Tramo 3, Camino del Cid, las tres taifas: Cella (estación)

Dejo el albergue de madrugada con el tiempo pegado a los pies, para tomar un tren con destino a Zaragoza desde Cella, último jalón entre las taifas de Albarracín y Teruel —desde este lugar, el Cid reunió huestes y aliados antes de tomar Valencia—. Lugar de importancia estratégica, por tanto: hace mil años. Aseado y desayunado camino junto a una gran acequia que rodea el pueblo y conduce a la estación. Nadie en las calles, ni siquiera pájaros se escuchan en huertas y sembrados, ordenados con primor a la luz de las farolas, al otro lado del canal de agua. Verdura de invierno: alcachofa, apio, coliflor, berenjena, acelga, boniato y cardo, mucho cardo —la Navidad está cerca, la demanda es alta—, surcos alineados en una extraña acuarela nocturna. Oigo el sonido metálico de los bastones sobre la avenida vacía hasta alcanzar la última rotonda, su único ramal de salida conduce al este y me saca del pueblo, internándose en la oscuridad absoluta de una vía de servicio. Al fondo, muy distantes, punteando la divisoria entre cielo y suelo, las luces de una enorme factoría donde el navegador asegura está el apeadero, hoy engullido por esta.

Avanzo con brío junto al arcén, llenando de aire fresco los pulmones —huele a estiércol y purines, a vegetación húmeda de rocío, a tierra recién labrada—, feliz de estar de nuevo bajo las estrellas, por millares sobre mi cabeza; orgulloso por haber concluido una etapa más del Camino y sintiendo una ligera comezón al abandonarlo: justo en el momento en que empezaba a encontrarme bien, conforme con las rutinas, a gusto con el cuerpo que había dejado ya de quejarse, en orden con los pies y sereno en las ideas, asumiendo los contratiempos del trayecto como una parte más de la Ruta. 


Ante mí, Orión asciende colosal sobre la bóveda celeste seguido por Canis, persiguen a Tauro; las estrellas —Sirio, Rigel, Bethelgeuse, Aldebarán— dibujan una vía que, atravesando el cinturón del Cazador, conduce a las Pléyades. Sirio es la más brillante de todo el espacio, muy valorada en el antiguo Egipto por los agricultores: su salida anunciaba las grandes crecidas del Nilo, la fertilidad, la abundancia. La aparición de Canis Mayor indicaba el comienzo de los primeros calores del verano, dando origen a la palabra «canícula», del latín canis (perro). Gran parte de los nombres de estrellas y constelaciones que conocemos llegaron a nosotros a través de los árabes, durante la conquista, estos los habían recogido a su vez de sumerios y caldeos; egipcios, fenicios y griegos fueron los primeros en elaborar mapas celestes en la antigüedad, uno más de los legados de los pueblos de Levante.

En estas cosas me ocupo mientras avanzo en la mañana, tratando de hacerme visible a los escasos vehículos que vienen o van por la carretera hacia la fábrica. Me pregunto qué pensarán sus ocupantes de ese «chiflado» que va de amanecida con un frontal luminoso en la cabeza y una mochila a la espalda; entonces, comienzo a divisar con nitidez las chimeneas, el humo que sale de ellas en ángulo recto, poniendo de manifiesto la brisa que limpia la atmósfera y muestra un firmamento despejado, donde un gajo de luna sarracena desaparece a lo lejos, tras la sierra por donde saldrá el sol en unas horas.

En el entorno de la estación —apenas un galpón levantado al lado de las vías—, se escucha el ensordecedor trajín matinal. Los camiones entran, salen o esperan entre vallados y casetas su turno para llenar volquetes y remolques con prefabricados de madera; después pondrán rumbo a los puertos de Valencia, Barcelona o a los almacenes peninsulares. Inútil buscar un bar donde tomar un café. El teléfono indica uno al otro lado de las vías, pero la hora y la distancia me disuaden. Confirmo los horarios e intento asegurarme del andén que me corresponde —¡hay cuatro!—, he comprado el billete por Internet y no quiero ver pasar la locomotora por una vía que no es la mía. En la soledad desvalida del lugar el relente cae pesado sobre los bancos, el único sitio a cubierto está lejos de los accesos, el paso del convoy es inminente: ya debería estar aquí y aún no sé dónde esperarlo. A falta de un minuto escaso una voz del más allá indica por megafonía: «paso inmediato del tren con destino a Zaragoza por vía uno. Estén atentos para subir a bordo». Hacia el sur, un enorme foco horada la oscuridad lentamente, de camino adonde aguardo, se detiene a mi lado con parsimonia entre bufidos y estertores matinales, como un abuelo al levantarse de la cama. Un joven factor abre la puerta de un compartimento invitándome a subir con una sonrisa, el ferrocarril aún no se ha detenido del todo. Subo al interior y él se va con prisa hacia la cabina de mando, asegurándome que pasará dentro de un rato. Mientras el cuerpo entra en calor, pienso con desasosiego si el mismo hombre debe de ocuparse de conducir y comprobar los billetes, espero que los recortes en los servicios públicos no hayan llegado tan lejos. Cuando se lo menciono pasado un rato, suelta una carcajada: «no se preocupe, estamos mal, pero no tanto; le aseguro que ahora mismo hay un hombre que solo conduce», ¡me quedo más tranquilo —le digo—, se oyen tantas cosas!

¡Qué extraño desconcierto, qué fragilidad la nuestra! Hace tan solo media hora todo era desazón, inseguridad, tensión. Bastó con que los hechos se sucediesen como estaba previsto, para desalojar de mi interior cualquier atisbo de ansiedad. No estamos preparados para la incertidumbre, la frustración, nos bloqueamos y quejamos como niños esgrimiendo derechos, sin tratar de improvisar soluciones.

Estoy cansado. El calor, unido al dulce traqueteo del vagón y la seguridad de estar en él, invitan al sueño. Pero no quiero dormir, me obligo a observar cómo se sucede el amanecer acotado por la ventana, la monotonía difusa de las sombras que la luz dorada va rasgando lentamente, transformando en violeta un espacio antes lóbrego, separando ambos mundos durante un breve instante de tiempo: el que media entre una jornada y la siguiente, el que habitamos entre luces y sombras. Los extremos del día siempre me remiten a las pinturas de Mark Rothko.

 


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