Turín, una elegante señora.

Desde Corso Regina Margherita tomaremos contacto con la ciudad. La primera sensación a través de esta gran avenida pone de manifiesto que los conductores italianos en el norte son infinitamente más civilizados que en el sur: respetan los semáforos, los cruces, al tranvía, van subidos de uno en uno -dos, a lo sumo- en sus motocicletas, y no se escucha una sola bocina. Eso sí, corren como diablos. La segunda percepción tiene que ver con la iluminación: pobre, comparada con la de nuestras ciudades. Es como si ésta permaneciera en un tono de penumbra continua una vez se hace de noche. Desde luego, es suficiente, pero uno tiene la incómoda sensación de que puede atropellar a un peatón o un ciclista en cualquier momento. Afortunadamente, no ocurrió, y uno se pregunta entonces si no será que nuestras urbes están iluminadas en exceso y es por eso que las estrellas han desaparecido de los cielos. Aquí, se ven. Otra impresión relevante son los luminosos comerciales. Por toda la ciudad abundan discretos carteles que anuncian trattoria, tabacchi, pizzeria,...etc con simples y coloridos neones antiguos -tal vez, de la época en que fueron inventados- ofreciendo una apariencia de uniformidad y encanto sin estridencias. Dudo si existe algún tipo de normativa municipal que lo regule o es que los comerciantes se han puesto de acuerdo para ofrecer una imagen conjunta. Incluso en la concurrida y céntrica Vía Garibaldi, donde confluyen las franquicias internacionales, se respeta esa forma de iluminar: a cientos de metros se distingue claramente una farmacia destacando sobre el resto. Personalmente, lo alabo.

La luz de septiembre nos acompaña en nuestro callejeo sin rumbo a medida que oscurece lentamente. Considero que no hay delicia mayor que esa forma de contacto con un lugar que se desconoce por completo: dejarse llevar por el primer impulso, seguir a tus pies, perseguir olores, meterse en callejones, patios; observar a las personas: su actitud, su modo de vestir, gesticular, el tono de sus voces...Sorprenderse con todo lo que sale al paso. Esa sensación jamás volverá a ser la misma: una vez la ciudad está fijada en la cabeza, el corazón quedará entonces en segundo plano hasta pasado un tiempo. Comparo esta luz con la de otras ciudades italianas: desde luego no es la misma de Nápoles o Roma, mucho menos Siena -allí es melosa, dulce, lenta…¡Da nombre a un color!-. En Turín en cambio, es afilada, nítida, esconde un rasgo de melancolía que invita a recogerse, a contemplar las montañas alpinas desde la calidez de una chimenea crepitante.

Detenemos nuestro andar en piazza Bottero -periodista y político italiano, no confundir con el artista colombiano- pequeño rincón con forma triangular, ajardinado y repleto de terrazas donde se escucha apenas el sonido de los cubiertos. Los turineses se aprestan para la cena. Apenas son las ocho de la tarde y a pesar de estar agotados, estos horarios son incompatibles con nuestra idiosincrasia. Pediremos dos cervezas en Tiki Corner: local minúsculo, música étnica, volumen discreto,...¡perfecto!. Desde allí observaremos a un nutrido grupo de personas que han quedado en una trattoria próxima. Ellas y ellos visten elegantes e informales -si es que esos dos términos pueden convivir- chaquetas y pantalones, vestidos y zapatos, pañuelos al cuello o en el bolsillo de la americana, deportivas o tacones combinados con tal gusto que acomplejan. Maestros en el arte de la seducción son, además, extremadamente discretos: un grupo de unas veinte personas que, es evidente, hace tiempo no se ven, apenas trastornan la paz reinante. ¡No gesticulan juntando los dedos de ambas manos a la altura del pecho! Desde luego, no parecen italianos.

