Semana náutica 2021: no Pedra Pas

 


El fondo de saco de la mal llamada ría de Aldán es un buen lugar para fondear, siempre  que la componente dominante no sea norte o se trate de un fin de semana de verano. En el primer caso el viento se encañonará desde la boca de la ensenada haciendo la estancia muy molesta; en el segundo, serán frecuentes los cruces de cadena frente a las playas de Castiñeiras, Xan Xián o Pintens debido al gran número de embarcaciones ancladas frente a ellas. Aunque la afluencia de gente al lugar se comprende si consideramos la belleza de esta costa, la amplia oferta  de servicios a golpe de remo, la abundancia de blancos arenales o la placidez del entorno –deben ignorarse las músicas estridentes de los chiringuitos durante la madrugada-, invitan a quedarse. Así lo entienden también muchos patrones de origen extranjero al recalar en sus aguas. Claro que, ¿dónde pueden tomarse unos mejillones a la vinagreta, unas deliciosas croquetas caseras o unos “chinchitos” (pequeños jureles enharinados y fritos), a un precio más que razonable, mientras se oculta bajo el mar el último sol de la península?

La noche mece a La Hispaniola bajo un cielo sin luna. Brillan lejanos tres planeta,  identificables a simple vista. Gabriel y yo, tumbados en cubierta con un café entre las manos, jugamos a contrastar los nombres que las distintas culturas han dado a las constelaciones: maoríes, navajos, lakotas, mayas, chinos, babilonios… todos han contemplado el firmamento con idéntico asombro y fascinación, aunque han agrupado las estrellas de modo diferente, les han llamado de distinta manera. Un mero pasatiempo después de todo, pero un juego que ha contribuido a orientarnos por océanos y desiertos durante siglos. Hoy son los satélites, en cambio, los que viajan por el cielo nocturno sin cesar con fines más prosaicos (o siniestros: ¡la guerra madre, la guerra!) Son otros tiempos.

El día amanece esplendido –más tarde se cubrirá- cuando avanzamos entre las bateas rumbo a Ribeira. El pronóstico indica ausencia de viento, pero termina por entablarse un nordeste flojo que nos permite progresar sin prisa hacia destino, disfrutar del mar sin otras embarcaciones en el entorno. El archipiélago de Sálvora se ofrece a babor entre  la bruma, muestra perfiles infinitos a medida que el barco navega: su belleza siempre apabulla, enmudece. Permanecemos absortos escuchando el monótono rumor del casco al cortar las olas. El silencio se impone.

Atracamos. Ribeira se ve tan fea –su urbanismo es caótico- como vital y multicultural. Paseando por calles y plazas nos cruzamos a menudo con mujeres de origen magrebí; cubiertas con hiyab y ataviadas con largos vestidos, frecuentan los parques infantiles de la villa. Se han establecido allí donde sus maridos se emplean en los pesqueros de altura. Los jóvenes locales rehuyen la profesión de sus padres, patean el pueblo en pequeños grupos apresurados; llevan un cigarrillo en la oreja, lucen tímidos tatuajes, agresivos cortes de pelo, desusadas ropas que les confieren aspecto de malotes: es como retroceder quince años atrás, respecto de las grandes ciudades. Sorprende la cantidad de hombres de mar en terrazas y paseos. De aspecto hosco, recio, piel morena y manos curtidas, se quiebran en ternuras ante sus hijos, a los que besan, abrazan, miman y consienten durante los breves períodos que  pasan en tierra. Nos detenemos ante el mercado, un disparate de arquitectura moderna en una localidad que no se distingue por respetar canon alguno. Tal vez resida ahí su encanto, ese que yo no sé apreciar. El espanto se sucede en alturas, materiales; en su avenida principal, tachonada de palmeras en la mediana –como si Ribeira fuese Doha-, insuficientes pasos de peatones, ausencia de aceras… Un caos donde el afamado arquitecto británico David Chipperfield, asentado en Corrubedo (municipio de Ribeira) desde hace más de veinte años, tiene  trabajo desde la Fundación Ría, que apadrina y preside. De otra parte uno no deja de maravillarse ante la belleza del entorno, la naturaleza esplendorosa que las rías ofrecen. En ocasiones se hace necesario viajar fuera para contrastar la hermosura de este paisaje, la calidez de la gente, su riqueza gastronómica. Si uno disfruta navegando, comiendo y relacionándose, no hay lugar mejor en parte alguna. Creo percibir cierta espontaneidad, inocencia o familiaridad pueblerina (en el mejor de los sentidos) en sus habitantes: un grupo de niños y niñas juegan entre barcos y pantalanes –no hay puertas cerradas o acceso restringido-, preguntan con insolencia infantil, “¿a dónde vas?”; me advierten de la presencia de un delfín que comparte espacio de juego con ellos, al tiempo que persiguen cangrejos entre las rocas con algarabía. Hacen que desee haber crecido en un lugar como este, libre y salvaje en medio de una naturaleza privilegiada.

