Siena, una visión literaria



Una gárgola se lanza en picado desde la torre del Mangia, en la piazza del Campo -Siena-. Entre sus alas habitan la desgracia y el terror. La peste negra asola la ciudad desierta. En su vuelo solitario recorre calles que nadie transita, nadie comercia, nadie se expone a salir de sus casas -pobres o ricas, la maldición a todos afecta por igual- mermadas de hijos, abuelos, padres y hermanos que la peste se lleva entre agónicos martirios, cubiertos de bubones y pupas que nada ni nadie puede restañar. Sólo queda rezar. Encomendarse a un dios que una vez más, cruel, los castiga: por su codicia, por su lujuria y gula desmedidas durante décadas. Sólo en las iglesias creen estar a salvo. Entre los mármoles lujosos del Duomo el pueblo enfermo contempla sin esperanza como la luz se filtra por los hermosos vitrales y rosetones desde lo alto. ¡Buscando con la mirada vacía de llanto a ese dios, imploran su perdón! ¡Y rezan! Escuchan las palabras inflamadas de los frailes que les culpan de una desgracia que no recuerdan haber cometido, pero sufren de la más cruel de las maneras: entregando a cambio las vidas de sus hijos.
La gárgola se ha posado sobre la linterna del Duomo y observa inclemente como el pueblo llora y sucumbe a ese viento helado y mortal que recorre Europa de una punta a otra sembrando el dolor y el miedo entre sus hijos. Media el siglo XIV.

Como un destello blanco que brotase súbito desde un hueco en la torre, la paloma inicia un vuelo que ha de llevarla a través de los campos dorados y las suaves colinas toscanas. Bajo sus alas se extienden majestuosas las cosechas esperando los últimos días de agosto en que serán recogidos el trigo y la cebada. La misma brisa cálida que agita las mieses, semeja el mar a lo lejos y asciende a lo alto favoreciendo el planeo ligero del ave.
Al fin los campos han vuelto a sembrarse, las viñas se han atado de nuevo por Montalcino y este otoño, tras la vendimia, las barricas hervirán otra vez con el mosto que habrá de ser Brunello al otoño siguiente. Se han limpiado los olivos por Montepulcciano y verdean ahora orgullosos sobre la tierra intensamente roja. De nuevo la oliva volverá a las almazaras y el aceite al pan de los campesinos.
Con su pico la paloma ha arrancado una rama que porta hasta lo más alto de la torre en Siena. Por fin la guerra ha terminado. Partidarios de Garibaldi y monárquicos han firmado la ansiada paz. Italia es un estado.

Vuelve de Roma. Se ha posado en lo alto del campanario de la iglesia en Pienzza. La hermosa ciudad medieval ha visto pasar las tropas del emperador  a lo lejos. Desde sus muros ha contemplado a soldados y oficiales avanzar presurosos hacia el botín prometido. El ejército de Carlos V avanza durante días atravesando los campos verdes de la primavera festoneados de rojas amapolas. Encienden altas hogueras al caer la tarde. El sol del ocaso incendia las colinas y arranca destellos en el bosque de picas desde el campamento. La  brisa suave del atardecer arrastra consigo la algarabía de la soldadesca: sus cantos y conversaciones obscenas, crueles, recuerdan otras guerras, otros frentes; distintos escenarios donde las tropas de su señor han impuesto su ley a sangre y fuego.
Amanece en Pienzza. El campamento es levantado y los soldados inician de nuevo su andadura, dejando tras de sí una línea negra que serpentea entre el trigo y se pierde en las últimas lomas hacia el sur.
La gárgola narrará después a la  ciudad  como  ha sido el “Saco di Roma”. Cómo se ha cercado la capital y se ha luchado sin cuartel en sus calles, cómo  las tropas se han entregado después al pillaje reclamando el botín prometido: durante tres largos días con sus noches. Soldados y oficiales, sin orden ni concierto, sin rango ni autoridad, se han adueñado de casas y palacios, iglesias y conventos, mercados y talleres para llevarse joyas y enseres, dinero y obras de arte. Cualquier objeto que la codicia humana pueda ser capaz de transportar tras una campaña de guerra. Mientras asesinaban a sus propietarios ofreciesen o no resistencia, violando a sus mujeres e hijas ante su horrorizada mirada: uno tras otro los soldados hundían su carne en los cuerpos de las doncellas, señoras o viejas amas, desoyendo sus gritos y lamentos desesperados. Cuando ya sus cuerpos agotados no mostraban más que una mirada enloquecida que suplicaba la muerte, solo entonces, algún soldado piadoso hundía la daga en su vientre y las enviaba al otro mundo, no sin antes haberse corrido de placer espurio entre sus piernas.