Volviendo a casa observamos las fachadas, las avenidas, las calles rectilíneas del casco antiguo. Desprenden un aspecto de pasado, esplendoroso eso sí. Vetustos edificios nobles alzados al mismo nivel, alturas imposibles entre las plantas, ventanas venecianas, chimeneas alineadas, patios vecinales donde conviven plantas y bicicletas -Turín es una ciudad muy llana y a todas horas se ven cientos de ellas, en su mayoría antiguas, lo que confirma que no es una moda reciente- dorados timbres clásicos, adoquines en las calles, tranvías y trolebuses recorriendo el centro sin cesar, el cableado colgando entre las fachadas, tañer de campanas ....Y un algo de descuido, tal vez falta de pintura. De pulcritud sobre las vías donde crecen a su antojo hierbas silvestres. Recuerda a Oporto en su aire decadente, a Lisboa en su magnificencia. Da la sensación de haber renunciado a estar a la vanguardia de nada -salvo de la “macchina”, coche, en argot. ¡Aquí nació Fiat!-. Parece aspirar a quedar fuera de los recorridos turísticos que han logrado robar el alma de Florencia, Venecia o Roma. Muestra orgullosa su pasado monárquico, sus montañas salvajes al alcance de la mirada; vive de puertas adentro, para sí misma. Industriosa y burguesa, cosmopolita -en sus calles se mezclan todas las culturas y razas con naturalidad- y tranquila, parece un lugar agradable para vivir. Y trabajar. Los turineses son muy laboriosos, se reúnen en las casas y hacen poca vida en las calles: “vivono per lavorare” -nos asegura Nadia, nuestra anfitriona-. A ella le gustaría vivir más al sur, en una ciudad más cálida, en otro país, tal vez España, pero razones laborales la atan a Turín.

No concibo visitar una ciudad sin acudir a su mercado. Estamos de enhorabuena, el de Porta Palazzo se celebra los sábados y reúne todas las condiciones para pasar unas horas entre la algarabía de verduleros y fruteros, vendedores de encurtidos y quesos, cafés y especias; setas y frutos secos, ¡tomates!, docenas de variedades que hacen las delicias de cualquier glotón. Dan ganas de comprarlo todo e irse rápido a la cocina para darse un festín. Y eso es lo que hacen las amas (y amos) de casa italianos ante los puestos: curiosear, sopesar, palpar, negociar, discutir, regatear...De no ser por las ropas y los vehículos que llenan esta plaza octogonal, no podríamos saber si estamos en la Edad Media, el Renacimiento o la actualidad. Con las bolsas repletas abandonamos el lugar a través de las galerías porticadas de acceso: acristaladas en los techos, mármol en los suelos, repletas de cafés donde los locales toman ya el almuerzo mientras nosotros nos dirigimos hacia el aperitivo, impregnados del olor a kebab y pizza de las trattorias. Pienso entonces en San Antón, San Miguel, la Boquería... y un sabor agrio me viene a las papilas: hermosos mercados en los centros de Madrid o Barcelona donde ríos de turistas transitan entre los puestos picando fruta troceada con un palillo de madera desde un envase plástico, desvirtuando la vitalidad de esas “catedrales del placer”. Es posible que los comerciantes hagan dinero, pero la vida se ha ido de allí hace tiempo.

El Palacio Real está próximo y allí pasaremos la tarde, recorriendo las inmensas galerías que los monarcas y nobles de la casa Saboya disponían para su solaz y asuntos de gobierno. Abruma la decoración, muebles, tapices, alfombras y estancias que la familia poseía. Destaca sobre todas la Armería Real, una sala dedicada exclusivamente a las armas que los Saboya coleccionaron con orgullo, llegando a hacerla pública. El sentimiento que provocan es de desazón, la enorme cantidad de artefactos diseñados para matar de las formas más diversas y crueles que puedan concebirse -exponen incluso un hacha de sílex-. Seguramente muchos de ellos hayan sido usados y aunque la sangre no se aprecie hoy, no dejan de parecer siniestros. Y bellos a la vez, tal es la decoración de empuñaduras, cañones o armaduras, haciéndonos observarlas con la nariz pegada a la vitrina y tratando de desentrañar los más pequeños detalles. Los monarcas detentaban un poder omnímodo sobre vidas y haciendas. ¡Los nombraba Dios!

Pero pasemos a los jardines. Donde antes se reunían reyes y nobles, artistas y princesas, cortesanos y sirvientes, hoy los turineses se tumban al sol sobre la hierba; a la sombra de los plátanos de indias leen, descansan, se aman. Hacen vida familiar y se adueñan del espacio como antes lo hicieran las partidas de caza y los sabuesos. Algo habrá cambiado.