Durante toda la jornada el viento no se presenta. Una larga “motorada” nos acerca a Portosín, en la vecina ría de Muros y Noia; allí compartiremos terraza, cervezas y cena con la joven tripulación de una goleta polaca. Algunos marineros –todos hombres- tontean con una moza local (o estacional, lo ignoro) que habla un inglés más que correcto; se muestra halagada. Espera, junto a un amigo de aspecto y maneras marcadamente homosexuales, a que les sirvan unos bocadillos para llevar. Me sorprende lo que no debería sorprenderme: la fluida convivencia y respeto jocoso que se muestran entre todos, dejando a un lado la condición sexual de cada cual, la procedencia o la lengua. Tristemente no es lo habitual: la falta de respeto campa a sus anchas por pueblos y ciudades. Por eso hoy pienso que, a menudo, la felicidad se nos brinda desnuda, sin que acertemos a percibirla. Tal vez deberíamos imponernos su disfrute cuando sí la reconocemos.

Los polacos se retiran a su barco y la joven pareja a su casa (o a los bancos sobre el arenal o el parque), cualquiera sabe. Cody y yo –Gabriel se ha marchado a su casa, continúo en solitario la travesía- paseamos hasta el puerto llenando nariz y pulmones de aire salado, aroma a pino y eucalipto. Durante la madrugada, una planeadora pasa veloz rumbo a Muros, bramidos y  pantocazos despiertan a las estridentes gaviotas, que acaban por despertarme a mí también. Desde el interior del saco de dormir, a través del portillo de acceso a la cabina, veo la luna mansa elevarse distante sobre los montes salpicados de molinos de viento. Destellan inquietantes ráfagas rojas bajo su luz de plata.


La ría amanece cubierta de niebla desde su mitad hacia mar abierto, imposible ver más allá de esa cortina densa y lechosa. Me limito a navegar por sus aguas interiores golpeando una y otra vez esa blanca pared con terco afán por romperla. En alguna ocasión, me descuido y encuentro rodeado por un velo húmedo y salobre, el cielo raso asoma entre sus filamentos por encima del palo. Silencio absoluto alrededor. El barco avanza con brío rumbo a… ninguna parte, como si Caronte lo gobernase a través de la Laguna Estigia. Se me ocurre que, si la entrada al Hades tuviese este aspecto no estaría tan mal fallecer, después de todo. Bajo al camarote y abro una cerveza para tratar de alejar pensamientos sombríos. Cuando regreso a cubierta un haz de luz intensa ha disipado la niebla, la costa aparece tras una fina tela gaseosa, tengo la extraña sensación de haber despertado de un sueño largo y profundo. Uno, dos, tres,… suave y seguido…, viramos…, me escucho decirme a mí mismo.

Ante la imposibilidad de ir hacia afuera, decido hacer ejercicio y recorrer el estrecho y somero canal que conduce a Noia. Son innumerables los bordos que debo ejecutar para no abandonarlo y varar el barco en la arena. Disfruto con este osado e inútil juego que despierta mis sentidos y me obliga a permanecer alerta. Más tarde, revisando la trazada en el plotter, compruebo que ha habido cincuenta metros por los que no debería haber navegado.

