Armada, Trigo, Leiro. Pazo Torrado, Cambados (Pontevedra)
Resulta reconfortante tener la oportunidad de atisbar,
aunque sea unos instantes, el interior íntimo y recogido de uno de los pazos
que abundan en Cambados, el de Torrado en este caso. Hoy espacio de
exposiciones y cultura, permite hacerse una idea siquiera vaga, de lo que pudo
ser habitar una de esas casonas acomodadas durante el siglo diecinueve o
primera mitad del veinte: estancias pequeñas y sombrías, comunicadas por
pasillos laberínticos, levantadas sobre vetustos suelos de madera crujiente,
encerradas entre gruesos muros de piedra que ocultaban al resto el privilegio
de contemplar, desde la privacidad, a sus vecinos. Sentadas en discretos poyetes
de piedra adosados a las ventanas, imagino ocultas tras cortinas de encaje
blanco a sus moradoras (tal vez por causa de alguna aberración educacional, o
quizá influido por las novelas decimonónicas y románticas, asocio estos a
espacios femeninos, vinculados a la labor, la lectura, la confidencia, el
cotilleo... A la guía que me acompaña durante la visita, le ocurre otro tanto).
Se accede desde la calle mediante un bello patín (escalera exterior en piedra
de cantería a través de la cual se entraba, antaño, a las viviendas
solariegas). Ya en el interior sorprende la imponente chimenea de la sala o lareira;
desde allí se desciende a un jardín umbroso, recogido, repleto de altos árboles
de origen ultramarino, tropical o local; flores, setos recortados con primor,
macizos de hortensias; hórreo y palomar, como corresponde a un promotor
adinerado del siglo XVIII, D. Joaquín Antonio Torrado, alcalde de la localidad.
Solo por conocer este pazo ya merece la pena la visita a Cambados.
Pero lo que me ha traído hasta aquí es la singular
exposición conjunta de dos artistas, Ramón Trigo y Eduardo Armada. Ambos se
"encerraron" por espacio de un año en los Astilleros Armada de Bouzas
(Vigo), para ofrecernos su visión de un trabajo cotidiano, frecuente en ciudades
y pueblos marineros. Pero, a menudo, desconocida para vecinos y público en
general: la construcción y reparación de barcos en un astillero de ribera. Lo
hacen, además, adoptando una mirada poética, mostrando como singular lo
habitual: un soldador armado con una lanza autógena nos recuerda a un guerrero
venido de un mundo antiguo, (o futuro, quién sabe); la quilla y cuadernas de
una embarcación en proceso de ensamblaje, el vientre destazado de una enorme
ballena acostada en la orilla; la rampa de varada, cuyos carriles ferroviarios
se cubren y descubren con la marea, despiertan en el observador imágenes
oníricas, mundos inconcebibles donde un tren fuese capaz de continuar su
trayecto bajo las aguas; la grada de andamiajes desde la que se accede a
costados y cubiertas, bien pudiera ser la galería de una prisión. Un haz de luz
cenital se cuela entre los costados de un buque y atraviesa una pasarela de
metal desde la que trabajan los operarios, el espectador, en cambio, se siente
bucear entre fragmentos de un pecio antiguo, a escasos metros de profundidad.
Cree escuchar en su cabeza el borboteo del aire saliendo de las botellas de
oxígeno, el sonido de las corrientes que lo envuelven y juegan con su cuerpo
como si de un alfeñique se tratase: abismado en espacios colosales. Las escenas
de concentrada actividad que nos brinda Armada sobre el quehacer de Trigo
—inmerso en un vasto espacio de hierros retorcidos, oxidados, cuñas, sargentos,
botellas y tubos de soldadura; yendo inquieto de un cuadro al siguiente
enfundado en su buzo rojo, como si hallase, de pronto, la pincelada anhelada
para alguno en particular—, son de un respeto armónico, entregado, cómplice:
absorto en el trabajo que fluye desde la brocha de su compañero, se presta a
dejarse sorprender por él y nos lo ofrece a los demás, conmovido. Esa emoción
que parte del lienzo es captada por la cámara, traspasada a la sala de
exposiciones, tan lejos del origen; así, el espectador se sumerge en la escena
enmarcada hasta alcanzar el cuadro, escucha batir el martillo contra el metal
en el astillero. Se transforma en un espectador asombrado que se hubiese colado
en la fragua de Vulcano para observar su trabajo obcecado, sudoroso, refulgente
ante el fuego.
Las figuras de Ramón Trigo ocupan rotundas el marco, aspiran
a salirse de él, incontenibles; son pinturas que desearan ser volúmenes:
disconformes por estar constreñidas a una superficie; buscan el espacio en que
se inspiran con vocación de retorno. La proa imponente que vemos ante nosotros
descansando en la grada, a punto está de resbalar hacia la dársena de un
momento a otro, de clavarse en ella con chapoteo sordo, brutal. Y sí, es
cierto, Arquímedes lo demostró teórica, empíricamente: "un cuerpo flota
si...". Pero, cada vez que asistimos a la botadura de un barco, lo tomamos
para atravesar de una orilla a otra, o, sencillamente, lo observamos navegar
majestuoso —preñado de mercancías, combustibles o pasajeros—, no deja de
asombrarnos. A poco que pensemos nos decimos: «¡es imposible!»". Para
concluir que, el "monstruo" flota porque un día lo dijo el profesor y
lo puso en boca de un griego genial —quien exclamó «¡eureka!» al comprobarlo. Y
con eso nos quedamos—. Colores intensos, pinceladas gruesas, dibujos que evocan
olores: brea, creosota, ferodo, soplete, metal... O bruma fría, puerto
desapacible, olor intenso a yodo mezclado con gasoil, estridencia de grúas que
avanzan adelante y atrás entre tinglados, giran sobre sí mismas mientras
suspenden toneladas de chapa contra un cielo gris... La sorda bocina advierte,
monótona, de su avance ante la turba de operarios que acuden puntuales cada
amanecer. Complacen a "la bestia" antes de su partida inminente hacia los
mares.