En un ala del palacio puede disfrutarse de una extensa colección pictórica en la Galleria Sabauda, la mayoría de temática sacra. Una pequeña pintura sobre tabla de una joven con una partitura al lado, inclina sus ojos hacia esta mientras sujeta con ambas manos un laúd. La expresión de su rostro concentrado en la música, el colorido de su vestido de terciopelo rojo y la serenidad que emana de la escena, me hacen olvidar la crueldad de las armas.

La capilla Real está anexa al palacio y desde una balconada con celosías, tras el altar y el oficiante, escucharían misa los Saboya. A su espalda, bajo una enorme y bella bóveda, el panteón familiar, en una suerte de destino ya escrito. Parece ser que la capilla alberga, además, la sábana que fue sudario de Cristo. Lo desconozco.

Junto al Palacio Real puede visitarse la gran colección artística de Riccardo Gualino, hombre de negocios vinculado entre otros a Giovanni Agnelli; industrial, anti fascista y mecenas del arte, logró atesorar a largo de su vida una basta colección de obras allí expuestas -la Negresse de Monet, la Venus de Botticelli...etc-, además de piezas de joyería, escultura o fotografía; la muestra reúne obras de todas las épocas, desde una familia egipcia esculpida en terracota en el año 2500 a.C. hasta una amplia muestra fotográfica y cinematográfica realizada por su mujer Cesarina, donde a través de escenas familiares podemos hacernos idea de la sociedad de la época. También produjo cine y llegó a fundar la distribuidora Lux Film donde se dieron a conocer Dino de Laurentis, Sofia Loren, Marcello Mastroianni o Silvana Mangano.

A poca distancia de allí está la Mole Antonelliana, curioso edificio desde el que observar la totalidad de la ciudad desde su mirador, a ochenta y cinco metros de altura. Al mirador se llega a través de un ascensor que atraviesa toda la cúpula del edificio sobre el vacío, apenas sustentado por dos cables que impiden que oscile al subir. Ya en lo alto, el panorama es grandioso: los Alpes al norte, próximos, colosales; la colina Superga al este; el río Po serpenteando entre la ciudad racional, los bosques y colinas que la circundan. Una joven pareja se besa, abraza, bromea. Les pregunto por el nombre de un bello edificio blanco que contrasta vivamente con el resto de la arquitectura. No lo saben. Lo consulto en Google Maps: se trata del campus de la Universidad de Turín, Luigi Einaudi. Más tarde me lo confirmarán. ¡Benditos sean, estaban a cosas más importantes! A mí lado un niño pregunta a su madre “¿Y donde está nuestra casa?”, esa sí es una pregunta pertinente. Una familia con dos hijas -la una adolescente, la otra con síndrome de Down- contempla la ciudad. En la cara de la madre, aún joven, se refleja todo el sufrimiento del mundo plasmado en las arrugas de su rostro. Ya en el descenso reparo en la estructura que sustenta el edificio, suma de despropósitos y fracasos a lo largo de su concepción y construcción, con el tiempo se ha convertido en cambio, en símbolo de la ciudad. Alberga, a través de cuatro plantas que se recorren por los costados en un fácil ascenso, una representación de la historia del cine, desde sus orígenes hasta nuestros días, pasando por géneros y oficios vinculados a este. La Molle acoge al Museo Nacional de Cinematografía.

Terminaremos la jornada en la Gelateria Pepino, en Piazza Carignano, junto al museo Egizio. Excelentes helados de pistacho y mango mientras escuchamos a un músico callejero tocando temas de Silvio Rodríguez, Cat Stevens o Leonard Cohen. La música no sabe de fronteras.