Fue otro palomo el que contempló a los Jóvenes Esposos en Etruria, ¡oh, ahora inmortales en terracota! Mediaba  el siglo VI antes de cristo y la noche anterior había tenido lugar un banquete en  Murlo. El vino había corrido a raudales -mezclado con agua, al modo griego- y las carnes de ciervo y jabalí se habían servido en hermosos cuencos de cerámica decorados con escenas de caza y alegorías de faunos.  Sobre los trípodes hervían los calderos de bronce que habrían de llegar a los triclinios cargados de suculentos manjares. Los hombres lucían hermosas melenas rizadas y barbas recortadas que ensalzaban su belleza. Las mujeres adornaban su pecho con collares de maravillosa filigrana dorada, a juego con aretes del mismo material. Los vestidos caían con gracia sobre los cuerpos de ambos sexos, realzando con donaire la figura de sus miembros torneados, acostumbrados al trabajo duro y al sol inclemente de esas tierras.
Al final del banquete los músicos se habían presentado en el salón donde ya las mujeres danzaban en el centro de la sala. La llegada de estos no hizo sino avivar el fuego que recorría sus cuerpos ligeros por el alcohol y así, corrieron en busca de los hombres para invitarlos a la danza. Estos mostraron reticencia al principio pero la insistencia y ruegos de ellas, así como los efluvios del vino en sus cabezas, lograron que se formasen parejas imposibles de ancianos varones y jóvenes muchachas, mujeres que bailan tomadas de las manos girando en círculos mientras saltan y ríen a carcajadas y grupos de hombres jóvenes que, abrazándose por los hombros enfrentan a igual número de mujeres en un baile que los conduce adelante y atrás, para estallar en sonoras carcajadas una vez se encuentran frente a frente, los rostros colorados y risueños; risas hilvanadas con la música que brota de flautas y percusiones diversas.
La mañana de agosto transcurre ahora tórrida y silenciosa tras la larga jornada anterior en que los esposos, bien entrada la madrugada, consiguieron abandonar el palacio donde transcurrió la fiesta hacia su casa, al otro lado del pueblo. Han caminado entre risas, oscilando bajo la luz de una tea  que porta el varón y cede a la mujer mientras se detiene a orinar ante el muro de un vecino. Es después  ella quien se acuclilla y orina en el mismo lugar que lo hiciera su esposo, procurando no mojarse las calzas de fina piel de cordero con la orina que brota de su cuerpo entre carcajadas incontenibles. Al llegar a la alcoba se desploman desnudos sobre el lecho y se entregan al sexo de la manera más salvaje y febril que permite el vino en sus cabezas: se acometen y muerden, se lamen y besan, jadean y gimen, se cabalgan el uno al otro hasta dar con el placer que los conduce al sueño profundo.
Los jóvenes esposos yacen ahora exhaustos tras el combate de los cuerpos; el palomo, en el alfeizar de la ventana, acompasa el zureo al canto de las cigarras y el rumor de la brisa que fluye desde los campos. Entorna su cabeza a uno y otro lado a la vez que infla el buche y gorjea mirando al varón observar a la mujer que duerme.

Pero ¿por qué no poner nombre a nuestra gárgola? Podríamos llamarla Desolación o Miseria, Codicia o Estupidez, Crueldad infinita, Locura, Vanidad desmedida, Arrogancia, Envidia, Rencor… mejor llamémosle: Guerra! Pues comprende todas las anteriores.
¡Guerra, guerra, guerra,…guerra, desde el principio de los tiempos! Desde el primer asentamiento etrusco en estas tierras de hermosas colinas y frondosos bosques; de generosa tierra y brisa suave; de precipitaciones abundantes y temperaturas intensas.
Nada de eso importa. El objetivo ha sido siempre anhelar lo que el otro posee: ¡aquellos pastos, esos campos, el cauce de ese río, esa aldea, o todo un reino!
Griegos contra etrurios, estos contra fenicios y cartagineses. Más tarde contra romanos y, tras ser incorporados al imperio -dejando tras de sí una vasta cultura, absolutamente rica y original- contra los bárbaros pueblos que terminaron con la soberbia romana, estableciendo otro orden, siempre violento. Siempre codicioso.
Esto han visto las colinas toscanas a lo largo de los siglos: máquinas, ingenios, soldados; sofisticadas armas que imponen pavor avanzando a través de los valles fértiles, arrastrando pesadas torres de asalto movidas por hombres y bueyes entre el estruendo de una furia implacable mientras artesanos, campesinos, comerciantes, sucumben al hambre y la miseria.
No hay imaginación que acierte a vislumbrar el trajín de aquella tropa atravesando la primavera toscana: los campos henchidos de trigo y verdor. La furia de los florentinos descendiendo a través de los valles de Pesa o Elsa a fin de someter a Siena, las luchas entre facciones -güelfos o gibelinos- dejando tras de sí haciendas arrasadas, ciudades incendiadas, poblaciones enteras masacradas para satisfacer el ansía de venganza en la derrota o la limpieza étnica en la victoria.

¡Aún debe llover a cántaros para que aquella tierra sea capaz de enjuagar toda la sangre que se ha vertido sobre ella por causa de esa infame gárgola llamada guerra!
           





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