Vampiros: una historia de amor.
El mismo día de abril en que los científicos han conseguido
fotografiar por vez primera un agujero negro en la constelación de Virgo -confirmando
así las teorías que Albert Eisntein postuló hace un siglo- unos seres que
habitan el planeta Tierra desde hace 400 millones de años remontan el río Tea, al
sur de Pontevedra, para desovar y cerrar así su ciclo vital. Durante su ascenso aguardan otros seres de la misma
especie que los primeros, armados con una largo palo o “fisga *” en cuyo
extremo una hilera de pinchos se sumerge en el río a la espera de los segundos.
Tanto los científicos como los portadores del palo apenas llevan en el planeta
300.000 años -un instante en términos cósmicos- pero todo hace presagiar que
sobrevivirán a los segundos, si antes no destruyen el hogar que habitan todos.
Los primeros -ya lo habrán deducido- son los seres humanos y los segundos, las
lampreas (o Petromyzonti, en su nombre
científico). Lampreas y agujero negro comparten su afán por la oscuridad y la
succión: tragándose toda materia que habita en su entorno colosal -luz incluida-
caso de los agujeros o la sangre de sus víctimas en el caso de las lampreas.
Científicos y “fisgadores” participan de una misma y paciente obsesión tras un
tenue rayo de luz que atraviesa el cosmos o la noche húmeda y silenciosa del
río: escudriñar en lo oscuro en busca de respuestas o sustento.
Estos pensamientos ocupan mi cabeza mientras recorro la
ribera del Miño desde la localidad de Salvaterra hasta la isla de Fillaboa,
para tomar después al norte y seguir el curso de su afluente, el Tea, en un
bellísimo atardecer de primavera. La última luz del día dora las copas de
fresnos y carbayos que hunden sus ramas en la crecida del Miño. Toda la semana
anterior ha llovido torrencialmente y la fauna y flora del entorno parecen
recién nacidos. Los mosquitos se ven por centenares contra la luz del atardecer
y las golondrinas dan buena cuenta de ellos sobre la superficie. La tierra
rezuma humedad y los árboles huelen con una intensidad embriagadora:
eucaliptos, laureles, pinos y robles conspiran para hacerme sentir afortunado.
Los mirlos llenan el aire de trinos imposibles y mi perro corre excitado y sin
rumbo, henchido de felicidad. Al otro lado del Miño dan las ocho de la tarde. Cuento las campanadas que suenan
desde la capela de Nossa Senhora da CabeÇa con melodía de carrillón: aún son
las ocho, llego a tiempo. Al pasar bajo la vía “do tren que me leva por la beira do Miño” que cantara el célebre
Andrés Dobarro, el trino febril de los pájaros se interrumpe un instante al
paso de un convoy. El camino es sencillo, apto para cualquier tipo de
senderista y frecuentado por personas que corren o pasean. En esta estación los
campos se muestran abiertos, ordenados, listos para la simiente, huelen a
estiércol alternándose con prados y viñas -de las que asoman ya pequeños brotes-
y pastos cuajados de margaritas.
El Miño camino de la isla de Fillaboa |
Apenas recorrido un par de kilómetros aparece a la izquierda
un puente medieval que comunica con el impresionante viñedo y pazo de Fillaboa
en dirección a Tuy, al oeste. Pero nuestro rumbo está al norte, siguiendo el curso
del Tea en dirección a la localidad de Ponteareas. Tras unos centenares de
metros aparece la primera “estacada”
-estructura precaria en forma de pasarela cuyos pilotes se clavan sobre la
arena del río; de los laterales se cuelgan lámparas que iluminan la superficie
del agua- y su caseta anexa, hecha con listones toscos de madera. Un hombre -ropa
de camuflaje, manos en los bolsillos, cigarro en la boca- hace tiempo hasta que
sean las nueve de la noche para comenzar a “fisgar”.