Durante la ruta de regreso escucho melodías italianas –Gino Paoli, Franco Battiato, Paolo Conte, Lucio Dalla-, canto a voz en cuello las estrofas que recuerdo. ¿Será esto la felicidad? Es ya noche cerrada cuando el perro me saca de paseo. Caminamos sobre una senda entre los pinos, al borde del mar; las olas rompen sin fuerza en la orilla, grillos y cigarras saturan el aire con sus cantos, las campanitas de un móvil que pende en el porche de una casa, tintinean agitadas por una brisa con aroma a gardenia… Lo mismo Cerbero nos ha franqueado el paso y estamos en otra vida.

La última jornada del mes nos regala un cielo raso y una brisa ligera que ayuda a salir con alegría de estas aguas. Pronto será una ilusión. Así nos encontremos frente a las playas de Ancoradoiro y Area Maior el viento caerá, imponiéndose de nuevo el motor. Todo es perfecto (excepto el ruido que dejamos a popa): los pueblos de Louro, Louriño y Lira destellando entre los montes, el intenso olor a mar en rompientes y bajos, la arena dorada de los playazos, desiertos en su mayoría; la costa, salpicada de cabos, faros y antiguas factorías conserveras reconvertidas en establecimientos hoteleros. Con mucho tiento, motor y GPS, Cody, La Hispaniola y yo, arribamos al puerto pesquero de Lira. Una pequeña ensenada al abrigo de un alto espigón que la protege de los temporales del sur y el oeste. No así del nordés, “zurra de carallo cando ven de alí”, asegura un pescador local al consultarle, una vez “atracado” en el bar del puerto. Él está negro como un chamizo, busca palabras en castellano que oculten su timidez bajo su curiosidad: “¿qué diablos hará este tío con un velero fondeado en el muelle, si nadie viene a vela por aquí?”, parece preguntarse.

-          ¡Mira, e unha gaviota! – le espeta un joven hombretón con gafas de pasta, al marinero con quién hablo. Se ha apeado de un coche tuneado, ruidoso, para comprar un refresco en el bar. Hay confianza, se vacilan mutuamente.

-          ¿E ti, cómo fiseches iso? – se refiere a una línea que atraviesa su cuero cabelludo de adelante atrás desde un costado, para bifurcarse después en otras más pequeñas: semeja la pata de una gaviota. Viene de cortarse el pelo.

-          Non sei, o peluqueiro e mais eu estábamos a falar una falación, e cando me quise dar conta…

El otro agita la cabeza incrédulo. “Anda, vai tomar po lo cú”, le dice al “pelao” cuando se sube de nuevo al coche. Apoyado en el techo del auto este le dedica una serie de gestos obscenos con la lengua; antes de sentarse, una “peineta” bien tensa, al tiempo que lo mira con ojos desorbitados tras los cristales de culo de botella. Aquí hay mucha confianza.

Suena un trueno lejano.

-          Na miña vida pasei tanto medo como una tarde de treboada faenando a vista de terra. Iba con ese – señala al coche que se aleja petardeando cuesta arriba, hacia la general que viene de Muros a Carnota -. Estábamos nos Miñarzos, ahí o lado – señala algún lugar próximo tras el espigón e intenta continuar en castellano ante mi cara de interés-. Caían relámpagos al mar, sonaban truenos cada minuto y el mar bramaba o redor do barco – mezcla idiomas, emocionado-. Ese e mais eu nos abrazamos como si fuéramos a morir. ¡Pensei que non a contábamos!- remata, atizándole un buen trago al “güiscola” con la mirada perdida en el mar.

