Urueña, tesoro interior.

Fuimos a Urueña con la idea de observar Saturno desde el pueblo vecino: “Recibimos a Saturno”, así rezaba la cita que proponían desde el Centro Astronómico de Tiedra. Desgraciadamente la suerte no acompañó, el centro es pequeño y las plazas que ofrecen no superan las veinte; a pesar de haber reservado con tiempo, la certificación Starlight del centro, sus dos telescopios, el planetario y el ágora —espacio al aire libre desde donde contemplar el firmamento cómodamente acostados (¡y abrigados!) escuchando las indicaciones de un monitor—, hacen de este un lugar muy apetecible. Habrá más ocasiones.
En cualquier caso Urueña —y su entorno— merece una visita sosegada, no aquellas express que realizamos en ocasiones camino a otro lugar. Veréis porque.

Al raro espectáculo que ofrece el pueblo amurallado, asentado en lo alto de una colina y rodeado de inmensos campos de cereal visibles desde lo alto de sus almenas, se suma la conservación y primoroso estado de la mayoría de sus casas: reformadas siguiendo el patrón tradicional en adobes, piedra o ladrillo; albergando en muchos casos recoletos patios umbríos, frescos, donde combatir el calor y disfrutar de tranquilidad. Es el caso de El Pozolico, pequeño hotel rural a la entrada del pueblo, donde nos alojamos y cuyo propietario, Pedro, vecino de este y reconvertido a hostelero tras quince años en Madrid ejerciendo como profesor en la Escuela de Ingeniería Industrial —”no era lo mío”, asegura—, os sorprenderá por su amabilidad infinita, discreción y conocimiento del medio rural.

A cuatro calles del Pozolico está la Colección Luis Delgado, maravilloso espacio donde este reputado músico ofrece una colección de más de quinientos instrumentos de todas las épocas y procedencias: cuerda, percusión, viento, electrónicos, célebres —se puede ver el bajo a izquierdas, un modelo similar al que perteneció a Paul McCartney—... donde, a menudo, sorprende más la concepción y materialización del propio instrumento que el sonido que emite —se ofrece una selección de ellos—, en muchos casos llama la atención el ingenio (¡la necesidad común en todas las culturas de producir y escuchar música!) derrochado por sus creadores para concebir algo así. El lugar está exquisitamente decorado e iluminado para dar protagonismo a la muestra. El visitante se siente además guiado, acompañado por una grabación que describe lo que está viendo y ameniza el recorrido. “Sólo” se nos ofrecen quinientos de los mil doscientos instrumentos que la conforman. Un útero musical anexo a la vivienda del artista; una vez en el exterior la luz intensa de la mañana hiere.
cualquier soporte es bueno para producir música

Acudimos después a nuestra cita con el patio del restaurante La Real: delicioso jardín en el interior de una casa solariega donde comer o cenar escuchando el rumor del agua procedente de un estanque próximo, rodeados de plantas aromáticas y decorativas, algunas de las cuales forman parte de los platos que ofrecen, como las deliciosas frambuesas que acompañan algunos de sus postres. De los árboles cuelgan jaulas abiertas donde los pájaros acuden a comer las migajas sobrantes que el propietario les ofrece tras recoger las mesas. Así, a la música de jazz y el agua del estanque, se suman los trinos de las aves; todo fluye, nada estorba. Si la suerte no acompaña —es aconsejable reservar— o el tiempo no es propicio, el interior no desmerece: decoración sencilla pero esmerada, poniendo especial cuidado en los detalles y la armonía del conjunto. La oferta gastronómica es elaborada, abundante —no se trata de un figón castellano, tampoco lo pretenden—, muslos de pato y arroz basmati, cecina con aceite de oliva, delicada torta de queso local, pisto de verduras propias, hummus con vegetales crudos, helados de avellana y ¡pistacho! Todo delicioso, el trato inmejorable, la factura razonable.

Camino del Pozolico para descansar tras la comida y refugiarse del sol inclemente, un grupo de niños recorre el pueblo con sus bicicletas compitiendo en algarabía con los vencejos y aviones que sobrevuelan vertiginosos las casas. Recuerdo que de niño también odiaba dormir la siesta, hoy no la perdono: la vida es cambio.
Un poco de ábrego no vendría mal, pero esta primavera esquiva, ay, ha pasado ya.