El día siguiente amanece espléndido: luminoso, azul, nítido -los anteriores habían sido grises y lluviosos- de modo que decidimos visitar los alrededores comenzando por la colina Superga, al este de la ciudad. No tiene mayor interés salvo la vista espectacular de Turín y el hecho de confirmar que existen otras maneras de vivir: en forma de grandes mansiones inaccesibles y boscosas con vistas a las montañas, el río y la urbe . Pondremos rumbo a Alba, capital del tartufo -trufa- blanco, y riquísima zona vitivinícola. En general toda la comarca comprendida entre Alba y Bra lo es. Basta comprobar la gran cantidad de bancos que hay en pueblos tan pequeños. Alba, en particular, constituye un modelo de vida en muchas villas de Italia: bella y bien conservada, uniforme pero con personalidad en cada vivienda; demuestra un profundo respeto por la tradición en sus calles adoquinadas, las balconadas y ventanas, las persianas venecianas realizadas en madera -a pesar de la inclemencia del tiempo-. La vida es tranquila y el tiempo discurre lento, no en vano en Piamonte han acuñado el término Slow Food que promueve la degustación de los productos locales sin prisa, frente al universal Fast Food. Maravilla la catedral de San Lorenzo en la piazza Duomo, de elegante estilo gótico, sorprende en su interior por su luminosidad y el colorido de su bóveda: la cantidad de vidrieras, el color índigo de la techumbre cuajada de estrellas doradas, o las espigadas columnas sustentando la nave; contrastan vivamente con el ostentoso mármol de la mesa de oficios o la iluminación y megafonía modernos, estos no dan sino una apariencia de nuevo rico.

En la terraza de un pequeño restaurante del pueblo mantenemos una conversación con una pareja sentada a nuestro lado. “¿Españoles?”, preguntará el hombre. Contestamos afirmativamente y comenzamos nuestra diatriba particular por el precio de la cerveza: cada 33 cl ascienden a 5 €, ¡de media!. “En Italia todo es muy caro”, asegura él con acento argentino, “el alojamiento, la calefacción, la comida…”. Su origen es siciliano por parte de madre y genovés por parte de padre. Ha vivido largo tiempo en Buenos Aires y Barcelona pero ahora reside aquí, aunque desea irse, “a Barcelona de nuevo”, ciudad que adora. Me pregunto si la mujer milanesa que le acompaña y a quien profesa todo tipo de mimos y atenciones, estará al corriente. Forman una pareja peculiar: él viste camiseta de asas y bermudas hawaianas de un color imposible; los brazos completamente tatuados. Ella un sencillo vestido de algodón negro que realza su silueta. ¡En asunto de mujeres, lo que no consiga un argentino con su aspecto, lo conseguirá con su labia proverbial!. Hacemos frente a la cuenta y ponemos camino a Bra. En el trayecto nos desviamos hacia un bello palacio que domina la región. Se trata de Santa Vittoria, convertido en resort de lujo. Desde el mirador se pueden ver las colinas tapizadas de grandes viñedos entre la falda y la cumbre. Parece que el tiempo no ha acompañado y la vendimia está por comenzar. Aquí se produce el excelente vino Barrollo que alcanza altos precios en el mercado, hasta 85 € por un reserva de 2010. Se plantan, además, avellanos en cultivo intensivo para la elaboración de la famosa Nutella y los bombones Ferrero Rocher que tienen aquí su origen, así como los huevos Kinder o los bombones Mon Cheri. En el año 1964 Pietro Ferrero, dueño de una pastelería en Alba produce una pasta a base de avellanas -abundantes en la zona- y cacao al 50%. Los impuestos sobre el cacao se habían disparado. De este modo nació la Nutella -y los demás dulces mencionados- convirtiendo a Ferrero en el hombre más rico de Italia durante largos años.

Bra es bonita, pero no posee el encanto que despierta su vecina Alba. En el pueblo destaca la cantidad de comercios dedicados a la ropa de grandes firmas o la decoración, oferta bastante alejada del cultivo de la vid. El dinero abunda y los locales lo gastan.