La Xunta de Galicia fija y adjudica mediante subasta los puestos para su
explotación por los pescadores. Hasta las ocho de la mañana pueden trabajar en
una de las márgenes. La otra se reserva para que la lamprea tenga alguna
oportunidad de remontar el cauce y desovar, y también para ofrecer alguna oportunidad
de pesca a los compañeros situados más arriba. Oscurece lentamente. Se nota
porque los pájaros comienzan a dejar de escucharse. Las cigarras ocupan su
lugar. El rumor se hace uno con su canto y se acentúa allí donde hay rápidos o
represas. Las estrellas empiezan a pespuntear el cielo entre los restos de
tormenta y un gajo de luna creciente asoma tímida tras una nube.
Al otro lado del río se halla otra estacada con su cabaña –
esta pintada en un azul que contrasta vivamente con el verde tierno de las
ramas- y sus dos líneas de faroles suspendidos entre una y otra margen. Aún no
se han encendido. La oscuridad no es suficiente. Observo el anclaje de las
estacas en el lecho arenoso y la fijación de los tirantes que sujetan los faroles
desde la orilla opuesta. La superficie de maderas atravesadas que sirven de
pasarela y el ingenioso dispositivo con polea y jaula al extremo, donde vivirán
las lampreas una vez capturadas. En efecto, viven, después de ser atravesadas
con la “fisga”. El pincho se extrae de su cuerpo soltando el tornillo del arpón
con una herramienta y la lamprea hace el resto. Al contacto de nuevo con el
agua, ya en el interior de la jaula, su sangre coagula de inmediato.
Estrategias evolutivas de un animal antiquísimo. Y es que su sangre es muy
apreciada si queremos cocinarla al estilo bordelés, el más demandado: una vez
limpia de piel y adobada durante veinticuatro horas en distintos elementos
aromáticos (puerros, vino tinto, ajo, perejil y pimienta blanca) se guisará durante
media hora aproximadamente, en una mezcla de su sangre, vino, el adobo y una
punta de chocolate -según receta de Casa
de los Martínez, Padrón –, se servirá acompañada de arroz y picatostes.
A medida que la luz decae hasta oscurecer por completo, las
cigarras callan también y se escucha sólo un rumor persistente. A lo lejos se
perciben entre el follaje las luces de la siguiente línea de estacas, como
farolillos en una romería de pueblo. Cuando me acerco, los haces de luz que se
cuelan entre las tablas de la caseta la perfilan como una caja espectral
surgiendo entre la bruma; sobre el frágil puente un hombre fuma y observa en
cuclillas, apoyado en la “fisga” sumergida. Nos saludamos. Me invita a pasar.
Amarro el perro a un árbol y desciendo unos escalones tallados en la tierra
para pasar a la caseta. Tras la puerta una mesa con mantel de hule y florecillas
rojas; dos bancos corridos alrededor. En una esquina una salamandra que aún
huele a leña quemada y enfrente una ventana con una repisa que mira al río,
tapizada coquetamente con un resto del mismo hule. Otra puerta conduce
directamente a la estructura. Me subo a la pasarela que oscila levemente a mi
paso y me asusto. El pescador me tranquiliza y garantiza que es seguro
animándome a llegar hasta él. Me parece estar en una novela de Mark Twain.
Me sorprende que este sólo. La corriente discurre con ímpetu
y cualquier traspié o resbalón daría con él en el fondo crecido y bravo: “lo
normal es que seamos un grupo, pero los compañeros no han llegado aún. A veces
es mejor. La lamprea se asusta si hay mucho follón”, asegura. Me indica una que
está junto a un pequeño círculo de piedras. Mi vista de urbanita miope no ve
más que un flujo acuático sobre un fondo arenoso bajo la luz de un farol. Le
tira un lance distante, pero falla. Así habrá de ser toda la noche. El afluente
discurre abundante tras las lluvias y esto es bueno porque el animal entra al
cauce siguiendo su olor, pero está turbio y el “bicho” es más difícil de ver.