El atardecer invita a recorrer el pueblo en un paseo circular desde lo alto de la muralla. Los campos de cereal se pierden en el horizonte siguiendo la línea del sol a poniente; los sembrados ya cosechados se tiñen de rojos y anaranjados, dando a la tierra una apariencia de oro bruñido. Algunos de estos conservan, en cambio, un extraño verdor; y es que a esta hora del ocaso las enormes máquinas de regadío avanzan autónomas sobre ellos creando una cortina de agua vaporizada, aliviando la sed de la tórrida jornada. El astro se oculta veloz tras unos montes azules en la lejanía; casi de inmediato, al desandar los pasos camino a la escalera que desciende la muralla en dirección sureste, aparecen en el cielo Júpiter y Saturno que, junto con Marte —este se mostrará avanzada la noche— constituyen los planetas del verano visibles sin aparato alguno. Esta noche hay luna nueva y la Vía Láctea luce majestuosa sobre las constelaciones de Escorpión y Sagitario desde la puerta que se abre al sur, al amparo de la oscuridad absoluta que ofrece el muro exterior.
Urueña al amanecer

No conforme con estos decido incorporar Mercurio a mi lista de planetas observables a simple vista pero, ay, Mercurio es caprichoso: su proximidad al Sol hace que se vea apenas unos minutos antes del amanecer —mirando al Este y sobre un horizonte limpio y despejado ergo, Castilla—, se impone madrugar. El despertador suena a las 6.30 y el observador remolonea en la cama quince minutos más de lo debido, los suficientes para que, una vez alcanzada la salida del pueblo hacia los campos, la intensidad de la luz solar impida divisar el brillo del pequeño Mercurio donde indica Stellarium: bajo un minúsculo gajo de luna y el brillo aún intenso de Aldebarán. Tras el fracaso a que conduce toda molicie, aprovecharé para dar un buen paseo por los caminos que llevan a los sembrados bajo el cielo raso, disfrutando del aire limpio —fino, decía mi suegra muy gráficamente— y el frescor de la mañana, levantando a mi paso una pollada de codornices o alguna liebre despistada, lo que evidencia que no ha empezado la temporada de caza; lo hará con la virgen de agosto y entonces, adiós codornices.

Durante el desayuno, de vuelta en el Pozolico, disfrutaremos de la charla en compañía de los propietarios de Libros K, última librería abierta en Urueña y dedicada al cómic, el coleccionismo de vinilos y las figuras Playmobil (!). Les deseamos suerte pues hasta ahora no han tenido mucha: la apertura del negocio les ha cogido en plena pandemia tras mudarse aquí y dejar atrás la aventura Discos K, referente de la música en Valladolid durante los últimos treinta años.

Hoy nos esperan al mediodía en el Monasterio de la Santa Espina, así llamado porque conserva en una ampolla de cristal, tras una capilla lateral, una espina de la corona de Cristo (!), regalo de Luis VII de Francia a la infanta Sancha-Raimúndez, fundadora del monasterio. Acompañados por un hermano de la Orden de la Salle —quién recuerda poderosamente al Mr. Burns de Los Simpson tras una pantalla plástica, no catódica—, recibimos un torrente de erudición respecto del templo y los estilos arquitectónicos que atesora: capillas románicas, iglesia gótico tardía, salas neoclásicas y claustros —dos— levantados piedra a piedra por cincuenta y tres monjes en el breve período de un año —es sabido, con la Iglesia lo mejor es dejarse llevar por el dogma y, disfrutar de la experiencia—. El padre nos contará también que gran parte de los terrenos de la orden fueron expropiados durante la desamortización de Mendizábal, no así que el templo y sus dependencias fueron abandonados a su suerte durante el Trienio Liberal o constituyeron un campo de concentración para los presos republicanos durante la guerra civil española, con capacidad para 600 personas donde se hacinaron en tiempos hasta 4300. Hoy, por deseo expreso de su heredera, se dedica a la capacitación agraria de jóvenes en régimen de internado; se les forma en ganadería, enología, producción de aceites...etc.

De vuelta en Urueña, compra de libros. El pueblo goza del sobrenombre de Villa del Libro y presume de tener más librerías que bares, algo insólito en España. Glotonería e incontinencia entre anaqueles: las manos se van a este, aquel otro; consultamos precios, miramos portadas, hacemos cuentas de cabeza, preguntamos por el contenido de algunos, nos dejamos aconsejar o disfrutamos encontrando aquel que buscábamos hace años. Adquirimos unos pocos. Ya en la plaza del pueblo, al calor mortecino de la tarde, bajo los plátanos que la rodean y frente a unas cañas bien frías, abrir los libros, leer las vitolas, observar la edición, mirar “los santos”, devorar unas páginas con hambre de novedad anticipando horas de placer futuro, asegurarse de que eran esos y no otros los elegidos.

De nuevo en La Real con las bolsas repletas y los bolsillos vacíos: cecina, queso, cerveza artesana y helado de avellana casero —el de pistacho se ha terminado pero nos traerán una platito con el resto de rebañar la fuente, para no dejarnos sin el antojo: glorioso—.

