Otto

 

Hay un momento en la vida en que uno acude a ver las películas protagonizadas por Tom Hanks como a una cita a ciegas: sabe de antemano que, de una forma u otra, resultará fructífera. No es necesario hacer repaso de su carrera para tener la certeza de que, como mínimo, nos entretendrá. ¡Y eso no es poco, demonios! Es motivo de alegría la ocasión en que un estreno se anuncia y asistimos expectantes al nuevo personaje que se sacará de la chistera, con esa cercanía de vecino que resulta tan natural. Salvo que al vecino Tom parecen ocurrirle cosas tan extraordinarias que el resto de los mortales empatizamos enseguida.

Y vecino como nunca se muestra en el film Un vecino gruñón, título trasladado al castellano desde A man called Otto (no se acierta a comprender que problema podía haber con Un hombre llamado Otto; o, el tal vez más sonoro, Otto). Estrategias comerciales aparte, la interpretación de Hanks es lo único que se salva en esta historia ñoña y previsible desde su arranque. El actor tira de oficio para dar vida a un personaje que no ofrece una sola risa en toda su interpretación. Cosa extraña en el intérprete, ya que su gesto y registros tienden a menudo a ella o, al menos, a ese esbozo irónico e inteligente, a menudo escéptico, asociado a toda su carrera. Creo recordar que incluso en una de sus historias más amargas, Camino a la perdición —memorable drama de Sam Mendes, donde alterna protagonismo con el gran Paul Newman— esboza, al menos, una media sonrisa cínica.

El personaje de Otto se muestra como un hombre amargado que —enseguida se adivina— no lo fue en otro tiempo. A medida que avanza la proyección y vamos conociendo más de él —sucesivos flashbacks en los que se nos muestra a un joven adolescente e imberbe, cargado de buenas intenciones y gran corazón— vamos comprendiendo que no siempre ha sido así. El propio hijo de Tom Hanks, Truman Hanks, da vida al juvenil Otto: un mocetón alto y lampiño, de cara llena y saludable, del que “el viejo Tom” no se puede sentir más orgulloso. A medida que se suceden las imágenes, uno piensa si no habrá sido condición innegociable para aceptar el encargo que Hanks hijo haga del joven Otto, pues tal parece el sentido de esta prescindible historia: “colocar” al muchacho, que se vaya haciendo un nombre en el mundillo cinematográfico.

Salva los muebles la interpretación chispeante de María Treviño, Marisol en la ficción. Interpreta a una joven chicana embarazada que se muda a vivir con un marido inútil y dos hijas pequeñas a la misma urbanización donde Otto reside. Marisol (Treviño) aporta el contrapunto de simpatía y vitalidad de los que él carece, logrando redimirlo para que consiga valorar aquellos aspectos de la vida que aún le resta por disfrutar. Empleando un batiburrillo lingüístico donde se mezclan el castellano (inglés, en realidad) y la jerga mexicana, se nos introduce en la creciente hispanización de la cultura de ese país donde los latinos no son ya una pujante minoría, sino una realidad imparable con la que los norteamericanos deben contar. Sin olvidar a la comunidad negra, presente también en el relato, en el aspecto de vieja amistad recobrada y —también— redentora del personaje principal.  O más sorprendente e ilustrativo de los tiempos que vivimos, la presencia de un personaje transexual —¿Camilo?—. Todas las comunidades han de ser incorporadas a la narrativa a fin de no herir susceptibilidades en esta pacata época.

Por momentos, el personaje recuerda al memorable Walt Kowalski (Clint Eastwood) de Gran Torino (de hecho no se esconde el guiño por la querencia hacia los coches de origen americano que se veía en aquella), ese gran gruñón donde un alma noble se oculta bajo un carácter de acero. El corazón del muchacho es, en este caso, demasiado grande. Esa hipertrofia de la víscera será la que acabe con la vida del Otto adulto, pero antes logrará reconducir su vida, como hubiera deseado su esposa fallecida, el origen de la amargura que Otto alberga dentro de sí y le impide continuar. Le lleva una vez y otra a intentar suicidarse y es Marisol quien —siempre de modo involuntario— lo impide.

La película no está mal para domingo de cine y palomitas o sábado de tarde y mantita. Expresado de otro modo, esto solo se le consiente “al viejo Tom”. Hasta ese punto es grande. 

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