En la terraza del bar Louro, carretera Lira-Carnota-Caldebarcos, doy cuenta de una tortilla francesa con tomate de huerta, aunque parezca estar en la cubierta de un pesquero del Gran Sol: los hombres se gritan a un metro de distancia, como si todavía estuviesen a bordo. Creo que “la máquina”, la costumbre, o ambas, los ha dejado a todos sordos..

De vuelta al puerto recalo en el bar Pedra Pas, me atrae su luz como la llama de una vela a una polilla. Su aspecto es lo más evocador que he encontrado nunca de Aquella cantina de la Ribera, el célebre tango cantado por Gardel  y compuesto por José González Castillo. Acaba de actuar Justo Lera – hermano del gran Chete -, y Antonio -propietario, barman, showman de prodigiosa memoria, “dillei” de gusto exquisito, jardinero experto y muchas otras cosas más-, oficia tras la barra; sirve copas o prepara montaditos al microondas, alternando delicadas melodías de Caetano Veloso con Pornocorridos -género procaz que me descubre-, o exaltados temas de  Texas Tornados, De esta me levanto. Justo agarra la guitarra y nos regala una melancólica canción dedicada a Madrid. Una rapera local que toma algo con amigos en la barra, se arranca de pronto con un tema donde da cuenta del sentido de crecer mujer y en Fisterra, Caghando duro. A todos nos queda claro. Lera, afincado hace años en Madrid, cuenta divertidas anécdotas de su trabajo como repartidor de gas en la Costa da Morte, profesión que realizó durante cinco años. La peripecia de salir de Aroa o Camelle perseguido por las mujeres cuando el butano se terminaba. “Alguna vez pensé que me linchaban. Miraba por el retrovisor y veía a un grupo de tías vestidas de negro de la cabeza a los pies, agitando los puños al cielo y gritando, y el camión que no podía con  la cuesta. ¡Qué culpa tiña eu de que se acabase o ghas! Fai trinta anos aquí a xente estaba asalvaxada”, remata en un gallego teñido de cheli. La rapera esboza una sonrisa cómplice.


Justo e Xan Solo, músico también, vienen de un bolo. Un empresario de la zona ha adaptado un faro cercano como espacio hotelero, ha venido el presidente de la Xunta a la inauguración. “Compusimos un tema dedicado a Rosalía (de Castro, no la regetonera), les gustó y nos contrataron. ¡Cuatrocientos pavos a bordo!”, apunta Justo. “Les gustó más la tortilla, el jamón y el Albariño de las mesas. Nada más terminar se echaron a ellas. ¡Ni siquiera aplaudieron!”.

-          Din que aghora leva mechas californianas –indica la rapera.

-          ¿Eso qué es? – Pregunta Justo.

-          Un tinte do pelo que te fai parecer maior –responde ella.

-          Xa dicia eu – media Xan.

Arranco al barco antes del cuarto gintonic a la voz de “marcho, que teño que marchar”. Aún debo llegar al espigón con Cody, enfundarnos los chalecos salvavidas, remar trescientos metros, subir al barco y revisar el fondeo evitando caer al agua. Antes de partir intercambio mi teléfono con Antonio. Acordamos que le llamaré cuando esté a bordo. Mientras remo, creo distinguir al marinero de la gaviota enfundado en su traje de aguas amarillo. El motor arrancado y el farol de cubierta encendido. Levanta una mano a modo de saludo y con  la otra continúa cebando nasas. Siento vergüenza al regresar al barco borracho cuando él se prepara temprano  para salir a faenar. Los remos arrastran ráfagas de luz fosforescente al entrar en el agua. Allí donde no llegan, esta permanece quieta y oscura, refleja la luz de miles de estrellas sobre nuestras cabezas. Las luces blanca, roja y verde de la lancha difuminan la superficie a su alrededor, transformando la escena en una visión sicodélica a la que contribuye el alcohol.

Navego con viento flojito rumbo a Fisterra –habrá de caer más tarde- cuando, estando bajo el cabo, recibo la llamada de Antonio:

-          Hola, Miguel, preparé unas berzas con chouriso e caldiño para la resaca, pásate a comer. Están también Justo e Xan.