“Ha habido noches de coger ochenta lampreas, hoxe si levo dous xa arreghlo”. Él, viene porque le relaja. Después
de todo el día en el bar dando comidas, sirviendo copas y chupitos, estar a
solas escudriñando el río le sienta bien. Si captura alguna la pondrá de tapa,
a ocho euros la ración. “El sitio está bien. ¡A veces hacemos churrasco o
traemos empanadas e viño y lo pasamos
de puta madre, aínda que non pesquemos!”,
comenta. Esta por nacer el pescador que no se queje de sus capturas.
La noche ha cerrado por completo la senda. A la luz de una
linterna frontal caminamos por la orilla escuchando nuestros pasos y el ruido
del agua: a veces con intensidad de bramido, otras con rumor de remanso. De
pronto algo pesado salta asustado. Me asusto a mi vez pensado que Cody, el
perro, puede haberse caído. Para mí tranquilidad dos ojos refulgentes acuden a
mi llamada saliendo de la oscuridad. Ha debido de ser una nutría. Y es que el
bosque, con su aspecto, su olor y sus ruidos: las ramas agitadas por la brisa,
las pisadas del jabalí, el zorro o el canto de la lechuza, nos provocan un
terror primigenio, ancestral, fruto de una desconexión absoluta con el
ecosistema. El haz de la linterna horada el bosque como las lámparas la noche o
los telescopios el firmamento: sin apenas certeza de lo que se halla fuera de
esa luz, los humanos continuamos avanzado tercamente, conjurando la soledad y el
miedo.
Estacada y puente medieval |
El Petromyzonti, este ser arcaico, acude en cambio de manera
ciega a la llamada instintiva de su naturaleza. Como a un vampiro el olor de la
sangre, el agua dulce le llama desde el profundo mar amargo que habita, para
remontarla y depositar en ella sus huevos. En una carrera desesperada contra el
tiempo, lucha por perpetuar su especie. El conde Drácula buscaba la sangre de
jóvenes vírgenes para renovar la suya y continuar habitando la noche. La
lamprea lo ha hecho ya a lo largo de su estancia en el mar: tras chupar la
sangre de tiburones, bacalaos, truchas o delfines ha llegado hasta aquí.
Abriendo con sus dientes un orificio en la piel de estos y fijándose a su
cuerpo mediante su potente ventosa. Su saliva, de alto poder anticoagulante,
hace que la sangre de los grandes peces brote
hacia su boca a medida que succiona. Otra increíble estrategia evolutiva. Una
más consiste en adaptar de nuevo su organismo al nuevo medio, después de haber
pasado años en el mar. Perder la vista y la capacidad de alimentarse -eliminando
grasa pero sin perder peso, que transforma en músculo cuanto más asciende- en
ese trayecto desesperado hacia la reproducción. Avanza de noche y se oculta
entre las piedras durante el día, como el conde regresa a su ataúd antes del
alba. De nuevo con la oscuridad, prosigue hasta encontrar un remanso donde
depositar los huevos. Arrastrará con su boca pesadas piedras con que construir
el nido. En esta labor la ayudará el macho quién, una vez finalizado este, se
arroyará a su cuerpo y unirá su boca a la de la hembra en un apasionado beso
final, mientras ella se desprende poco a poco de los huevos que él insemina. El
macho repetirá esa labor con varias hembras, a tenor del aspecto que presenta
una vez “fisgado”: todo espinazo cartilaginoso bajo la piel. Tan sólo un
moderno Doctor van Helsing -armado con arpón en vez de estaca y encaramado a una
pasarela- puede oponerse a este destino obsesivo por seguir existiendo. Nada
más un treinta por ciento de las larvas conseguirán enterrarse en las arenas
para habitar allí durante los próximos seis años. Igual que sólo sepultado bajo
la tierra de Transilvania, podía desplazarse el vampiro entre Londres y el
Bósforo. El resto serán devoradas por los peces o capturadas por los pescadores,
si consiguen llegar a adultas. Como en la historia de Bran Stoker, el
romanticismo impregna la vida de las lampreas que harán un último esfuerzo por
retornar de nuevo al mar sin conseguirlo después de la puesta. Sí, su vida como
todas, acaba mal. Tampoco la historia de Drácula se habría convertido en la leyenda
que es, si no hubiera sido asesinado en su tumba. No queda claro en la obra
literaria si el conde se enamoraba de sus víctimas o sólo se servía de ellas;
las lampreas en cambio han demostrado que se pueden vivir cuatrocientos
millones de años. A pesar de ser seres repulsivos -a nuestros ojos, como los
vampiros- tal vez sea el amor el que las convierte en inmortales. Quién sabe.
