo nada popular cuando el poeta, para su
infortunio, hizo su visita postrera: sol, playa, vacaciones. Entonces,
junto a su familia y a miles de otras personas humildes, exhaustas, humilladas, alcanzaba
esta población huyendo de la guerra, la miseria, el hambre, la enfermedad. Hoy,
conduzco maravillado hacia el cementerio donde se encuentra su tumba —observo
el hermoso paisaje que él contempló, seguramente bajo otra mirada: con «el
corazón helado»—. Los últimos Pirineos se tapizan de frondosos pinares que, a la
luz dorada de la tarde, me evocan el pubis denso y cálido de una muchacha. De súbito,
como queriendo refrescarse tras el millar de altas, sofocadas cumbres, se hunden
en un mar crespo de “borregos” blancos. El mar Mediterráneo acoge, maternal, el último
cabo dispuesto a zambullirse en su profundo azul. La graciosa silueta de un pequeño
faro lo corona distante. Luego, el paisaje se ordena en la pendiente sinuosa
que conduce al pueblo: viñedos, olivos, bancales, huertos con frutales se divisan
aquí y allá, salpicados de villas blancas junto a las que crecen elegantes los cipreses.
Recorridos algunos kilómetros se rompe la mágica ensoñación. La atildada voz
femenina del navegador ordena: “a cincuenta metros, en la rotonda, tome la
tercera salida en dirección Colliure”. “¡Cómo ha cambiado todo!”, lamento. Aunque,
tal vez no tanto. “No demasiado lejos —reflexiono— sobre el mismo suelo europeo
donde ahora nos ocupamos en la ‘obligación’ vacacional, se libra otra guerra”.
Nuevos miserables, otros refugiados, más gente que sufre, otros poetas que
huyen. Y es quizá ahí, en ese arrebato de justicia poética, donde encuentro la fuerza moral
para desviarme del camino; descender la carretera hacia un municipio saturado
de coches; incumplir varias normas de circulación y acercarme (ella espera, paciente, en un barranco seco donde está terminantemente prohibido aparcar) con
un ramo de girasoles en un jarrón de cristal: sólo por mitigar la mala conciencia de
sentirme privilegiado. Ahora, reñir sobre una cuestión trivial —la conveniencia o no
de llegar unas horas más tarde a destino—, resulta baladí, un trastorno leve
por cumplir un mandato del corazón.
Una vez atravieso la verja del cementerio me reconforta comprobar que no soy el único que ha llevado a cabo (disculpe, don Antonio) tal “machada”: dos familias jóvenes con sus hijos, se han acercado también. Los padres se arrodillan para dejar sus bocas a la altura de las pequeñas cabezas infantiles. Susurran palabras en su oído. Paciente, espero a que se retiren para hacer mi ofrenda mientras contemplo la losa que se alza sobre su lápida. Sobre esta, una placa del Gobierno de España reconoce a «uno de sus hombres más dignos y preclaros». Está fechada en… ¡2019! Ochenta años después de su muerte lejos de su tierra. De la verja que la separa del resto de tumbas penden varias banderas. Muchas son republicanas, otras no: Andalucía, Castilla y León… todas reivindican al poeta para su causa. ¿Habremos aprendido algo, los españoles? Antes de que se alejen, solicito a los jóvenes una fotografía testimonial. Aún no sé para qué la quiero. “Por tener la certeza de haber cumplido un rito laico a mi alcance”, diré más tarde. Me hubiera gustado, además, caminar por su playa, citar sus últimos versos paseando descalzo sobre la arena: «Estos días azules y este sol de la infancia…». Una excusa para regresar, quién sabe, en mejor ocasión.
Y ovejas, y pastores. Cerradas y toscos paravientos de piedra que destilan ancestral sabiduría. Balidos tiernos y broncos ladridos de mastín. Y hombres que atraviesan con la mirada el frío viento feroz, el sol inclemente reverberando en la insoportable soledad que soportan.
Por fortuna, en mi experiencia, no he encontrado «al hombre de estos campos que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra», sino, más bien, al «hombre al uso que sabe su doctrina», ese que es «en el buen sentido de la palabra,
bueno»... Aunque triste y resignado a los deseos de una España que lo ignora y
escarnece. Pues, a los hijos y nietos de aquellos que usted conoció, la cultura los ha alcanzado por fin. No así a muchos de quienes la administran y gestionan; o, cuando menos, no parece que sea ese su interés principal.
Magra ofrenda resultó ese ramo recién
cortado para tanta poesía como dejó. Vaya en mi descargo el haber sido llevado
desde los pagos sorianos que cantó con tanto amor. Tampoco fue generoso el corto
poema bisbiseado al pie de la tumba —Desde
Sevilla a Sanlúcar—: trataba de ser marinero, navegar en su compañía. Apenas
eso ofrecí, poeta amado, junto a su desnuda lápida, una tarde calurosa de verano: flores
y versos balbuceados.
Que la tierra francesa, que tanto
amó, le sea más leve que la ingrata España que dejó atrás.
¡¡que bonito, amigo!!
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