¿Qué pinta en Turín el segundo Museo Egipcio más importante del mundo después de El Cairo?, ¿Qué llevó a Jean-François Champollion a decir: “El camino hacia Menfis y Tebas pasa por Turín”?, ¿Por qué todas las grandes potencias -Francia, Reino Unido, Alemania- se interesaron a partir de este por el mundo egipcio?. Porque Egipto es un misterio, y al ser humano le encantan los misterios. En realidad fue fruto del azar -como casi todo lo importante que sucede en nuestras vidas-. Bernardino Drovetti, diplomático y explorador piamontés, pone el pie en Egipto de la mano de los ejércitos napoleónicos. Allí se gana la confianza del valí -gobernador, en nombre del imperio otomano- y obtiene licencias para explorar el país. Se hace con una primera colección de mil objetos que ofrece a Luis XVIII de Francia, quien los rechaza por demasiado caros. Ernesto Schiaparelli, futuro primer director del museo, convence a Carlos Félix de Saboya para que se haga con ellos, al precio de 400.000 liras piamontesas -una fortuna entonces- y, ¡voilá!. Schiaparelli mantuvo el legado de Drovetti y amplió las colecciones, realizó continuas expediciones y excavaciones en el país dedicando toda su vida a los estudios egipcios. El imperialismo reinante tras la Revolución Francesa, las ideas enciclopedistas y la disolución de su imperio en otros sucesivos, hizo el resto. Todos querían contar con su museo egipcio.

Y es que esta civilización es un enigma, incluso a día de hoy sigue sorprendiendo y adquiere carta de actualidad cualquier nuevo hallazgo o noticia relacionada con ella. El museo permite hacerse buena idea de lo que nos ofrece esta cultura desde la Dinastía Arcaica -3000 a.C.- hasta la Ptolemaica, cuyo último exponente fueron los hijos que Cleopatra concibió con Julio César y Marco Antonio respectivamente. Casi nada. El lugar necesita tiempo. Es necesario ir descansado y, ¡fumado!. No permiten entrar de nuevo una vez se ha salido.

Caminando por las salas del museo es imposible no maravillarse ante la apabullante muestra de una civilización tan rica; cronológicamente ordenada: sarcófagos, tumbas, momias, mausoleos,... ricamente ornamentados. Metros de papiro mostrando inscripciones jeroglíficas del Libro de los Muertos: aquel que indicaba cómo enfrentar el juicio de Osiris para regresar a la vida una vez fallecido. Se introducían en sarcófagos o cámaras sepulcrales para ayudar al difunto a superar tan difícil prueba. Hace casi dos siglos que Champollion consiguió desentrañar los misterios de la escritura egipcia y aún nos sigue fascinando su mundo. El pobre Jean-FranÇoise vivió apenas 41 años y tan sólo visitó Egipto una vez en su vida. En cambio eran frecuentes sus estancias en Turín. ¡Qué no hubiera hecho, de haber vivido más!

La muestra llega al paroxismo cuando alcanzamos las salas de la escultura y contrastamos la belleza y perfección de estas. El fino y laborioso trabajo de artistas y artesanos que esculpieron sobre granito, obsidiana o caliza, madera o estuco, mostrando a la nobleza, altos funcionarios o al todopoderoso faraón y su familia, en posturas hieráticas y atemporales, donde sus facciones son, a menudo, idealizadas y magnificadas dando muestra de su importancia social. Lo hacían además con herramientas que hoy nos sorprenderían por su sencillez y eficacia.

Mirando a los ojos de Horus pintados sobre uno de los sarcófagos -era común dibujarlos en el lado izquierdo, a la altura de la cabeza, para que el difunto pudiera tomar contacto con el mundo terrenal y disfrutar de las ofrendas dejadas por los visitantes- me pregunto si habremos dejado las respuestas atrás. Ellos adoraban al sol como fuente de vida, Amón-Ra, en un territorio tan sumamente hostil como el desierto, y nuestra civilización va camino de destruirla desde un entorno bastante más favorable.

Al objeto de intercalar ciudad y campo visitaremos la basílica de San Michele situada al este de Turín, dirección Francia. A medida que uno se acerca por la autopista la imponente estructura se distingue a lo lejos, sobre lo alto de una zona boscosa con los Alpes al fondo. Acceder a ella constituye un delicioso paseo -en coche- bajo la sombra de los árboles. Tal vez por eso también, la carretera local que conduce al monasterio este a menudo transitada por ciclistas. ¡Precaución!. Una vez en el interior recorreremos los patios, ruinas, escaleras e iglesia que los monjes benedictinos permiten visitar. Desde uno de sus miradores abiertos al valle de Susa es posible contemplar la enormidad de las montañas al frente. Un panel indica sus alturas y ninguna de ellas sobrepasa los tres mil metros de altura, nos lleva a pensar en la cordillera del Himalaya y sus picos cercanos a los nueve mil metros. En cualquier caso, enciende la imaginación pensar en Aníbal Barca atravesándolo con sus tropas y sus elefantes (!) de camino al lago Trasimeno, viniendo desde Cartago Nova y los Pirineos. Aunque este no sea el valle por el que cruzó Aníbal, bien pudiera serlo. Algunas grandes empresas las dirige la insensatez.