Ya en el patio del hotel charla de madrugada con nuestros vecinos vallisoletanos. Nos invitan gentilmente a unas copas y hablamos de la vida, la pandemia, su gestión, expectativas, proyectos, la situación de otros países —la mujer de uno de ellos es de origen colombiano, la del otro trabaja en la Administración de la Sanidad de Castilla y León—. El uno es abierto, locuaz, apasionado de Bruce Springsteen —”he viajado por toda Europa gracias al boss”, asegura. Lo ha visto en 43 ocasiones—. Debido a su anterior negocio musical conoce a toda la farándula del mundillo durante las últimas tres décadas: “cuando para ir a ver a los Ramones en Donosti, se fletaban hasta seis autobuses desde Valladolid, por cuenta y riesgo de las tiendas de discos”. Hoy sería impensable, en la época de las plataformas de venta de entradas con “mordida” en cada una. Su amigo es más bien rústico, se dedica a la venta de maquinaria agrícola, lo que no debería ser impedimento para que gozase de algún barniz cultural, hoy al alcance de todo el mundo. Es de aquellos que aseguran: “mejor sin políticos, todo lo hacen mal y son corruptos por definición”. Tras escucharlo atentamente durante un rato le replico que esa situación ya la hemos vivido, “hemos estado cuarenta años sin ellos y, personalmente, no lo deseo otra vez”. Nos retiramos estratégicamente a descansar antes de que la conversación entre en un bucle, justo en el momento en que comienza a enmendarle la plana a su mujer en materia sanitaria. Por la escalera que conduce a la habitación, entre vapores de gin-tonic y odioso sabor a tabaco, acude a mi cabeza una escena de Almodóvar en Carne Trémula, aquella que protagonizan Centro —Pilar Bardem— e Isabelita —Penélope Cruz— cuando esta se pone de parto el día de fin de año en un Madrid desierto y desolado: “¡Ay la incultura qué mala es!

Esta última mañana toca visitar la iglesia de San Cipriano, en San Cebrián de Mazote, apenas a diez minutos de Urueña. La primera impresión es frustrante: al calor intenso de la mañana se suma el aspecto de una iglesia de planta prerrománica de proporciones desmesuradas, más bien feota. La sorpresa aguarda en el interior. Tras el pago de “la voluntad”, accedemos al frescor umbrío del templo y quedamos maravillados ante la preciosa arquería de origen mozárabe, sustentada por una columnata de procedencia romana —se aprovecharon en su construcción columnas de templos y villas romanas hallados en la zona—, rematada por capiteles corintios. Algunos fustes están labrados. El ábside central —hay dos más, laterales—, flanqueado por dos paredes en estuco veneciano. La cubierta muestra un artesonado mozárabe —”reinterpretado desde los restos encontrados”, según indica el guía y portero con acento francés— en delicada filigrana. Sobre la columnata, bandas policromadas de estilo árabe nos trasladan con la imaginación a Córdoba y su mezquita. Bajo la bóveda del ábside trampantojos simulando ladrillo.

El guía comentará más tarde la peripecia del templo: el estado ruinoso en que se hallaba tras décadas de abandono, los trabajos acometidos para sanear cubiertas y preservar los cimientos de humedades, saneándolos. La reconstrucción metódica y apasionada de arquitectos y vecinos, empeñados en conservarla desde principios del siglo pasado, aportando en ocasiones dinero de su bolsillo y tratando de ser fieles, en la medida en que lo permitían los restos encontrados, al espíritu del conjunto.

La iglesia nos muestra lo que somos, en suma: el fruto de un cruce de caminos que nos conforman y definen tras el paso por esta tierra de culturas diferentes que han plasmado su legado, y de un puñado de héroes anónimos que se han empecinado en respetarlo. Entre ellos el propio guía, quien apabulla con su conocimiento del medio: no es la primera vez que, en museos y capillas de pueblos remotos, me he encontrado con voluntariosos porteros que han vuelto a jubilarse a sus pueblos después de transitar por la capitales del mundo; si uno se para a escucharlos, en ocasiones deslumbran por su erudición; también ellos o sobre todo ellos, forman parte de esa correa de transmisión que defienden con orgullo y nos conectan con un pasado —el de todos nosotros— que de otro modo sería más difícil conocer.

Antes de emprender viaje de vuelta a casa visita al Centro de Interpretación de la Lavanda, en Tiedra. Llegamos justo antes del cierre y no podemos visitar más que la tienda, lástima. Suficiente para conocer que se ofrece una visita guiada a los campos y una charla posterior, ya en el fresco y remozado interior del centro, a cargo de una guía experta quién desarrolla mediante proyecciones, muestras de la miel, las esencias obtenidas a partir de las flores y la explotación —novedosa en estas tierras— de este recurso, alternativas al cultivo intensivo del cereal.

En definitiva, vinimos a Tiedra pero esta nos fue esquiva. Quedamos emplazados para otra ocasión. En este verano extraño en que trata de promoverse el turismo interior, nada más lejano que el origen de nuestra raíz cultural, nada más próximo al mismo tiempo.

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