Trigo esculpe, además, inquietantes figuras de origen marino
insertas en tubos, válvulas de metal oxidado, peces decapitados, cornucopias de
madera vieja, gastada, que el mar devuelve para que el artista insufle nueva
vida en ellas.
Y entre pretendidos cantos de ballena, chirridos metálicos de gaviota o radial, sordo batir de alas de cormorán, o mazo que golpea la madera, el metal, se van acumulando de a poco los cuadros. Hasta conformar la impresión de un mundo oculto tras los altos muros del astillero, solo presentido, sospechado, intuido para el resto de habitantes de la ciudad. Trigo y Armada nos lo acercan con talento, sensibilidad y trabajo dedicado, incansable.
Así, la madera, la proximidad, la observación conmovida, rigurosa y... la escalera hacia la planta segunda del pazo Torrado, nos conducen a Leiro, Francisco Leiro. Quizás Paco para sus vecinos. Desconozco como le llaman en Madrid, Nueva York, Chicago o Australia a este hombre recio, rotundo como las figuras que talla y, ... universal, por más señas. Originario de Corbillón (Cambados), donde pasa «a metade do ano», en palabras suyas; que ha logrado, desde la cercanía del mar de Arosa donde comenzó a tallar siendo un crío, salir al mundo. Tener obra en las galerías más prestigiosas del país (Marlborough, Madrid), y en las capitales de medio planeta. Pero es aquí, en el pazo Torrado de Cambados, en su sala de exposiciones, donde hizo su primera muestra hace cuarenta y cinco años. Ahora vuelve a su casa con una muestra de "Bronces"; la mayoría figuras (bocetos tamaño pisapapeles), realizadas en ese material y concebidas como primera aproximación a obras de mayor envergadura, que habitarán después espacios abiertos en tamaños colosales en muchos casos. Esas son las que querría para sí la amable encargada de la exposición: «estas sí las pondría yo en mi casa, sobre la cómoda», afirma resuelta. Y es que, poco más de dos palmos y algunos bocetos garabateados con ceras de colores sobre papel, parecen haber servido al escultor para erigir figuras magistrales (también polémicas, en su día; hoy de sobra aceptadas, referentes incluso de los lugares donde fueron ubicadas) como El Sireno en Vigo o El astronauta en Valdemoro (uno ejecutado en acero inoxidable, el otro en aluminio, los dos refulgen al sol contemplando a sus vecinos). Sorprende la instalación reflexiva de las piezas —supervisadas por el propio artista—, donde los juegos de luces y sombras sobre las paredes dialogan, se multiplican en el espacio. Se tornan confusas las cuatro esculturas de mariscadores con mascarilla, erróneamente asociadas por la mayoría de visitantes a la pandemia que padecemos. Es la diligente encargada de la sala quién nos saca de nuestro error, indicándonos que su concepción se vincula a la "tragedia del Prestige": en aquella ocasión los recolectores de marisco se vieron forzados a recoger chapapote, protegiéndose de la toxicidad de sus vapores con mascarillas. Leiro estaba allí. Dejó constancia del hecho en esas pequeñas muestras que más tarde adquirieron tamaño humano, y protesta mundial. Como antes había denunciado el apaleamiento de un hombre de raza negra por la policía de Nueva York, en el año 2005, hecho tristemente frecuente quince años después. Pero no todo ha de ser manifestación, reivindicación. En la bonhomía inherente al artista se advierte su sentido del humor, la natural retranca gallega al concebir piezas como, Los tres amigos (tributo a Las tres gracias de Rubens. Estos, tal vez un poco perjudicados por el vino Albariño o Barrantes de la tierra). Sobre una alta pared encontramos al que, la mayoría de visitantes, confundimos con El pensador de Rodin; una vez más la encargada nos corrige, asegurando que se trata de Simón el estilista (sic). Personalmente prefiero su interpretación a la que Francisco Leiro le atribuye, estilita. Buzos reptando por el suelo, figuras aniñadas (anidadas), gaiteiros o sensuales dioses báquicos a escala reducida (el Baco definitivo puede contemplarse en la plaza de Ramón Cabanillas, próxima al ayuntamiento). Muchos de estos Bronces son encargos, colocados más tarde en edificios públicos o plazas. También se muestran aquí sus personales mitologías: seres a mitad de camino entre lo humano y lo imaginario, lo cercano y lo legendario: cualquiera podría reconocer a un vecino en los rostros de David (sentado sobre el zapato de Goliath observa perplejo los atentados del World Trade Center de Nueva York), o Baco. Tampoco se olvida del sentido sexual, o sensual, al mostrarnos a una pareja sobre un sofá en actitud gozosa, a una diosa oferente portadora de cuatro pechos, coronada por una gran almeja: La diosa de la almeja, vital, sensual, inquietante, provocadora...
Desde diferentes canales expresivos los tres artistas nos
conmueven, despiertan en el visitante sensaciones donde este se reconoce,
reflexiona o denuncia llevado de sus manos, pero, sobre todo, se divierte. Es
el misterio del arte.
Por si el contenido fuera poco, el continente por sí solo
justifica la visita a Cambados: el Pazo Torrado es una delicia de otro tiempo.
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