Escultura de lamprea en Salvaterra |
Unos puntitos de luz amarillenta entre las copas de los
árboles bajo la constelación de Casiopea, me confirman que estoy llegando al puesto
19. Bajo un puente sobre la carretera comarcal con buen acceso a través de una
pista de tierra están aparcados varios coches. El río baja aquí con fuerza y la
construcción está dispuesta apenas sobre este, la profundidad no es mucha y a
la lamprea ha de costarle remontar este tramo. Todas esas circunstancias hacen de
la 19 la más cotizada en la subasta de las zonas de pesca. En cualquier caso
quienes la explotan deben de turnarse a lo largo de la noche para que el
cansancio o la falta de concentración no les afecte demasiado. Algunos acuden
al trabajo después de pasar la noche en vela, “fisgando”. No parece que les inquiete,
al menos a esta hora temprana. Me enseñan fotos realizadas con el teléfono
móvil de otras jornadas de pesca, de otras “cuchipandas”: jabalí, cabrito, lamprea
claro… ¿Y está? -me intereso por lo que parecen gallinas- “ay non!, ista e do ghaliñeiro da miña nai” me responde entre risas,
dejando en mi olfato el olor al vino con que negocian la noche. Cuando se
detiene en la foto de un guiso de jabalí asegura: “papámolo enteiro, y no te vas a creer como lo agarramos”, cambia al
castellano al ver mi cara de perplejidad y asociarla al desconocimiento del
gallego. Entonces cuenta que unas noches atrás, yendo con las fisgas sobre el
coche se les atravesó un grupo de jabalíes en la carretera. Sin pensarlo dos
veces pararon los coches y a la luz de los focos persiguieron al grupo hasta
cargarse a uno. “Deu para tres fontes
coma ista”, me muestra la foto de una fuente enorme. Me despido de ellos
entre risas deseándoles buena pesca. Comienzo a desandar el camino hacia
Salvaterra do Miño. ¡Qué extraños los hombres! Unos escudriñan el firmamento y
otros persiguen a un animal con una larga vara dentada en mitad de la misma
noche.
En un recodo, bajo un claro entre los árboles, hay unas
mesas de piedra orientadas hacia dos de los puestos, uno a derecha y otro a
izquierda. Allí nos detenemos. Apago la linterna y a la luz de la luna extraigo
de la mochila una cerveza y unos bocadillos que compartiré con el perro. Mientras tomo un café del termo observo el río
sereno; el silencio apenas roto por las voces distantes de los pescadores y
algún cántico entre dientes. La imaginación me trae "Las aventuras de Tom Sayer", el
primer libro que recuerdo haber leído. Este no es el Mississippi pero las
constelaciones son las mismas: el Can Mayor persigue a Orión y este a Tauro
sobre el Eridano; Sirio, Betelgeuse y Aldebarán continuarán ahí hasta ser
engullidas por otro agujero colosal. Me entretengo pensando en la posibilidad
de que las lampreas continúen remontando el Tea una vez nos hayamos extinguido
los humanos, como antes lo hicieran los dinosaurios.
Notas:
1.
Constato que en mi guía del firmamento no hay
ninguna fotografía de un agujero negro. En la próxima edición la habrá sin duda.
3.
*Fisgar: del latín fixicare, hincar, clavar, de fixus,
clavado. Acechar, atisbar, curiosear, escudriñar, fisgonear.
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