El corredor



Va para quince años que nos cruzamos de cuando en cuando. Son ya unos cuantos y los dos, lógicamente, hemos ido envejeciendo durante este tiempo. Lo menciono porque me veo declinar en él —uno no se ve envejecer a sí mismo—. Es enjuto, no muy alto, el cabello cano, abundante; gasta un bigote poblado que ha ido adquiriendo el color de su pelo; las piernas delgadas, tónicas, al igual que los brazos que luce también desnudos en cualquier estación del año. Ya bien entrado en la madurez presenta, en cambio, un aspecto jovial y atlético. Viste una camiseta sencilla que entremete en un calzón ligero, los calcetines blancos, las zapatillas correctas aunque, sin alharacas: un deportista de otra época. Corre a pasitos cortos y enérgicos, a velocidad lenta, disciplinada, como si no fuese el ejercicio el motivo que le lleva a ese lugar cada mañana. Sería difícil asociarlo a un runner de los que abundan hoy en día: tecnológico, colorido, veloz, sofisticado, gregario. Nuestro hombre corre solo, e invariablemente, lleva flores en sus manos: una rosa, un ramillete de camelias, una hortensia… hoy ha traído la hermosa flor amarilla de una uña de gato.

La ha dejado en el vértice de una roca granítica —situada a la sombra de un bosque de pinos que se asoma al mar de Vigo, junto a la playa das Fontes—, y sujetado por el tallo con un canto rodado para que la brisa no la tire: con intención, delicadeza, mimo, …también con apremio. Una vez hecho, ha bajado corriendo la cuestecilla que ahora asciendo en sentido opuesto. No hemos hablado, nunca lo hacemos. Nos hemos limitado a cruzarnos sin saludarnos siquiera. Cuando alcanzo a llegar la flor se ha caído y, de manera absurda, me he vuelto con la intención de avisarlo, para arrepentirme más tarde al no saber qué decir. Tampoco me he atrevido a colocarla en su lugar, me resultaba violento, como si profanase un lugar sagrado para el corredor sin derecho alguno. Observé la flor caída durante unos instantes y continué con mi paseo pensando que, en realidad, nunca he visto a ese hombre frente a la roca; es decir, sí lo he visto pero siempre desde la distancia, actuando con premura, como quien hace algo de manera furtiva, apresurada, sin pararse a disfrutar de su acción o entregarse por un instante a la contemplación íntima, trascendental que, sin duda, ese hito alberga para él. 

El lugar rememora a los asesinados durante la sublevación fascista de 1936: eso dice la placa de mármol colocada en lo alto de una piedra en forma de menhir. En las ocasiones en que he pasado por allí nunca han faltado flores frescas; sí en cambio, alguna vez, ha aparecido la leyenda rociada con espray, mancillada, ultrajada; para volver, al cabo de un tiempo breve, a lucir limpia, remozada, orgullosa; poniendo de manifiesto que, habían arrebatado sus vidas, pero no podrían arrebatar la memoria a quienes aún los recuerdan. 

Me alejo rumiando si hay lugar adecuado para enfrentar un pelotón de fusilamiento: no lo son las tapias de un cementerio o la cuneta de una carretera —en medio de la noche, en mitad de la nada—, la montaña del Príncipe Pío, las playas de Málaga o el Cuartel de la Montaña, pero tengo para mí que, hacerlo en un lugar tan hermoso como este ha de ser doblemente trágico, pues la belleza se opone a la muerte con un horror que resulta insoportable. 

Cuando regreso me cruzo otra vez con el corredor en sentido opuesto; ya he dejado atrás el monumento y este ha de alcanzarlo de nuevo. Corre con semblante concentrado sobre la pista de grava, lleva en su mano un ramo de flores silvestres que ha cortado en algún prado cercano. Siento regocijo ya que, otra vez frente al lugar, comprobará que la flor se ha caído y podrá colocarla mejor.

Cuánto dolor no ha de albergar ya este hombre, para que alguien disfrute picando en su hígado como los buitres en el de Ticio, ochenta y cuatro años después. Pero cada nueva pintada es un disparo que combate con flores frescas bien de mañana.



En la placa han quedado escritos unos hermosos versos de Luis Pimentel, tan bellos como horribles: "Outra vez, outra vez..."

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