Como otros muchos visitantes, nos sentimos algo defraudados al confirmar que en San Michele no se filmó El Nombre de la Rosa. Umberto Eco la visitaba de niño junto a sus padres y en ella se inspiró para escribir la novela, lo cual viene a demostrar lo lejos que pueden llevarnos a menudo los libros, tanto a su autor como a sus lectores.

De vuelta en la ciudad decidimos visitar el Burgo Medieval, cuidada recreación del casco antiguo de la ciudad junto al río Po, donde los niños de los colegios acuden con sus profesores para revivir la historia. Enternece su disposición a escuchar las enseñanzas de estos mientras su mente divaga aburrida entre los edificios y los teléfonos móviles. El Burgo se construyó con motivo de la exposición internacional de 1884 y se transformó después en museo cívico. En sus edificios y tiendas se encuentran artesanos y vendedores de recuerdos por igual. En el parque Valentino, donde se ubica el Burgo, disfrutaremos de la placidez de sentarnos en la hierba y confundirnos con el resto de los turineses: lo visitan a menudo madres con sus hijos a la vuelta del colegio, elegantes ancianas pasean con sus perros, o parejas de recién casados lo eligen como lugar donde fotografiarse, junto a la monumental fontana. El operario municipal de jardines, a quien pregunto por el parquímetro más próximo, se dispone a tocar la guitarra en el asiento del copiloto del camión. Debe ser la hora del almuerzo. Un hombre practica remo sobre las aguas tranquilas del río mientras tomamos el vermú en la hermosa terraza del Café del Borgo. Por error me traen un “Spritz” -aperitivo a base de Aperol, cava y soda- donde quise decir “espresso”. Me lo tomo por probarlo. Me tendrá fuera de combate durante al menos tres horas. Prodigios del idioma.

Por continuar con nuestra rutina alternativa viajaremos en esta ocasión a Asti, setenta kilómetros al sur de Turín, con la excusa de visitar una exposición sobre “Monet y los impresionistas en Normandía”. La muestra ofrece marinas, escenas agrestes de acantilados, puertos y labores vinculadas a la pesca y el comercio, carpinteros de ribera y escenas urbanas, nocturnos...con un colorido y una pincelada que, sin detallar la figura, es de una expresividad potentísima. Sorprende pensar en estos cuadros, tachados en su día de transgresores, formando parte de los mejores museos del mundo y de las más exquisitas colecciones. El arte tiene la obligación de experimentar.

En el pueblo se celebra la feria anual del vino y las calles se preparan para su gran fiesta. Desde entoldados y carpas se ofrecen copas con un plato de fiambre o queso, a un precio razonable, o bien cada restaurante elabora un menú dedicado a la muestra con el que acompañar los vinos de la zona. Llama la atención como fiesta cívica, donde familias o grupos de amigos, niños incluidos, comen y beben tranquilamente, sin estridencias musicales u otra celebración aparte de compartir el producto que elaboran, en compañía agradable. Probaremos un Barbaresco Rosso con unos embutidos que querrían una copa más o, tal vez, una botella. Lástima que la casa esté a una hora de autopista.

Nos imponemos conocer el museo del Risorgimento Italiano -así llaman al nacimiento de la nación en el año 1861- fruto de la unificación de los diversos estados que constituían la península hasta esa fecha. Después del “atracón” del museo Egizio accedemos con un poco de pereza. El edificio es inmenso y la perspectiva de recorrer treinta salas no parece muy estimulante con la deliciosa mañana aguardando fuera. Pero adoramos Italia y en algún momento debemos abordar su historia. La primera decepción, en la biglietteria. No existe audioguía en castellano. Si en Francés e Inglés, pero no en castellano. ¡Como si nuestra historia no estuviera estrechamente ligada a la suya durante siglos!. Accedemos a la muestra y a través de los vídeos narrados en italiano y subtitulados en inglés conseguimos hacernos una idea -pobre- del resurgimiento de la nación italiana (se considera que Italia fue unificada por Roma en el siglo III a.C.). Menos mal, porque la exposición fundamentalmente ofrece una profusión de batallas, uniformes, armas, banderas, bustos y pinturas de ilustres padres de la patria, pero no es particularmente didáctica. En cualquier caso no considero haber perdido el tiempo, pues allí surgió la inquietud que ahora completo en el apartado Unificación de Italia y que termina por aclararme las ideas. Rellenaremos el formulario que se nos ofrece acerca de la experiencia vivida en el museo, demandando la audioguía en nuestra lengua.

