Fozara



Asociación vecinal en la parroquia del mismo nombre. Ribera del río Tea. Final del primer mes del otoño. Una hermosa mañana de domingo. Ni frío, ni calor. Humedad, como corresponde al mes y al valle ribereño.

Huele a hoja de maíz seco y parra recién vendimiada. A dulce higuera otoñal y a ribazo. Pero por encima de todo huele a “carne o caldeiro”. Y es que en la parte posterior del edificio un hombre se emplea ya - ¡once de la mañana! - entre fogones donde hierven chorizos y carne de vaca; capachos, donde esperan patatas peladas para ser cocidas después en el sustancioso caldo. El conjunto se regará más tarde con un buen chorreón de aceite de oliva, espolvoreará con pimentón dulce o picante y se acompañará de un vino recio, de esos que manchan la taza – o cunca, por estos lares- conformando un plato tradicional, sencillo y delicioso.
cocinando carne "o caldeiro"


Pero hoy el protagonista es el pan. El humilde pan de maíz o millo que, originario de América se ha adaptado a esta tierra como si fuera la suya. Llegando incluso a tener, ya de antiguo, severos detractores que temían que se convirtiese en un monocultivo empobrecedor. Según nos cuenta el historiador y etnógrafo Fermín Bouza Brey, el maíz entró en Europa por Mondoñedo y Tapia de Casariego en el año 1605 procedente de La Florida, donde el entonces gobernador de aquellas tierras Gonzalo Méndez de Cancio, lo plantaba y cosechaba con regularidad. En el citado año se trajo para Galicia y Asturias varias arcas y comenzó a sembrarlo en terrenos de su propiedad y la de su esposa, Magdalena de Luaces Estoa y Miranda, natural de Mondoñedo, no sin la oposición de los empleados que trabajaban aquellas fincas que no veían con simpatía al extraño cereal.

Lo cierto es que dicha planta se adaptó con rapidez al Norte y centro gallegos, no así al sur y oriente de esta región donde no llegaría hasta final del siglo XVIII y aún el XIX. Fozara incluida. (1)

El maíz vino a renovar la dieta -la harina utilizada entonces era de castaña, cuyo cultivo intensivo por cierto, introdujeron los romanos; ¡para que luego reneguemos de lo foráneo! - a desarrollar los cultivos, así como a construir canalizaciones de agua y molinos donde molerlo.

Y hacia uno de aquellos molinos nos dirigimos ahora a pie, en alegre algarabía amenizada por gaiteros y tamborileras ataviados al modo tradicional – con zuecos de suela de madera y hechura de cuero (2), falda larga y delantal, sombreros y pañoletas- pero sin olvidar las gafas de sol aún molesto a esta altura del año; marchamos a través del bosque todavía seco y oloroso. Los músicos abren la marcha seguidos de los niños; en medio, más distantes, los adultos contemplamos la maravilla de los campos proyectados contra el cielo azul en verdes intensos, circundados por vallados ocres de viñas y sauces de mimbreras; pegados al camino -o carreiro- o delimitando la entrada a las fincas, carballos umbrosos y castaños que conservan todavía hojas verdes. Este escenario de maravilla reconforta el espíritu y conduce a no arrepentirse por madrugar en domingo. Cierran la marcha madres y abuelas, verdaderas conocedoras del paisaje y sus costumbres, lucen un punto de brillo orgulloso en la mirada, sabedoras depositarias de un saber antiguo que, ay, ya sólo es material etnográfico y excusa para una excursión dominguera atravesando el bosque de su juventud.
frente al molino


De vez en cuando los músicos detienen la marcha para disgusto de los niños, ansiosos por llegar al molino, y alegría de las abuelas que recobran el resuello, pues puede más la ilusión que las fuerzas. Ayudadas por hijas o nueras, vuelven a calzarse las botas de goma con forro de borrego con que vadeaban regatos que antaño saltaban briosas. “Ah, el tiempo, como estropea los cuerpos” se escucha decir a alguna.

Llegamos a una pradera despejada donde nos esperan unas balas de paja y dos o tres sacos llenos de panochas de maíz junto a un grupo de mujeres de piel curtida por la intemperie: ataviadas con largas faldas negras de paño, pañoletas en la cabeza y chales de lana sobre los hombros, más como vestimenta tradicional y festiva para la ocasión que como ropa de uso diario. Hemos sabido que entre ellas se celebrará una pequeña competición de desgranado del maíz -también lo harán los niños presentes como una forma de preservar la tradición aunque sea tan sólo de manera testimonial-.

Antes nos acercamos al molino siguiendo el pequeño regato del curso de agua, sabiamente desviado del principal mediante losas de piedra y un hondo surco excavado en la tierra aprovechando un fuerte desnivel del terreno desde el que se eleva la construcción. No es muy grande. Apenas diez metros cuadrados cuya techumbre alberga la maquinaria y la tolva de madera, las muelas de piedra y, bajo nuestros pies, el eje solidario a la rueda dentada -o rodezno- que una muchacha nos enseña orgullosa, obligándonos a descender la húmeda ladera para observar como el agua rompe con fuerza sobre los dientes de cuchara. Sobrecoge pensar como nuestros antepasados desarrollaron este ingenio sabedores de que se molía -y todavía se muele en muchos pueblos ancestrales o pobres- con un rodillo sobre una piedra. Sospechamos que el salto cualitativo es mayor entre la piedra y el molino tradicional, que entre este y los actuales artefactos eléctricos, pues no han hecho sino adaptar aquellos y accionarlos mediante esa energía.

En el interior del molino el ambiente es acogedor a pesar de la cantidad de personas que nos agolpamos en espacio tan reducido. Alguien ha encendido un fuego en una esquina y el olor a leña quemada junto al monótono sonido de la piedra y el agua, el maíz cayendo lento y el aroma del grano recién molido, aportan un aire ancestral a la escena que, al menos durante unos instantes, nos hace volar en el tiempo.

El ensueño lo rompen los gaiteros con sus notas festivas y sus textos entre pícaros y groseros: “non hai lume como o do carballo, nin burato como a cona, nin tapón como o carrallo”. Tirori, tirori, tiroriro, roriro, roriro…
gaiteiros e pandereteiras


Y así pasamos al concurso de desgranado del maíz donde las mujeres, afanosas, dan buena cuenta de las mazorcas entre risas y anécdotas que las dejan sin resuello. Algún hombre se cuela también en la competición pero enseguida queda patente que este no es su campo. Una corona de hojas secas de maíz sirve de galardón a la triunfadora, como si de una digna sucesora de César se tratase.

Emprendemos de nuevo la marcha en dirección a los locales de la asociación de vecinos cual mula que busca establo a través del campo. O tal vez una cerveza bien fresca tras la caminata. Ya a lo lejos comienza a percibirse el aroma de la “carne o caldeiro” e instintivamente comenzamos a salivar. Una vez en el recinto, la mesa dispuesta, los platos colmados, y la compañía de los paisanos, sólo queda anhelar una buena siesta.
ganadora del concurso de desgranado




(1) Las referencias a la historia del maíz en Galicia son debidas en primer término al trabajo del historiador Fermín Bouza Brey y, en segundo término a Martín Fernández para la Voz de Galicia

(2) Los zuecos tradicionales de madera y piel han sido rediseñados y puestos al día con éxito y gusto exquisito por la firma familiar de Elena Ferro. www.eferro.com

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