-          ¿Pero no tenían bolo en Pontedeume? – me escucho responder a la gallega.

-          Teñen. Pero acordaron tarde e quedan a comer. Marchan despois, veña, vente.

Me siento un forajido tras haber levantado el fondeo y salir sin despedirme de la gente del Pedra Pas. Me justifico a mí mismo pensando que aún me quedan tres jornadas para llegar a Vigo y anuncian borrasca, debo comenzar a bajar. Me siento fatal: en ocasiones la sensatez es enemiga de la vida. ¡Qué bien me hubiera ido ese caldiño con su siesta incluida! Pero entonces…

Arribo al fondeo junto al faro de Corrubedo tras otra anodina jornada de navegación a motor. Lo más reseñable ha sido el temor de avanzar tan lejos de tierra mezclado con un secreto orgullo por llevarlo a cabo. En este fondeadero he estado otras veces, es seguro y con fondo arenoso; en cualquier caso largo dos anclas engalgadas, quiero dormir tranquilo.

Acudimos al bar El puerto, “donde los Chipperfield”. El arquitecto y su esposa han reformado el local tradicional – sin ostentación, manteniendo incluso la apuesta local por el azulejo en la fachada, símbolo del “feísmo” endémico gallego- convirtiéndolo en un exitoso restaurante de tapas y vino. Cenando entre los clientes, acuden a su mesa parejas “del todo Corrubedo” deseosas de presumir de su amistad. Algunas hasta solicitan selfie con ella. Al salir del baño en dirección a la calle, tras  pagar la cuenta, levanto la mano a modo de saludo hacia ellos, Mrs. Chipperfield inclina gentilmente su cabeza devolviendo el saludo. Uno también tiene su punto petardo.

En el bar Náutico de San Vicente la oferta para tomar algo de cena es “únicamente el área que dedicamos a Pepe Solla”, estrellado cocinero al que ni mi presupuesto ni mi necesidad alcanzan. Me decido por el –enorme- bar del camping. El propietario se maneja con la suavidad, sensatez, buenas maneras y disciplina de quien lleva un holter vigilando su corazón. Tamaño imperio no se logra sentado.

La realidad irrumpe con fuerza así asomo la nariz a tierra: España juega de nuevo, contra Suecia esta vez. ¡Qué tortura! Perdemos 2 a 1. Tras la cena, paseo la madera que recorre la península del Grove entre penedos, junto al mar. Alguien ha tenido la feliz idea de no iluminarlo, de manera que esa absurda moda de “mejor banco del mundo” cobra aquí todo su sentido: los faros de Ons, Cíes y Sálvora, cada uno con su período de luz y ocultación, rasgan el dulce terciopelo de la noche de principio de septiembre. Hasta allí  llega el mar sin romper en la costa, cantan  grillos y cigarras, supuran los lirios salvajes un  aroma acre y sutil (ese olor tan ebrio, escribe Francisco Brines en Asilah). Mas la oscuridad está proscrita. Los jóvenes avanzan por ella bajo el foco preciso de sus móviles y, cualquier pequeño incidente –Cody caminando en la oscuridad-, se convierte en sobresalto.

Ríos de plancton ocre. Una gran mancha de sopa vital, Naturaleza pura entre la tierra y el archipiélago. Me emociono al escuchar el concierto homenaje a Rafael Berrio en Donostia, su ciudad, por sus amigos; haría otros fuera. El lomo de las islas, la línea difusa de la costa, el olor limpio del aire, manchado en ocasiones por el rastro a gasoil de los cerqueiros. Otro hermoso y feliz día sin navegar a vela.

Entro en la ría de Vigo sobre un mar calmo, denso como plomo fundido, entre oleadas de calor intenso. Ni una brizna de viento con que estirar las velas: decididamente esta Semana se traslada a julio, a ver si ahí…

Corolario: a la poesía se va, y ya no se vuelve.

In memoriam Rafael Berrio, Francisco Brines.

 

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