Frente al museo, en la Piazza Carignano, se celebra todos los domingos un delicioso mercadillo de artesanía y antigüedades: objetos de colección, lámparas, espejos, vinilos, posters de los años cincuenta y sesenta, prendas de ropa de segunda mano, vidrio...e infinidad de artículos entre los que “cacharrear”, a precios asequibles. Entre los comerciantes percibimos calidez al revelar nuestro origen; es palpable que encaramos la vida de manera similar y la barrera del idioma no es impedimento para que nos relaten su “experiencia española”: como marino en Alicante, camarero en Barcelona o de vacaciones por nuestro país: “Lo spagnolo è caldo, non freddo come gli inglesi”. Nos dejamos querer.

Sorprende, además, que los comerciantes no se hagan pesados. Si uno muestra interés por determinado objeto o prenda, después de un rato prudencial te ofrecerán ayuda, pero sin incomodar u hostigar para que te lleves algo.

Comeremos en Trapizzino la especialidad de la casa, deliciosos “bocadillos” -¡espero que no me lean!- elaborados a base de masa crujiente y abundante miga, con forma triangular y rellenos de guisos (!) diversos -pollo a la cazadora, albóndigas, berenjenas, ¡callos!...etc- y salsas variadas. Toda una experiencia.

Aprovecharemos más tarde para hacer compras de ropa italiana -a muy buen precio, si se adquieren fuera de temporada. ¡Qué más da, es imposible competir con ellos!- y regalarnos con un helado en Pepino. Esta vez pediré Un Gelato al Limon mientras suena Paolo Conte en mi cabeza. Buscad la letra: placer adulto.

La vida pasa lenta en esta plaza magnifica cuando nos sorprende el sonido de un saxofón frente a un nutrido grupo de personas que bailan ritmos clásicos: foxtrot, jazz, rock and roll,...emparejados o sueltos danzan y aplauden cada tema, la felicidad pintada en sus caras; es difícil concebir una actitud más civilizada y vital.

Dedicaremos el fin de nuestra estancia en la ciudad a conocer la Venaria Reale, enorme palacio de estilo barroco donde la familia Saboya se retiraba a uno de sus pasatiempos favoritos, la caza en todas sus acepciones: muchos de los lugares, tanto del palacio como de los jardines, fueron concebidos para dar lugar a los amoríos cortesanos. A través de sus cincuenta y cuatro salas -decoradas de manera exquisita por diferentes arquitectos y artistas - el palacio apabulla por su grandiosidad y sentido estético. Lo forman tres grandes edificios que han ido ampliándose a lo largo de los siglos, desde el pabellón de caza original, a los grandes jardines, huertos, o laguna anexa. Durante su historia vivió diferentes grados de esplendor y decadencia, siendo residencia real, cuartel militar y campo de tiro durante la invasión napoleónica, guerras de independencia italiana o acuartelamiento durante la Segunda Guerra mundial, para llegar a su total abandono y expolio hasta nuestros días. No es sino a partir del año 1995 cuando comienza a reconstruirse de forma ejemplar y se abre de nuevo al público como palacio en 2007. Se accede a través del sótano donde se nos muestra la longevidad de la casa Saboya -mediante pinturas y árboles genealógicos- en un largo viaje de mil años. Una recreación dramatizada de vídeo instalaciones del cineasta Peter Greenaway, complementa la aproximación a esta familia que representa a Italia. No basta un día.

Esto es lo que ha dado de sí esta visita a Turín (Piamonte). Un hermoso lugar al que volver, pues se fija en la memoria con la elegancia inconsciente de las señoras que la transitan.

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